La actitud viene condicionada por el importante papel de las emociones cuando se toman decisiones. Las emociones, generalmente conservadoras o de un moderno mal entendido, son condescendientes con productos que merecen una crítica implacable por su mal funcionamiento. Si absurda es a veces la actitud que dicta las soluciones para definir los espacios, más lo es la que determina la formalización de los objetos que lo pueblan.

Muebles desaprovechados por un exceso del grueso de sus componentes constructivos, que exhiben sus formas caprichosas como una virtud, o que han estado fabricados solo para impresionar, en una escalada imparable de originalidad de nulo valor. Se busca ser diferente al precedente sin entrar en el fondo de la cuestión. La conceptualización previa, el análisis funcional y la mejora de prestaciones, ¿por qué entrar a fondo en estas cuestiones? Una pincelada de novedad trivial puede más que el esfuerzo hecho desde la madurez.

Últimamente, la escalada de despropósitos en el diseño de algunos objetos - como los grifos -llega a grados indescriptibles de irracionalidad. El depurado grifo de Arne Jacobsen – Vola - ha sido mal copiado de mil maneras distintas. Muchos diseños casi ofenden la inteligencia con una propuesta difícil de descifrar. El uso inmediato basado en la intuición, que se deduce de la simple observación de la forma, en algunos casos es inexistente. Menos novedades y más innovación, aquí está la diferencia.

¿Y las sillas, cuantas más habrá que diseñar, iguales que las que existen, para que el comercio deje de seducir a los amantes de la última novedad?. Es imposible que la función de sentarse, que se basa en criterios ergonómicos aplicados sobre el ser humano dotado de una configuración corporal idéntica, necesite tantas sillas para satisfacer el acto de estar sentado. Solo se explica desde una actitud que cree en la importancia de crear deseo y necesita cambiar ligeramente el aspecto de las cosas para llamar la atención.

Pero, donde se despliega un grado de absurdidad más grande es en los restaurantes con pretensiones mal interpretadas que consideran que su cocina, más o menos innovadora, no se puede servir en unos cubiertos y una vajilla normales. Resulta muy agradable que la experiencia gastronómica que ofrece un buen restaurante vaya acompañada de un entorno acogedor que transmita una experiencia, en este caso arquitectónica y en diseño, de la misma categoría que los platos que elabora. Y, para cerrar bien el círculo, las mesas, las sillas, los manteles y el paramento también conviene que guarden relación con el conjunto y contagien sensaciones de bienestar que predispongan a iniciar la comida con ilusión. Pues bien, todas estas expectativas no deberían defraudarse con la aparición de unos cubiertos que tienen mala estabilidad o platos imposibles donde los cubiertos resbalan. Platos extraños a medio camino entre el bol y el plato sopero, que no dejan manipular determinados alimentos, platos con el margen inclinado donde los cubiertos no paran quietos.

Es triste que, en nombre de una supuesta originalidad, se nos complique la vida – pobre diseño, el que complica la vida y no está hecho para facilitarla - y nos veamos obligados a prestar atención a la caída de los cubiertos, a las manchas sobre los manteles, a las salpicaduras y a una serie de inconvenientes que hacen desagradable el momento, mientras comemos un plato bien cocinado. Pero, ha primado la estética –mal entendida, eso sí -, lo importante era acompañar la comida con útiles que potenciaran la composición escultural y cromática de los alimentos. Nunca nos conformaremos, nunca la estética irá por encima de la función. Ante actitudes como estas, recordando a Souto de Moura, “es mejor no ser original, pero bueno, que pretender ser original y malo”.