Tierra, agua, aire y fuego, dichos y enumerados de este modo, de la más sencilla de las maneras, provocan casi de inmediato una asociación de ideas que nos trasladan al más remoto, a la vez mítico y en cierto modo traumático, origen de nuestra civilización e incluso de nuestro planeta. Pero, aun sin ánimo de rizar el rizo, intentemos moldear esta referencia, suavizar el indómito espíritu de los cuatro jinetes del Apocalipsis, para introducir uno de los elementos que, al margen de su indiscutible función práctica en la mesa de todo gastrónomo o simple comensal, expresa como pocos la capacidad evolutiva del ser humano. Así, la vajilla debe entenderse como la materialización artística de un arte industrial y artesanal que consiste, básicamente, en el moldeo, cocción y decoración del barro. Tierra, agua, aire y fuego se alían, combinan propiedades físicas y químicas armónicamente, para crear objetos útiles y duraderos, para un noble uso caracterizado por la obligada cotidianeidad. Es entonces, desde este punto de partida, cuando, una vez más, el intelecto, la capacidad creativa y la sensibilidad artística del hombre desarrollan un exquisito muestrario de formas decorativas, evolucionadas, elevadas, que trascienden su función primaria y que, finalmente, ofrecen una suerte de estética formal directamente relacionada con el nivel de evolución cultural, tecnológica, incluso teológica y espiritual, de la sociedad en la que se manifiesta.

Llegados a este punto de sofisticación, a estas alturas del partido en el que el continente y continentes de los alimentos nuestros de cada día también deben guardar las formas en la mesa; llegados a este lugar de expresión gastronómica, en el que la decoración de la mesa debe ser directamente proporcional al mantel elegido y donde vajilla, cristalería y cubertería deben presentarse de forma homogénea; llegados a la conciliación ornamental de la estética de la porcelana fina, o de la cerámica de Talavera, o de la loza, con los vasos de vidrios de colores, o las copas de cristal transparente, con los manteles y las servilletas de vistoso cromatismo, de lino, algodón, floreados, lisos, deshilados, con las velas, las flores naturales…; llegados a esta forma de exaltación de los buenos modos, hasta aquí hemos llegado para concluir que, en esta derivación natural del protocolo en la mesa, se está poniendo cultura sobre el mantel. Pero no cualquier tipo de cultura, de igual manera que no se pone una fabada en plato de porcelana china, ni se combinan vajillas de texturas diferentes, ni barro y cristal conjuntan como tampoco pegan cuadros y rayas. Por todo ello, los expertos en cuestiones de “continentes”, tras muchos miles de años, acaban por recomendarnos la utilización de juegos completos de vajillas, preferentemente sencillos, que realcen lo realmente importante, el contenido, es decir, la comida. Y como notas finales acerca de este arte de vestir la mesa, apunten como incorrecto el plástico, las vajillas extravagantes, la falta de platos para usos concretos (postre, recipientes para salsas o ensaladas…), los platos de colores extremadamente vivos o decorados en exceso; y señalen como recomendable la vajilla de porcelana, antes que la de loza o cristal. Es una cuestión de calidad y estilo, como el hecho de disponer dos platos para cada comensal, siempre y cuando ambos no sean llanos, no poner platos soperos directamente sobre el mantel, o, utilizar, concesión a la última moda, bajoplatos de plata, estaño o acero; por supuesto, siempre a juego con los platitos de pan.

Dice el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua que la vajilla es el “conjunto de platos, fuentes, vasos, tazas, etc., que se destinan al servicio de la mesa”. Sea como fuere, lo cierto es que términos como cerámica, loza, esmalte, vidriado, capa, recubrimiento, decoración y vajilla, están todos relacionados entre sí, si, en definitiva, no vienen a significar prácticamente lo mismo. Ya sea partiendo desde la alfarería o la producción artesanal de recipientes de barro, ya sea a partir de la cerámica misma, el barro, las manos, el torno… el aire y el fuego son los elementos que crean las primeras producciones cerámicas, las primeras vajillas de la humanidad. Su progresiva sofisticación es el resultado de un completo recorrido histórico, y el análisis y estudio de estos objetos constituye un auténtico tratado etnográfico. Desde la aparición casual de figuritas en el Paleolítico Superior, la cerámica ha experimentado un continuo desarrollo. El Neolítico, tanto en su versión oriental como mediterránea, la cerámica cardial, la Cultura de Los Millares, la cerámica campaniforme, la Edad del Bronce, la Cultura argárica, la Edad del Hierro, el perfeccionamiento de la técnica de modelado, la introducción de barnices y la ampliación de la temática iconográfica de la cerámica griega en la Edad Antigua, la decoración en relieve de Roma en la Nueva Era, los reflejos metálicos o loza dorada, los motivos geométricos y vegetales de la cerámica hispano-musulmana de la Edad Media, la cerámica polícroma de la Edad Moderna, con especial mención en nuestro país a centros productores tan consolidados como Talavera de la Reina y Puente del Arzobispo (Toledo), Manises (Valencia), Toledo, Sevilla, Granada y Úbeda (Jaén), Teruel, Paterna (Valencia), Muel (Zaragoza), La Bisbal (Girona), Granada, o Andújar (Jaén), los nuevos sistemas de producción industrial de la Edad Contemporánea recrean un preámbulo que ha devenido en el siglo XX, y lo que llevamos de XXI, en la valoración de la cerámica, por tanto la porcelana, en consecuencia la vajilla, como “obra única”, un punto de inflexión artístico integrado en movimientos como el Art Nouveau o Art Decó a los que se siguen aplicando las nuevas tecnologías, que, en este caso, se asocian a componentes de última generación como “sensores”, “superconductores”, etc.

