La sala de exposición es un espacio consagrado a lo escópico. En ella, objetos dispuestos como metafóricos blancos se prestan, centrando o requiriendo nuestra mirada, a ser-vistos por los espectadores, que acuden a desempeñar conscientemente ese papel, el cual no deja de ser consustancial a ellos, aunque sea ejercido de manera inadvertida la mayoría de las veces. De este modo, las obras expuestas, entre otras cuestiones, pueden reforzar o hacer tomar consideración de esta condición. He aquí los dos polos de lo escópico: el objetivo, lo que ha de ser mirado, y el observador, el que ha de mirar.

Miki Leal, Pere Llobera, José Medina Galeote y Andrei Roiter, comparten, al margen de las particularidades lingüísticas y los diferentes universos, un interés por la mirada y la acción de ver. Por lo general, los elementos que representan se muestran de una manera clara y rotunda, centrando en muchos casos las composiciones o el plano/espacio pictórico. En otros, usan recursos propios del modo-de-ver heredado de algunos medios de masas, como planos subjetivos; sitúan cuerpos interpuestos (aberturas y rendijas) -un recurso eminentemente duchampiano- a través de los cuales se filtra nuestra mirada que ha de conducir a lo que ha de ser visto -los márgenes del espacio pictórico ya son per se un encuadre que puede dirigir y connotar-, de modo que refuerzan nuestro rol de observadores mediante la alusión a la acción de mirar o a recabar nuestra presencia como espectadores. Algunos de ellos, usan soluciones de carácter óptico y con un vocabulario técnico, como señalizaciones de perspectivas, puntos de fuga, composiciones concéntricas, dianas o mirillas de índole militar, pareciendo señalar los objetivos, puntos de mira o lugares a los que mirar. Al igual que incorporan recreaciones de elementos tecnológicos destinados al registro técnico de imágenes, como pueden ser videocámaras o cámaras fotográficas. Y también, la figura del espectador, reflejo de nosotros -los que miramos-, aparece representada, quizá como réplica de nuestra situación ante la propia obra, como sujetos convertidos en objetos.

Lo que subyace en estas enunciaciones de lo escópico son sendas poéticas de la mirada y de la representación pictórica. Pero junto a este interés por lo escópico que comparten, ha de destacarse cómo todos ellos, en mayor o menor medida, también comparten un afán por esconder(se) y escapar. En definitiva, hacer esquiva y huidiza la representación por paradójico que pudiera resultar ante el afán por destacar y brindar al que mira el objetivo o blanco de su mirada. Se aprecia, por tanto, una estrategia pendular. Ante la certeza de desempeñar su papel, su función, merced a los recursos señalados anteriormente, el observador se encuentra ante un espacio de vacío, de indeterminación que le impide aprehender lo que tan supuestamente claro, evidente, rotundo o prístino se muestra ante sus ojos. Incentivar el deseo de ver para abortarlo, para interrumpirlo pudiendo originar cierta tensión ante la imposibilidad de conocer o saber, ya que lo representado, por lo general, se nos ofrece reconocible. El reconocimiento como puerta para el conocimiento parece que en el caso de estos cuatro artistas no es suficiente. Mirar no ha de ser entendido como sinónimo de ver. ¿Acaso no es esta sensación que puede aflorar ante algunas de las pinturas una metáfora del entorno visual, de la iconosfera? Ya no es sólo cuestión de la inflación de estímulos visuales que pueden saturarnos, sino de una cada vez mayor consciencia del rol de espectador ante interfaces-pantallas -ante superficies bidimensionales, como la del lienzo-. Y por más que miramos, por más que intentamos ver en esas pantallas, el vacío o la nada parecen reinar.

En cualquier caso, Leal, Llobera, Medina Galeote y Roiter, no persiguen conscientemente convertir sus obras en metáforas que aludan a síntomas sociales, pautas de comportamiento o usos y costumbres. Este carácter esquivo y huidizo ha de ser puesto en relación con una reflexión acerca del propio medio pictórico. Quizá como una respuesta ante la acuciante rapidez e instantaneidad en el intercambio de imágenes. A pesar de la claridad de lo representado, y puede que su automático reconocimiento, dejan en suspenso la resolución y el sentido de lo que ha de ser visto. Quizá como prurito por el enigma, por no clausurar el sentido, por suspendernos, por obligarnos a un ejercicio más intenso de dilucidación, por causar un posible ‘malestar' o por contrarrestar con cierto carácter inefable la aparente sencillez de lo representado. La escapada, o el esconder(se), que le sigue a la asunción por parte del espectador de lo que ha de ver, es especialmente evidente en una obra como Cueva, de Llobera, ante la que nos situamos obligándonos a que nuestra mirada, como en un ejercicio de espeleología, se pierda en el interior de la caverna, en la nada, en la oscuridad. Mirar para no ver. Buscar para no encontrar. Pero la cueva también es un lugar para esconderse y escapar. Como otros recursos mediante los cuales ocultarse o darnos la espalda y que Llobera emplea como resistencia a ser aprehendido.

Roiter, continuamente, nos invita a que lo descubramos, a que logremos conocer su identidad y sus espacios de trabajo. Se nos ofrece, a través de ensamblajes de maderas y paredes desvencijadas, en autorretratos, imágenes de él en pleno proceso creativo o su propio taller, que adquiere forma híbrida de cabaña-cámara-maleta. Las rendijas y huecos por los que debemos mirar apenas sacian la curiosidad que ha despertado, y la identidad de Roiter, paradójicamente, se nos escapa. Aunque Roiter puede autorrepresentarse en esos artefactos híbridos: el que ve, el que recoge lo que ve y el que algo deja ver.

Leal tiene en la ocultación de lo ya-pintado (por estratos) un procedimiento usual, que se une a los planos subjetivos y a otras señalizaciones que nos hacen sentir espectadores, como la réplica del que mira en el lienzo. En paralelo a una señalización de lo que se debe mirar nos oculta otras imágenes e información, haciendo nacer la duda e invitando a la construcción de un relato.
Medina Galeote, con una pintura psicasténica y caníbal, nos invita a mirar una representación que, mediante la suma de innumerables trazos, se construye y destruye en un movimiento de retroalimentación. Acertar a descubrir lo oculto, más que una exigencia, es una necesitad para el observador.

Y mientras tanto, el que mira queda suspendido por la oscilación de una pintura que juega a darse y no darse, a mostrarse y ocultarse, a escapar. A dejarse mirar y, quizá, no ser vista.

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