No es la primera vez que Gabriel Orozco decide tomar algo que la naturaleza se encargó de preparar a lo largo de muchísimos años e intervenirlo. Recordemos que Orozco es un dedicado recolector que anticipa que todo puede ser reutilizado (o resignificado o, incluso, simplemente puesto a funcionar de otro modo). En esta ocasión decide trabajar con piedras de río.

El artista –siempre alerta– se topa con las piedras (apiladas y a la venta en una carretera del Pacífico mexicano). Piedras de río, comunes y corrientes; aunque, cabe decirlo, de un tamaño interesante: no los típicos guijarros que caben en la mano, se trata de rocas parecidas –también por su forma ovalada– a un balón de fútbol americano. Para cualquiera de nosotros, esas piedras amontonadas a la orilla del camino no serían más que piedras (y lo más lejos que podríamos llegar sería, quizá, a pensarlas como parte de un jardín); para Orozco, sin embargo, son otra cosa: una posibilidad de trabajo. Es muy poco probable que la idea de cómo habrán de ser más tarde intervenidas emerja con nitidez en ese primer momento, pero hay algo en los objetos (sus colores, sus dibujos, su tamaño) que renueva el impulso creativo; es decir, que pone al artista una vez más al comienzo de algo. Para Orozco, así es como se echa a andar el proceso: a partir de una hipótesis que define un rumbo de trabajo provisional. Y por eso la obra es siempre el cómo podría ser, no el cómo debe ser.

La piedra, en todo caso, es una variación de un tema al que este artista vuelve constantemente en su trabajo: el círculo –y todos sus derivados: la esfera, el globo, la pelota, el disco, la rueda, el planeta, la órbita. Es ahí, en el centro del círculo, donde a Orozco le gusta ubicar el comienzo de las cosas; un comienzo que apunta en todas direcciones –a diferencia de la inamovible unidireccionalidad de la línea recta. Y por eso es que en su obra hay naranjas, llantas, balones de futbol, bolas de billar, bolas de arena, melones y toda clase de objetos cercanos a la esfera: papas, sandías, mixiotes, semillas, manos que son el corazón. Porque son cuerpos que hablan de lo que habla el círculo: de movilidad, de ciclos, de juego, de plenitud, de rotación, etc.

Estas piedras están hechas para ser tocadas: por eso los dibujos no se superponen, entran en la piedra. Aunque, bien visto, una hendidura no sea en realidad otra cosa que un espacio que ocupa un lugar en la materia. Pero lo ocupa de manera inversa a como lo hace el grafito: aquí el vacío no es la forma orgánica que queda libre de dibujo, es el hueco mismo que produce el dibujo. No se trata, pues, de un vacío a secas sino un vacío en el que solía haber algo: más piedra. Pero eso que disminuye la materialidad original es precisamente lo que aumenta el sentido de la obra (que deja de ser piedra para volverse una escultura). Un intercambio de sustancias, se podría decir. Entre menos piedra más escultura, aquí la piedra colabora, se hace dibujo ella misma.

Queda, sin embargo, intacto el diálogo entre dos formas de esculpir: la de la naturaleza, que hace que la piedra pase de una roca áspera y dentada a un pulido canto rodado, y la del artista, que, ya lo decíamos, es el que corta (literalmente, con una afilada punta de diamante).

La exposición Gabriel Orozco se presenta en la galería kurimanzutto a partir del martes 16 de abril y hasta el 15 de junio de 2013.

Galería Kurimanzutto
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