Quedamos en el restaurante El Laurel.

—Me gusta el lugar. Es un sitio muy especial por la clase de gente que va. Es la gente que va al cine, al Renoir —me dijo por teléfono.

Tenía razón, hoy las personas que van a una sala de proyección a ver un filme son diferentes. Es un acto de resistencia en una sociedad donde las plataformas llevan hasta tu sofá cientos de películas.

Y allí, en El Laurel de la calle Floridablanca —en pleno L'Eixample de Barcelona—, fue el feliz reencuentro con Ana Portnoy, en una exposición con empanadas y vino compartidos entre algunos de sus retratos más queridos.

La encontré con ese brillo en los ojos que tienen algunas personas especiales. Porque la luz lo era todo para ella. La atrapaba y aparecía en sus fotos el destello que solo ella sabía ver.

Recuerdo que vino una tarde al Ateneu Barcelonès a fotografiarme. Comimos en la Taverneta, un bar mítico que tuvo encanto tiempo atrás, ahora transmutado en un local impersonal y minimalista. Qué pena de Barcelona.

La sesión fotográfica fue larga, pero me sentí a gusto en todo momento. Ana fue contando anécdotas de los lugares del mundo donde había ido a captar el instante y el alma de tantos retratados. Saharauis, los aceituneros de Jaén, Cuba, México, Viena, Roma…

Me dijo que le gustaba fotografiar a los niños porque ellos se muestran tal como son.

—Vosotros os ocultáis tras mil caras que no son vuestras, como si fuerais un personaje de esa novela que todos lleváis dentro —me decía.

Y es que, tras una larga y fructífera etapa de periodista gráfica, se había dedicado a fotografiar a narradores: Juan Marsé, Javier Cercas, Maruja Torres, Cristina Fallarás, Lorenzo Silva, Isabel Allende, Cesar Antonio Molina… Últimamente, se había especializado en autores de novela negra, Carlos Zanón, Andreu Martín, Rosa Ribas, Petros Markaris, entre otros, debido a su amistad con Paco Camarasa, el mítico librero de Negra y Criminal, quien, junto con su compañera Montse Clavé, dinamizó ejemplarmente la vida cultural de Barcelona durante años con un negocio de pocos metros cuadrados.

Tras el desplome en las ventas de libros, tuvieron que echar el cierre a su negocio. Fue el 3 de octubre de 2015 y la calle de la Sal volvió a ser un callejón triste en un rincón de la Barceloneta.

Ana me dijo que yo iba a ser uno de los primeros poetas que iba a estar en una serie de retratos que quería hacer para un nuevo proyecto.

Ya había anochecido cuando marchamos. Íbamos deprisa por las Ramblas. Llevaba la bolsa de las cámaras y los teleobjetivos muy pegada a su pecho.

—No vaya a ser que me den un tirón y me dejen desamparada sin mis herramientas, Felipe.

Nos despedimos, todavía se daban abrazos y besos.

En un instante la vi desaparecer por la entrada del metro de Cataluña que da a Ramblas.

El 30 de mayo me llegó la noticia de su muerte.

He perdido la cuenta de los días que hemos estado confinados. En cambio, recuerdo muy bien a los muertos. Días y muertos son ya demasiados en esta pandemia que es un goteo de dolor que no cesa.

«Para mí la fotografía es la posibilidad de explorar otros mundos, de formar parte del paisaje humano por unos momentos y acotarlo. Soy curiosa de los mecanismos del alma. Hacer un retrato es un momento de encuentro, un momento íntimo de comunicación», le recordó a Montserrat Durán, para que ella nos lo transmitiera en la que sería su última declaración de principios.