¿Cuántas obras hay en el mundo unidas al nombre de su creador, como la torre Eiffel? Son contadas, aunque al autor se le conozca bien. A la Sagrada Familia de Barcelona no se le menciona siempre como la Sagrada Familia de Gaudí, en cambio, la torre siempre es la Torre Eiffel.

Reconocimientos aparte, la contribución de este gran constructor -entendiendo por ello su empresa, su equipo, sus diseñadores y arquitectos, sus calculistas- es gigantesca, en particular si hablamos de estructuras de hierro; «carpintería metálica», se decía.

Además de ser símbolo de donde está erigida, la obra es símbolo de toda una era arquitectónica, una segunda edad de hierro, cuya impronta admiramos en otros países creada por diversas empresas.

Existen, así, obras en el mundo que, a partir del estilo y de la técnica, se han adjudicado a la firma Eiffel sin pertenecerle. Tal es el caso del Museo Universitario del Chopo, en la capital mexicana, o del Templo de Santa Rosalía, en Baja California Sur, también en México.

Otro tanto ocurre con el Puente del Arte en Ecatepec, muy cercano a la capital del país.

La construcción encierra una historia de contradicciones. Para empezar, lo de puente no se observa, pues ha sido cubierto para poder alojar al centro cultural que ahí existe; para continuar, fue prácticamente abandonado en su mantenimiento por el gobierno local y apenas recientemente atendido; y para terminar, un artista plástico llamado no en balde Manuel Bueno, su director por años, prácticamente sostuvo del bolsillo el espacio como área de cultura, dotándolo hasta de tornillos, cuando la herrumbre amenazó la estructura.

Otro magnífico ejemplo de la fiebre del hierro se desplanta en una antigua ciudad veracruzana, Orizaba; retando, por cierto, a la pertinaz lluvia, típica de aquellos lares.

Precisamente conocido como Palacio de Hierro de Orizaba, fue asiento de los poderes municipales hasta hace no tanto, en que se mudaron a otro edificio, igualmente señorial… para no desmerecer.

La nota más relevante del edificio como edificio, proviene de su origen. Es contemporáneo perfecto de la Torre Eiffel, durante la famosísima Exposición Industrial de Francia de 1889 –donde la Torre nació como proclama al mundo de los 100 gloriosos años de su revolución-; el edificio hoy orizabeño fungió entonces como pabellón de Bélgica.

El presidente Porfirio Díaz, -amante de lo europeo y de Orizaba-, quiso dotarla de ese ejemplar de la época comprándolo para embellecerla. La carga, separada en piezas distribuidas en tres barcos, llegó por mar a Veracruz y se estrenó en las fiestas patrias de 1894 (diré -no sin sonrojarme- un dato en primera persona: en ese mismo año, del siglo antepasado pues, nació en esa misma tierra el padre de quien –evocándolo- esto escribe).

Mas he aquí que el taller encargado del palacio no fue el francés, sino de la propia Bélgica: Verhaeren & De Jager Ingénieurs Constructeurs; según afirma, contra tantos que sostienen lo contrario –Wikipedia incluida-, el doctor en arquitectura, investigador en el posgrado respectivo de la UNAM, Iván San Martín Córdova, quien refiere que el dato se encuentra en el archivo municipal de Orizaba.

En efecto, las obras mencionadas no están registradas en archivos ni aparece el sello troquelado de empresa aquí y allá en elementos de las construcciones como para atribuirlas a la compañía francesa. Aun cuando existan placas que digan lo contrario, no hay obra de Eiffel en México, lo cual no empaña la grandeza y maravilla con que están cimentadas las que –como sea- dan fe de una época de oro; perdón: de hierro.

Este artículo está dedicado al diario «El Mundo de Orizaba», ante cuya dirección llegué, a mis 14 años, a solicitar se me permitiera colaborar como articulista.