(Artículo en coautoría con Adriana Herrera.)1

Raúl Cañibano nos sumerge en las aguas de lo humano de tal modo que nos hace vivir aquel poema de Nicolás Guillén que clama: «Mire usted la calle. ¿Cómo puede usted ser indiferente a ese gran río de huesos, a ese gran río de sueños, a ese gran río de sangre, a ese gran río?». En su larga jornada como fotógrafo documental por las calles de esa Habana deteriorada, aunque intacta en su fascinante vitalidad, o a través de la isla y sus campos poblados de asombro, su mirada ha recobrado un modo de representación que es inseparable de la ontología de lo cubano, pero a la vez, capaz de alcanzar la resonancia —y el conocimiento— de ese gran río en el que transitan todas las gentes. Quizás porque el mismo fotógrafo se parece al «hombre simple» de Guillén, que sabe «andar mirando a todo el mundo, hablando a todo el mundo, el mundo universal que no nos pide nada».

Sin embargo, ese conocimiento abierto es, por naturaleza, distante de aquel otro registro que en los años sesenta alimentó la iconográfica épica de la Revolución Cubana: primero, a través del retrato de sus líderes y de las grandes concentraciones populares y, luego, a partir de una visión idealizada de obreros y campesinos que, en los años subsiguientes, se impuso como metonimia del «hombre nuevo» y como estereotipo de lo fotogénico en el registro documental. Pero los años setenta también llevaban consigo, bajo la epidermis, la crisis del paradigma representativo de la fotografía documental de aquellos primeros años. Desde el recurso de la sugerencia y, posteriormente, desde el uso recurrente de una metáfora incisiva, otros fotógrafos documentaron la ausencia o lo paradójico como formas de proyectar una realidad social que se apartaba del archivo heterónomo existente. La representación del ser humano se tornó elusiva y la indagación fotográfica en los desafiantes años ochenta se abrió al tiempo, hacia nuevos sistemas conceptuales.

La mirada de Cañibano redefinió la imagen del hombre común desde una tradición documental compleja, desplazando el registro de lo cotidiano hacia zonas o espacios no contemplados por la visión heroica del sujeto como ser social. Su cámara no persigue líderes ni figuras emblemáticas, sino a la gente anónima que transita las calles o a los habitantes de las tierras guajiras, a quienes retrata con la descarnada mirada de lo real cotidiano, sin otras maravillas que las creadas por la complicidad y la convivencia temporal. Al asumir el errar en la urbe y el viaje al campo como método de trabajo, construye una fenomenología de la cotidianidad en una Cuba sin metáforas, con un ojo capaz de captar lo extraordinario en el instante común y de crear, al mismo tiempo, una experiencia de cercanía con el espectador. Sus series ensanchan el espectro de la tradición documental en la isla, rescatando las infinitas expresiones de la relación individual con los otros, sin distinguir fronteras entre espacios públicos y privados.

La fotografía antropocéntrica de Raúl Cañibano entiende al ser humano (niño y niña, mujer, travesti, adolescentes o ancianos de ambos sexos) desde el vastísimo registro de cuanto le constituye y le hace tan común como único; tan poderoso como vulnerable; tan cómico como trágico o tan solitario como solidario. Este es un registro que, de igual forma, genera una respuesta emocional que puede ir desde la ternura y la compasión hasta el escándalo o la distancia irónica y que, sobrepasando la multiplicidad que es capaz de abarcar, nos lleva a descubrir que ningún extraño es del todo ajeno a lo que somos. Las fotografías de Raúl Cañibano contienen una lección de proximidad que escapa al quemante sol de las ideologías y a la sombra del tiempo: alumbran la condición humana y el vínculo que nos anuda a los otros.