Y, dado que hemos destacado entre las artesanías ceramistas y alfareras a la porcelana como aplicación más distinguida para las vajillas, repasemos, aun someramente, su evolución. Convengamos en que la porcelana, por definición, es una pasta cerámica de loza blanca en cuya composición intervienen el caolín (arcilla primaria blanca), el cuarzo y el feldespato, que es cocida en el horno entre los 1.250 y 1.300ºC y que vitrifica formando un material blanco resonante y traslúcido de mayor densidad y dureza que la pasta cerámica de alfarería o de gres. Datar su origen obliga a cierta imprecisión. Algunos estudiosos en la materia señalan los siglos VII y VIII como el momento de su aparición, aunque hay ciertos hallazgos que lo alejan tres siglos por delante. Lo que sí es claro es su primer escenario: China. Allí fue elaborada por vez primera en un intento por imitar el jade y se convirtió en objeto de culto de emperadores, lo que contribuyó a un espectacular florecimiento que traspasó sus barreras asiáticas. Así, desde la época Tang, las dinastías Sung y Ming, la ciudad de King Tê-chen, Corea y Japón, debemos trasladarnos a la vieja Europa, donde fue conocida gracias a la figura de aventureros eternos, como Marco Polo, aunque no fue introducida definitivamente, casi al unísono, por portugueses y holandeses hasta el siglo XVI. Ante el elevado coste que suponía transportar adornos y vajillas desde el lejano Oriente, y también para satisfacer los gustos afrancesados de los nobles de la época, surge en la Europa del siglo XVIII una incipiente industria cerámica que intenta imitar a la originaria porcelana china. Los mejores resultados los consiguió Johann Bötgger, un alfarero de Meiseen que trabajaba para el príncipe de Sajonia, cuya labor fue germen para el desarrollo de una técnica rápidamente difundida por Austria, Francia e Inglaterra. Las plantas de Sajonia en Meissen (Alemania), donde surgieron las lujosas vajillas de motivos florales para reyes y papas, de Sèvres y Limoges (Francia), las inglesas de Chelsea, Bristol, Liverpool y Caughley (Inglaterra), donde, por su parte, se desarrolló una industria a gran escala, de Doccia y Capodimonte (Italia), la universalmente afamada Fábrica del Buen Retiro (España), fundada en el reinado de Carlos III, las de Copenhague (Dinamarca) o las de Holanda, Austria y Suecia, en especial, Estocolmo y Marieberg, han potenciado una industria capaz de saltar el “charco”, trasladarse al nuevo continente y cuya sucesión en Estados Unidos, la United States Pottery, centró su sede en las localidades de Benington y Vermont.

Someterse a la seducción de las vajillas de porcelana constituye una tentación inevitable. En sus distintas variantes, es decir, suaves, delgadas y translúcidas, como la "cáscara de huevo", o las más gruesas, rústicas y asimétricas, como los tradicionales servicios para la ceremonia del té en Japón, podría afirmarse que la vajilla es la génesis que resulta de la mezcla de tierras minerales y aceites vegetales, de una específica técnica de sucesivos horneados y de una decoración pictórica; la fuente de un arte que nació de las sensibles manos de anónimos artesanos orientales. Culminando toda una compleja elaboración en la que intervienen procesos tan diversos como la extracción, depuración, sedimentación, cortado y reposo en la preparación, deshidratación, amasado, sobado, pisado, golpeado o empellado en la elaboración de la pasta, moldeado o torneado en el modelado, secado o cocción en el afinado, alisado, barnizado, bruñido, englobado, esmaltado, espatulado o vidriado en el acabado, calado, esgafriado, escisión, incisión, incrustación, repujado, barbotina o filigrana en el decorado, y esponjado, pulverizado, esmaltado, estampado, lacado, marmorizado, raku o vermiculado en el pintado, su puesta de largo no podía tener mejor escenario de representación que la mesa del gastrónomo, del gourmet, del invitado, del simple comensal, sobre cuyo mantel reposa en tregua el espíritu sereno y serenado de los cuatro jinetes del apocalipsis: tierra, agua, aire y fuego.