La producción artística del istmo centroamericano, con raras excepciones, ha estado subordinada a los acontecimientos políticos y sociales que han caracterizado a la mayoría de sus países integrantes como inestables, inseguros y subdesarrollados. Tampoco existía unidad cultural y política que permitiera a la región posicionarse internacionalmente como una zona culturalmente rica, excepto por el legado precolombino y la imaginería religiosa, colonial y poscolonial.

Hasta avanzado el último cuarto del siglo XX, críticos e historiadores de arte por igual ignoraban las artes visuales originadas en el istmo centroamericano, saltando de Colombia y Venezuela a México con deliberada negligencia.

Panamá era tácitamente excluida del mapa de naciones centroamericanas por su distintivo origen como república y su canal interoceánico, mientras Costa Rica practicaba el aislacionismo como la única democracia con continuidad histórica, sus contrastantes indicadores de desarrollo y su renuncia a la institución militar.

Panamá se sumó tardíamente, con respecto al resto del istmo centroamericano, a la formación de artistas y al desarrollo de una propuesta artística que trascendiera su geografía y cultura. Se debe al pintor y escultor Roberto Lewis (1874-1949) el establecimiento en 1913 de la primera casa de estudios en artes plásticas, y a Humberto Ivaldi (1909-1947), la introducción en la década del treinta del siglo pasado del posimpresionismo en Panamá.

Pero no es hasta la emergencia en la década del cincuenta de los pintores Alfredo Sinclair y Guillermo Trujillo que se empieza a afianzar la búsqueda de lo propio con base en el entorno y la cultura nativas.

El boom bancario de las décadas siguientes posicionó a Panamá como una meca económica en lo financiero, pero también la convirtieron paralelamente en el principal mercado de bienes de consumo de alta gama, en particular el arte. Artistas de toda la región exhibieron regularmente en la capital panameña por varias décadas hasta los noventa, inclusive.

El rompimiento de paradigmas estéticos, sin embargo, fue la nota dominante entre 1981 y 1991, época marcada por convulsiones que desgarraron la vida política, económica y social y que culminaron con la invasión militar estadounidense.

El nuevo sincretismo

Frente a este drama, los artistas respondieron distanciándose del «localismo» y explorando las tendencias contemporáneas sin abandonar del todo sus particularidades culturales.

La exposición a influencias técnicas y estilísticas de data reciente no se tradujo en una copia literal o trasnochada de las vanguardias como ocurrió en algunos países vecinos, sino que más bien los artistas, tanto veteranos como emergentes, abrazaron el sincretismo en sus propuestas.

Contrariamente al revisionismo histórico impulsado por ciertas escuelas de pensamiento latinoamericano, el sincretismo, desde que el filósofo e historiador romano Plutarco lo introdujo en el siglo I después de Cristo, en su obra Amor fraternal, no tiene lugar solo por un trauma o como herramienta ideológica colonialista.

El termino más bien tiende histórica y conceptualmente a facilitar la coexistencia y la unidad entre diferentes culturas y visiones del mundo (lo que hoy se conoce como competencia intercultural), un factor que sigue siendo recomendado a los gobernantes de comunidades multiétnicas.

A modo de ejemplo, en el contexto artístico panameño, el abstraccionismo geométrico foráneo era asimilado sincréticamente en un abstraccionismo cromático de gran vigor expresivo, o en diversas formas de figuración alegóricas de lo mítico precolombino.

Guillermo Trujillo (1927-2018) y Alfredo Sinclair (1915-2014), sin perder su colorismo característico, construyen un lenguaje plástico mítico y místico respectivamente, mientras Teresa Icaza (1940-2010) y Antonio Alvarado (n. 1950) se expresan en un lenguaje abstracto dominando por las zonas de color y las texturas.

Es en este contexto experimental que se introduce el neoexpresionismo con perspectiva local. De la mano de Isabel de Obaldía (n.1957) representa paisajes exuberantes de intenso colorido y búsqueda de transparencia, mientras artistas como Brooke Alfaro (n. 1949) optan por la representación de dramas de apariencia renacentista, pero evocando el mundo onírico del surrealismo latinoamericano

Raúl Vásquez (1954-2008), por su parte, traduce la influencia de la plástica mexicana con base en colores agresivos para reinventar mitos que exhibe en bestiarios en tropeles que recuerdan los mundos fantásticos de Rufino Tamayo (1899-1991) y Francisco Toledo (n.1940).