La Habana, «ciudad de las ventanas abiertas»

En torno a la representación fotográfica de La Habana, existe una infinidad de referencias. A Cañibano le interesa su arquitectura en tanto pueda dialogar con el ser humano. La metrópoli surge como espejo de los deseos para el lente voyerista que persigue el libre vagabundear del prójimo con su carga poética: es La Habana en tiempos del ocio, un espacio en el que caben el festejo, el amorío, el descanso y los gestos cotidianos de la convivencia. El fotógrafo puede atraparlos en los imprevisibles escenarios de la calle o en interiores que a veces escudriña, a la luz de las velas. Su cámara errante merodea, a menudo, en el litoral Habanero y en el muro que lo delimita: el omnipresente Malecón, que también es una frontera del no-tiempo, un espacio de deshoras, de encuentros y desencuentros y en cuyos alrededores las escenas se multiplican, a veces teñidas con esa aureola que hizo sentir a André Bretón —entusiasmado con los óleos de Wifredo Lam—, el magma de un territorio surrealista.

Cañibano descubre gestos repetidos, creadores de ritmos, justo ahí donde lo cotidiano alcanza un modo de intensidad sin mito. En esa «ciudad de las columnas», el paso del tiempo propicia narrativas a granel. Soberbia aún en su deterioro, La Habana es generosa hasta el derroche en instantes decisivos que el fotógrafo le hurta a la vida. Al aprovechar el orden de las coincidencias, diseña paralelismos en escenas que son abrebocas de múltiples lecturas potenciales, aunando situaciones que pueden tener una relación de afirmación o de contradicción desde la carga emotiva de la imagen. De este modo, reconstruye la vida —como lo hiciera Joyce en su Dublín natal—, desde una visualidad que capta la caótica convergencia de la experiencia urbana, usando la simultaneidad de situaciones disímiles.

La mirada de Cañibano recorre la ciudad abierta develando sus espacios íntimos, alimentándose con ese sentido histriónico del cubano que, como una vez dijera el crítico Juan Antonio Molina, se entrega gustoso a la pose y al juego teatral.2 A La Habana se la ama, aunque ya no sea aquella que vio Luis Cernuda en 1952, «hermosa, aérea, airosa, un espejismo»,3 sino porque sigue siendo, para cada habanero, la «ciudad con más ventanas abiertas», o el epicentro, como la vivó Fayad Jamís: «Este no es el centro del mundo, pero es el centro de mi mundo, el centro de la ciudad más clara de la tierra».4

Mito y realidad

Series como Ocaso y Fe por San Lázaro reformulan el imaginario de dos segmentos históricamente sensibles a la retórica del documentalismo oficial y a un exotismo ya universal, anclado en la historia y la iconografía fotográfica del subdesarrollo. Ocaso registra la sobrecogedora soledad y el abandono de la vejez en Cuba, sugerida como metonimia de las propias grietas del sistema. Captadas en una institución médica o en las calles de la capital, las imágenes exploran una faceta poco divulgada, aunque bastante visitada por otros documentalistas cubanos en los noventa. Cañibano acepta el desafío de esta retórica y registra un emotivo documento social, de profundo alcance humano. Resuelta con la elegancia de la madurez visual, Ocaso se impone como una experiencia cognoscitiva muy cercana a la catarsis. La serie trasciende el sentido de cada escena particular, esbozando el relato de un mundo alienado por la indolencia social. Es una visión pesimista, sin duda, pero, a la vez, un testimonio que rescata el valor excepcional de esos gestos individuales que reafirman la vida en su inquebrantable dignidad.

Una exploración análoga del drama social ocurre en Fe por San Lázaro, una serie que ahonda en la pervivencia del sentimiento religioso en Cuba en nuestros días. Cada 17 de diciembre, miles de devotos se congregan en la Ermita del Rincón, a escasos kilómetros del poblado de Santiago de Las Vegas, para rencontrarse. en procesión penitente, con una de las figuras más veneradas en la isla: San Lázaro, el mendigo de la parábola de San Lucas, o Babalú Ayé en la Santería, dueño y señor de las enfermedades contagiosas y protector de los enfermos.

Las fotografías de Raúl Cañibano abren un paréntesis de elocuencia narrativa sobre el tema. El conjunto elude la secuencia lógica de causas y efectos, pero logra una singular coherencia gracias al poder sugestivo de un encuadre cerrado e intelectivo, que funciona como elemento unificador del relato. Esto le confiere a Fe por San Lázaro un marcado espíritu cinematográfico. En ciertas imágenes, la ambigüedad de la representación actúa como catalizador de las más variadas interpretaciones. Algunas escenas recurren a paradójicas coincidencias: situaciones demasiado fortuitas para ser obra del azar, o demasiado auténticas para ser productos de la manipulación. Entre todas, sintetizan esta legendaria peregrinación de penitentes, cuyo único deseo es devolverle al Santo —con las monedas de la devoción— el milagro de los favores concedidos.

