Hoy vuelvo a Italia. Hoy, el día en que inicia la primavera, el día de la poesía, el día de todos los días. Además de ser un sábado, que entre todos los días es mi día. Esta mañana temprano, perseguido por el insomnio de siempre, al levantarme, encontré una comunicación de la línea aérea. Se excusaban por todos los inconvenientes que los recientes conflictos laborares han causado y me agradecían anticipadamente por mi comprensión y paciencia.

Leí el mensaje dos veces, buscando huellas de algo oculto, consulté las noticas y me enteré de las huelgas de estos últimos días. Me pregunté, nuevamente, si la comunicación tenía como objeto prepararme para el peor de los casos, si era un advertimiento para decirme que no iba a partir hoy día. Consulte rápidamente la tabla de vuelos y no había cancelaciones previstas para hoy y el vuelo que había reservado partía, como estaba planificado, a las 18.05, así que tendré que estar en el aeropuerto a partir de las 16,00.

Quizás, con todos los vuelos cancelados precedentemente, no pueda partir; quizás me manden con otro vuelo, quizás tenga que esperar horas antes de embarcar sin saber a qué destino. Me imagino el escenario, llegando al “check in”, veo a la asistente con su uniforme, que después de haber verificado mis datos, me dice con una falsa sonrisa: "Señor Vergara, le hemos puesto para el vuelo de mañana a las 9.20. Desgraciadamente, con todos los pasajeros que esperan, no pudimos encontrarle un asiento en el último vuelo de hoy".

Sé que en estos casos guardo silencio, que pienso rápidamente en todos los posibles argumentos. No le puedo decir que hoy es el día de la poesía y que lo quiero conmemorar solo en casa, escribiendo. No tendría sentido para ella, no comprendería. Le podría decir que me esperan, que es urgente. Mencionar problemas de vida o de muerte. Apelar a una tragedia que requiere mi presencia o simplemente sonreír, mirarla tranquilamente a los ojos y decirle que de ella me espero un milagro.

Pienso en todas las posibilidades. Me podría enojar, diciendo que es una vergüenza, un deservicio, dejarme en tierra cuando me esperan cosas importantes. Pero en estos casos pienso también en los otros. Quizás alguno haya esperado ya dos días, quizás alguien necesita realmente volar en el último vuelo. Quizás sea mejor que acepte lo que tenga que aceptar, estoicamente, sin fruncir el ceño y seguir leyendo y escribiendo en un banco del aeropuerto o en el cuarto de un anónimo hotel, mientras espero mi vuelo de regreso.