Los juegos eróticos, el animismo espiritual, en propuestas de gran formato, serán los aportes temáticos de Estanislao Arias (1952-2003) y Carlos Palomino (1941-2013), mientras la última generación de vanguardia integrada por artistas como Emilio Torres (n. 1944) y Luis Aguilar Ponce (1943-2015) retoma el informalismo mediante la gráfica de influencia italiana en intrincadas composiciones abstractas de colorido tropical.

Indistintamente del proponente, la solución artística resultante en Panamá es mayormente sincrética. Pero, es necesario hacer aquí una precisión necesaria, a diferencia del eclecticismo con que a menudo se confunde semánticamente el sincretismo, la expresión de los artistas citados hasta ahora es innovadora porque resuelve creativamente el dilema de la «internacionalización» del arte que críticos como Damián Bayón consideraban irreversible por su escala global y que le hacían concluir que «no hay más arte regional, todo desemboca en todo; todo lleva a todo, incluso hasta lo inútil y lo gratuito».

También abre una ruta alternativa a la tesis del historiador y filosofo Jorge Alberto Manrique, quien, al definir la transición entre la modernidad y la identidad del arte en Latinoamérica, señaló que *«el segundo gran viraje del siglo en el arte latinoamericano (...) consiste en el casi abandono de la búsqueda de lo propio».

Revalorización artística del espacio público

Por todo lo expuesto anteriormente, es oportuno examinar críticamente las obras de artistas principalmente panameños, incluidos en el Paseo de las Esculturas, ubicado en el Mirador Pacífico de la Cinta Costera panameña (Fase III), que desarrolló la firma brasileña Odebrecht Infraestructura a un costo de 782 millones de dólares.

Desde su inauguración en abril del 2014, los responsables del diseño urbano habían dejado claro que la obra no solo resolvería un problema de vialidad para la sobresaturada red capitalina, sino que debía contribuir a valorizar la cultura, el deporte y la recreación.

El proyecto incorpora espacios urbanos que impactan directamente a los residentes del área (San Felipe, Santa Ana y El Chorrillo), como canchas de baloncesto, voleibol, parques infantiles, gimnasios, un área de fritódromo, canchas de fulbito, multijuegos, 500 estacionamientos públicos y dos puentes peatonales.

En este espacio público se desarrolla el Paseo de las Esculturas con cinco propuestas iniciales, a las cuales se adicionó una sexta en el 2015 por la vía de la donación.

Iniciando la etapa III, se ubica la escultura en bronce de Carlos Arboleda (n. 1929) titulada Toro. Esta pieza se distancia claramente de su obra precedente, que transitó entre el estudio de la cultura precolombina y el academicismo italiano, realizada por el panameño principalmente en piedra y mármol.

A diferencia de sus grabados y pinturas, este monumental Toro de dos metros de altura y cuatro metros de largo, marca un hito en su carrera por su sincretismo al transicionar del academicismo que dominó la mayor parte de su carrera y sublimar su pasión por el simbolismo de la estética místico-religiosa precolombina.

El más ambicioso conjunto escultórico es exhibido en el siguiente espacio público de la cinta costera. Se trata de la trilogía monumental del veterano Guillermo Trujillo, titulados respectivamente Paloma de la Paz, La Juana y Martín pescador.

Las tres esculturas de cuatro metros de altura cada una son en realidad componentes de un mismo conjunto pese a su diversidad temática. Trujillo fue fundamentalmente pintor hasta su muerte acaecida en el 2018. Por lo que este conjunto en el espacio público comunica más su estilo y conceptos pictóricos que su vocación en el medio tridimensional.

Como en sus pinturas, lo existencial y lo cultural impregnan con dramatismo las tres piezas del conjunto escultórico. Sin profundos cambios desde que regresó de España a Panamá en 1959, la obra de Trujillo se caracteriza por su simplificación de elementos imbuidos en una atmósfera que combina la búsqueda de lo «real maravilloso» por sus evocaciones chamánicas, atávicas y voluntariosas, combinando temáticamente lo étnico con una naturaleza que el mismo crea, ya que no existe en la realidad.