La fotografía como ejercicio de convivencia

Cien años de soledad, obra cumbre de la literatura latinoamericana, surge del viaje que llevó a García Márquez de regreso a la tierra del origen muchos años después y del consecuente deseo «de dejar constancia poética del mundo de mi infancia».5 De modo paralelo, Raúl Cañibano sintió el llamado de la Tierra guajira donde vivió una parte de su niñez, en el ingenio Argelia Libre del poblado de Manatí, en la provincia de Las Tunas.

Tierra Guajira se inspira en un retorno que es tan geográfico como afectivo, dando origen a la más lírica de sus series y, también, a la que define en su proyecto creativo al viaje como método y a la fotografía como ejercicio de convivencia humana y estética.

Algunos fueron viajes muy difíciles —comenta el autor—, en otros, tuve la oportunidad de entablar amistad con los campesinos y quedarme en sus casas por días, compartiendo también sus carencias […] Son personas muy nobles y comparten lo poco que tienen. Yo les ayudaba llevándole ropas de trabajo y herramientas que conseguía en La Habana. Así viajé de pueblo en pueblo, primero por la ruta Martiana de Playita a Dos Ríos, y luego por todo el país: Gibara, Remedios, la Ciénaga, Consolación del Sur o La Isla de la Juventud.6

Realizada como ensayo a largo plazo, Tierra Guajira contiene la poética de una alianza indisoluble entre la tierra como fuente de vida, el hombre que la trabaja y los animales que la habitan. Es una mirada descarnada —como la vida en el campo—, pero capaz de registrar la sensibilidad del guajiro a través de su ritualidad diaria, ya sea en el trabajo, las celebraciones o en la intimidad de esos hogares de puertas perenemente abiertas. Tanto las imágenes urbanas como las rurales, son tomadas en su mayoría en momentos de ocio —ese espacio ignorado por la tradición documental que le precedió. Pero mientras en las escenas de la ciudad se advierte una atmósfera de aislamiento y fragmentación, en el campo predomina una unidad interior que proyecta el imaginario de un mundo apacible, sin fisuras. Así, el trabajo simultáneo del fotógrafo en ambas series establece un contrapunto revelador, tanto en lo estético como en lo sociológico.

Es muy posible que las fotografías de niños y niñas funcionen como autorretratos, en un intento por rescatar las huellas de una infancia borrosa en la memoria del autor. Al confabularse con sus juegos, Cañibano capta una lúdica poderosa capaz de doblegar la realidad, recreando una instancia particularmente bella de su relación con los animales; un vínculo construido sobre la certidumbre de que no es posible la vida de un reino sin el otro. Si «la literatura es la infancia al fin recuperada»,7 como plantea Georges Bataille, Tierra guajira es entonces el documento de un rescate entrañable: el relato en imágenes de un espacio perdido que regresa en el tiempo, a través del asombro y del prisma de los ojos del niño que fue.

(Introducción al libro Castellanos, W., Herrera, A. Raúl Cañibano: PHotoBolsillo. Biblioteca de autores Latinoamericanos. Madrid: La Fábrica, 2013.)

Notas

1 Adriana Herrera Téllez, PhD, es curadora, crítica y escritora, cofundadora de Aluna Art Foundation en Miami.
2 Molina, J. A. Entrevista personal. Marzo de 2011.
3 Cernuda, L. (s/a). Luz y cielo de La Habana. World Literary Atlas.
4 Hotel Telégrafo. (2019). Fayad Jamís. Agosto, 12.
5 Apuleyo Mendoza, P. (1982). El olor de la guayaba. Conversaciones con Gabriel García Márquez. Barcelona: Bruguera.
6 Entrevista personal con el artista. Enero de 2012.
7 Traducción libre de la frase original de George Bataille: «La littérature, je l'ai, lentement, voulu montrer, c'est l'enfance enfin retrouvée».