Los templos siempre se posicionaron como los ejes sobre los que se dirimieron las batallas a lo largo de la historia. Conquistar un templo significaba la rendición de los poderes que anteriormente gobernaban la ciudad, y la simbología de su sumisión son los puntos sobre los que se sujetan los ejes cronológicos de estados y ciudades. De esta forma, la caída de la Alhambra representa la propia caída de Granada en 1492, o el paseo de los soldados nazis bajo la Torre Eiffel marca la invasión de París por parte del ejército alemán. La Mezquita de Córdoba fue objetivo prioritario del ejército cristiano en la reconquista que realizó a lo largo de toda la península ibérica. Entrar en la Mezquita siempre es diferente. Uno puede imaginar a aquellos soldados cristianos, cansados tras el largo asedio previo a la conquista de Córdoba, adentrándose en un junio caluroso de 1236 por las puertas del majestuoso templo, admirados, con la voz temblorosa por lo que significaba tal hazaña.

Hoy ocurre de igual manera. No importa el número de veces que hayas paseado por su interior. Siempre parece diferente, y a su vez inmutable. La estructura no cambia, se mantiene altiva ante quienes pasean normalmente despacio por ella. Pero las luces hacen juegos diferentes, el Sol siempre la invade de diferente manera y los ojos la perciben según el ánimo del visitante. En la Mezquita puedes sentirte dichoso y desgraciado. Enamorado y vilipendiado. Puede servir para abrir los ojos ante una situación personal injusta o para confirmar que el camino que has elegido es el correcto. La Mezquita de Córdoba no actúa como un simple edificio. Parece tener vida propia y ser capaz de introducirse en aquel que la visita. Quizá por eso sigue generando polémica.

Una reforma de la Ley Hipotecaria en 1998 bajo el auspicio de la presidencia de José María Aznar (Partido Popular) permitió a la Iglesia Católica inscribir 4.500 propiedades, sin apenas publicidad, y sin pagar impuestos para ello. Una de los edificios fue la Mezquita de Córdoba. El registro se produjo en 2006 y por el pírrico precio de 30 euros. Desde entonces, se ha librado una batalla entre la sociedad civil y la eclesiástica que tiene dos vertientes. La primera es la de la misma inmatriculación y la segunda se refiere al nombre que sería utilizado para promocionar el monumento turísticamente. De hecho, en 2010, la Iglesia suprimiría el nombre de Mezquita para referirse al templo. El Obispo de Córdoba, Demetrio Fernández, aseguró por entonces que la denominación de Mezquita “confundía al visitante”. Ahora, seis años después, la Diócesis de Córdoba admite su error y recupera el nombre de la Mezquita para la promoción cultural del templo. Sin embargo, existe todavía un conflicto, quizá más profundo, acerca de la propiedad del templo. Fernando III, Rey de Castilla, que reconquistó la ciudad, otorgó la propiedad del lugar a la Iglesia Católica. Algo que fue reforzado en el derecho con la inmatriculación de 2006. Ahora diferentes sectores de la sociedad exigen que la propiedad del templo sea pública, y por tanto se ofrezca a los propios ciudadanos. Algo que no tiene tan solo un motivo simbólico. Recordemos que la Mezquita de Córdoba acogió en 2015 a casi 1.700.000 personas, lo cual le dejó unos ingresos de unos 31 millones de euros, según datos oficiales de la Diócesis de Córdoba.

Lo que no confunde al visitante es el propio monumento. Porque el edificio, insisto, habla por sí mismo. No importa quien lo controle. Cada día miles de personas se adentran en sus puertas pero, en su gran espacio, los visitantes acaban agolpándose en la Quibla de la Mezquita, el vestigio fundamental del dominio árabe de la ciudad. La Quibla es el lugar hacia el que los musulmanes deben orientarse siempre que realicen sus rezos. La Quibla se articula en una habitación semicircular llamado Mihrab, que en el caso de la Mezquita de Córdoba es impactante. Su puerta dorada, motivos arabescos, su solemnidad tan solo percutida por los flashes que tratan, sin éxito, de captar su esencia. La Mezquita tiene además una peculiaridad entre todos los monumentos fascinantes del planeta. Estando toda su inmensidad en una misma planta, sin embargo es fácil perderse, ocultarse. Y por ello, si queremos, podemos olvidar lo que tenemos alrededor. Le podemos dar la espalda. De hecho, la Catedral Católica que se levanta en el centro del monumento, junto al coro, da la espalda al Mihrab. En la imaginación del fantasioso, se puede juguetear con la idea de que los cristianos quisieron plasmar su desprecio a la religión musulmana tratando de obviar su punto central, la Quibla. La construcción de la Mezquita ofrece a su conquistador la rendición sin que sea necesaria su demolición.

La posesión del arte es un asunto sobre el que el ser humano ha reflexionado a lo largo de la historia. El arte, como expresión de una belleza, como interpretación de la realidad, debe ser ajeno a las conquistas, a la sangre, a las cuestiones mundanas. Pero de su majestuosidad provienen sus problemas. Su simbología como epicentro de una sociedad determinada genera y generará siempre una polémica acerca de su control. La mejor forma de apropiarse de algo es denominarlo, nombrarlo. La religión musulmana, siguiendo un mecanismo que siempre me ha sorprendido, cambia el nombre de la persona a la que acoge proveniente de otra religión. Lo renombra para olvidar lo que fue. Pero eso no es posible. De la misma forma ocurre con un templo de las dimensiones de la Mezquita. Capaz de levantarse sobre la nada, su catalogación no le afectará tal y como se ha demostrado más de 800 años después de la Reconquista. Pero la sociedad civil debe estar alerta para evitar que cualquiera de los poderes fácticos pueda apropiarse de un lugar. Porque el primer paso para cambiar la realidad es ponerle otro título a la misma.

Por ello de la denominación vendrá el dominio. La sociedad ha evolucionado lo suficiente en los últimos siglos como para tener claro el contexto bajo el que se levantaron templos, palacios y murallas. Y de igual manera para relativizar, sin caer en el cinismo, las guerras. De otra forma, no seremos capaces de evitar que las mismas batallas surjan de nuevo. Denominar para acabar dominando conlleva una opresión que encaminará sin error a un nuevo levantamiento sangriento. Estas palabras pensadas entre las cuatro paredes de la Mezquita retumban con fuerza, como si las propias columnas trataran de darle más valor. De nuevo, en su interior, se siente una confirmación casi mística. El Sol alumbró a los soldados en su interior, se produjeron asesinatos, quizá hasta algún nacimiento, entierros, uniones consagradas, rendiciones. Y siempre quedaron levantados sus muros que dejaron ensimismados a todos aquellos que alguna vez tuvieron la ligera idea de destruirlos. Que siga así.