Nunca podemos ser espectadores totalmente invisibles, no más que para nosotros mismos. Las imágenes nos cuentan no solo quién creemos que somos, sino también nos muestran cómo somos.

A pesar de que algunos museos en Italia aún están cerrados, hay muestras que esperan al público. Una de ellas es La hora del espectador. Cómo nos usan las imágenes, en el lujoso marco de las Galerías Nacionales de Arte Antigua del Palacio Barberini, en el corazón de Roma.

Según Flaminia Gennari Santori, directora de la Galería, esta muestra «es un estupendo aporte al conocimiento de las obras de la colección, valorando una vez más la política de intercambios con otros museos que contribuye a reforzar el papel clave desempeñado por las galerías a nivel nacional e internacional».

Así es, ya que junto algunas obras de la colección de las Galerías Nacionales, la muestra ofrece cuadros prestados de importantes museos, entre otros la National Gallery de Londres, el Museo del Prado de Madrid, el Rijksmuseum de Ámsterdam, el Castillo Real de Varsovia, el Museo de Capodimonte de Nápoles, la Galería de los Uffizi de Florencia, la Galería Sabauda de Turín.

En un recorrido que se va serpenteando a través de 25 obras maestras, la exposición explora las formas de aquel diálogo tácito que siempre se establece entre la obra de arte y su espectador, como se puede apreciar en la pintura entre los siglos XVI y XVIII.

«Incluso cuando parece destinada para otros objetivos, nunca celebra nada más que el enigma de la visibilidad» es una frase que, a menudo, se usa para describir la obra pictórica, pero hay que tomar en cuenta de que no hay visibilidad sin alguien capaz de mirar, animado por el deseo de hacerlo. Solamente a través de la mirada las pinturas —ya que son meros objetos materiales— se convierten en imágenes, declaran su intención, revelan su mundo.

El teatro de la pintura está planeado desde el principio para sus espectadores, sin los cuales no hay espectáculo, y es la obra de la pintura que transforma a quienes la observan en un público, en una comunidad real, de la cual —como escribió el filósofo Mikel Dufrenne— la obra misma «es el pasaporte».

Si el arte se dirige siempre a un público, este llamado nunca se limita a una simple mirada, sino que requiere de una participación y una colaboración mucho más activas. Y entonces, ¿cuál sería el papel de los artistas? Como se puede ver en las obras expuestas, ellos a menudo han pensado en soluciones e invenciones figurativas para involucrar personalmente al espectador en el espacio y en la historia contada por las obras, convirtiéndolo casi en cómplice que participa, que sigue el juego de las imágenes, a través de alusiones, provocaciones, seducciones, ironía, gracias a las cuales el observador se convierte sin darse cuenta en observado, entra a formar parte del juego de la obra e incluso colabora a la plena realización de sus efectos y, en consecuencia, a su éxito.

La muestra parte con una introducción alusiva al tema, a través de la obra maestra de Giandomenico Tiepolo, Il Mondo Novo, y luego se divide en cinco secciones. En la primera, «El límite», vemos ventanas, marcos, tiendas y telones que nos invitan a pasar el límite que separa nuestro mundo del otro, el del cuadro, como sucede en la hermosa La niña en un marco de Rembrandt, que parece esperarnos al otro lado de la imagen.

Esta invitación tácita se convierte en explícita en la siguiente sección, «El llamado», donde obras como el retrato del poeta Giovan Battista Caselli de Sofonisba Anguissola, Venus, Marte y Amor de Guercino o La Caridad de Bartolomeo Schedoni se dirigen abiertamente a quien mira: pretenden su atención completa y total.

Las dos secciones centrales, «El indiscreto» y «El cómplice», implican al observador en modo más sutil, alusivo, secreto, incluso inquietante. El espectador, por lo tanto, casi está obligado a tomar partido acerca de lo que ve y que, en algunos casos, ni siquiera tendría que ver, como en el guiño picaresco de La Buena Suerte de Simon Vouet, en la seductora Judith y Holofernes de Johann Liss o en la Ebriedad de Noe, de Andrea Sacchi.

Concluye la muestra con una sección dedicada al «Voyeur», donde se revela la dimensión erótica y ambigua de la relación entre imagen y mirada. En las pinturas de Lavinia Fontana, de Van Der Neer o de Subleyras, el voyeur mira no solo el objeto de su presunto deseo, sino que incluso descubre la acción misma de su mirar, de su ser plenamente espectador.

Pero si alguien tiene la ilusión de que puede espiar lejos de ojos indiscretos, esta ilusión está destinada a desaparecer, porque quien mira pronto descubre que su vez es observado, seducido por la mirada de la imagen, que lo precede; no importa si es la mirada ambigua y al mismo tiempo explícita de Venus, como en la obra de Lavinia Fontana, o esta otra, totalmente implícita, pero no por eso menos perturbadora del desnudo de Subleyras: las obras nos recuerdan que mirar siempre implica un dejarse mirar, porque tanto la complacencia como la legalidad en la mirada están en el ojo, o mejor dicho en el «yo», de quien observa.