Una preocupación permanente en su pintura y que ha sido trasladada consistentemente al conjunto son las relaciones entre el ser humano y la naturaleza y entre el ser humano en la naturaleza y sus relaciones con el mundo. La tensión entre cada una de las piezas del conjunto deriva del drama entre lo íntimo-existencial y lo objetivo que norma nuestra realidad.

Los elementos en cada escultura son al mismo tiempo exóticos y mágicos, reales e irreales. No obstante, sus representaciones tridimensionales guardan en común con su obra pictórica figurativa su evocación de lo absurdo, y lo irónico expresados con cierto humor.

Figuración y transparencia

El tercer componente del Paseo de las Esculturas corresponde a la obra Pantera, una obra fundida en bronce de dos metros de altura, de la artista Isabel de Obaldía.

Los ambientes surreales, colores apasionados y personajes misteriosos caracterizaban los dibujos y pinturas de la artista panameña en los ochentas y noventas. Pero su estudio del color la llevó gradualmente a explotar la transparencia del óleo.

Esto vino acompañado de una transición temática, técnica y conceptual que le permitió abandonar sus representaciones pletóricas de violencia, rabia y frustración influidas por el entorno político y moverse a obras tridimensionales donde busca encontrar la luz y transparencia en medios como el vidrio tallado y pintado, y en el modelado que luego se funde en bronce.

Sus preocupaciones actuales en la figuración tanto cuando pinta como cuando talla en vidrio o modela para el bronce se centran en las relaciones, el amor y la luz con claros matices metafísicos a través de representaciones de torsos humanos, animales con componentes propios de la naturaleza tropical, tanto en color como forma.

Su Pantera es también un claro ejemplo del sincretismo artístico, al acomodar sus experiencias formativas en Estados Unidos, particularmente en el diseño y la talla en vidrio, y la vivencia cultural en su tierra nativa.

No estamos ante una mera representación monumental de un felino propio de nuestro entorno. Es común que se llame «pantera» al jaguar en Sudamérica y «puma» en Centroamérica, mientras en África se llama «pantera» al leopardo”. Estos felinos pertenecen al mismo género taxonómico Panthera.

Esto es relevante en términos de sincretismo, porque en realidad Obaldía está representando el ubicuo y simbólico jaguar precolombino, y la pátina del bronce verde cobrizo la conecta telúricamente con el jade que se intercambiada entre Colombia y México en el periodo prehispánico.

Debilidad ideativa

Por la Avenida Balboa podemos apreciar seguidamente la Rana Dorada, una escultura que a modo de tributo a la diversidad creo el escultor colombiano radicado en Panamá, Armando Granja.

La obra de seis metros de altura resume el quehacer de Granja quien ha explorado mediante el Taller de Arte Quimera que fundó con su esposa, la artista Gladys Sevillano, las técnicas tridimensionales de la cerámica, la fundación en bronce y el vidrio.

La rana dorada de Panamá (Atelopus zeteki) es una especie pequeña de anfibio de la familia Bufonidae (los sapos típicos), la cual es endémica de Panamá, específicamente del Valle de Antón y del Parque Nacional Campana, en las provincias de Coclé y Panamá Oeste, que se considera extinta en estado silvestre. ​ Aunque no oficialmente, se la considera símbolo nacional.

No se trata de una escultura en el sentido de expresión artística pura, ya que lo que Granja ha desarrollado es una alegoría con base en su vasto conocimiento técnico que se comunica con un carácter didáctico a modo de tributo. No obstante, la obra no se puede ubicar dentro de un proceso conceptual y de investigación plástica, consistentes.

A diferencia de otros artistas incluidos en la muestra la obra de este colombiano se aparta del sincretismo que ha caracterizado las artes visuales panameñas en las últimas décadas. Su propuesta apunta más a lo decorativo y al encargo. Una lectura de su obra más conocida evidencia su oficio, pero también su debilidad ideativa y limitado concepto.

Como hemos señalado en otras oportunidades, la habilidad para desarrollar una obra en un medio o técnica artística no convierte en arte el resultado.

El abuso de la percepción

Las dos participaciones internacionales en el Paseo de las Esculturas corresponden a los venezolanos Carlos Cruz-Díez (Venezuela, n. 1923), y Sydia Reyes (Venezuela, n. 1957).

Cruz-Díez ha mantenido una relación de muchos años con Panamá, especialmente por sus emprendimientos arquitectónicos que se aprecian en varios edificios y vías de la capital y que aplican el concepto y técnica cinética con base en sus investigaciones sobre el color que ha dominado su expresión por más de seis décadas y que ha dado a conocer internacionalmente desde que estableció su residencia permanente en París en 1960.

Su escultura de acero de 11 metros de altura, 1,90 metros de ancho y 25 milímetros de espesor titulada Cromovela sintetiza su ampliamente difundida propuesta estética basada en la concepción del color como una realidad autónoma que se desarrolla en el tiempo y en el espacio real sin ayuda de la forma o necesidad de soporte.

La obra monumental que juega con la percepción óptica de los espectadores, según se acerquen o alejen de su Cromovela, no agrega nada a lo ya descubierto décadas atrás por el ahora naturalizado ciudadano francés.

Como hemos apuntado desde que entramos en contacto con su obra y la de otros autores cinéticos en los setentas, se parte de una posición extrema: en la no figuración proponen la creación de «objetos» y «máquinas» como instrumentos dedicados a la expresión del movimiento real perceptivo (como cinetismo lo expresaba, de acuerdo con su raíz griega).

Cruz-Díez, cuya investigación lo llevó, décadas atrás, a inventar las fisiocromías — término bastante explícito puesto que se trata del color cambiante, gracias a un efecto meramente físico — ha llegado a un «callejón sin salida» que lo obliga a reiterar conceptos sin preocuparse por profundizar en ellos.

La prueba de principios ópticos sobre planos bidimensionales y tridimensionales no es motivación suficiente para ver su monumental obra de amarillos y azules curvilíneos, en exhibición, que se niega a ser mirada, en el sentido de profundizada: porque oculta, bajo sus trucos de luz y color, un testimonio de la inteligencia agotado en la repetición del descubrimiento técnico, no obstante, vacío.

Eco-espectáculo

El último componente de la colección de esculturas pública, lo constituye la obra Boceto para un bosque. Se trata de una obra donada por la escultora Sydia Reyes, en el 2015, que se nutre de los recuerdos de infancia sobre sus primeras manifestaciones gráficas acerca de la naturaleza y sus significados.

La artista venezolana usa en su obra un soporte seleccionado de acero inoxidable que permite dibujar la imagen ausente del árbol, aludiendo a las devastaciones de los bosques y selvas por la tala indiscriminada.

Aunque la artista ha declarado reiteradamente que sus esculturas revelan su compromiso con el medio ambiente y un S.O.S. a los espectadores para tomar acción, no hay nada en su propuesta tridimensional que sostenga su argumento. La literatura que ha creado para explicar/justificar su obra provee una explicación extrínseca que sus esculturas no puede comunicar intrínsecamente.

La obra en exhibición, así como su obra reciente expresa un «temor latente» a la «corrupción» que el medio ambiente y miembros de la sociedad pueden infligir a sus esculturas y propuestas. Desde un punto de vista ideal, nadie que ame la naturaleza y proteja el ambiente vislumbra un futuro de árboles hueco en soportes de acero inoxidable.

Estéticamente, es una escultura posmoderna, limpia, impoluta, brillante en su monocromía, de buen oficio, pero al final decorativa en su balance final. Su impacto en el espacio de interacción con el espectador que visita la cinta costera para hacer deporte, descansar o comer es similar a la experimentada ante la constelación de rascacielos en acero y cristal que saturan el entorno urbano inmediato.

Es una obra sin alma, que no comunica emoción alguna. Están vaciadas de humanidad, como si «vinieran cortadas» por la misma máquina.

Merced a las contribuciones sincréticas de Trujillo, Obaldía y en menor grado de Arboleda, el paseo de las esculturas es una experiencia estética meritoria. Las restantes obras corresponden más a una visión efectista de «espectáculo» donde se juega con valores mercadotécnicos como la notoriedad de los artistas e impacto decorativo en el espacio público urbano que se ha desarrollado a un altísimo costo para estimular el entretenimiento de los espectadores.

Esto no demerita el esfuerzo del gobierno panameño y la firma Odebrecht Infraestructura por valorizar la cultura al vincular estrechamente el deporte, la recreación con el arte en un espacio público. Solo evidencia el débil criterio de selección de la curaduría.