Acabo de volver de un paseo. El día era esplendido y muchas personas decidieron, que caminar un poco, era la mejor cosa que podían hacer en una tarde como esta. Y así me encontré rodeado de personas que paseaban tranquilamente. Las edades de los paseantes fluctuaban, cubriendo todo el espectro posible, desde niños a personas ya ancianas, pasando por todos los grupos intermedios.

Una de las cosas que me llamó la atención fue que las mujeres dominaban el paisaje y la relación entre ellas y los varones era de 8 a 2. Una diferencia visible. Otra cosa que pude observar es que las mujeres, no todas, pero muchas de ellas, iban vestidas en modo relativamente elegante y no para hacer un esfuerzo físico. Pensando en el porqué de esto y comparándolas con los hombres, que iban vestidos inexorablemente para una caminata, llegué a la conclusión de que para las mujeres la imagen personal es parte de su sexualidad y su identidad como persona.

No afirmo que esto no sea el caso con los hombres, pero con las mujeres es más evidente. Por este motivo, me dediqué a seguir con la mirada a las personas que pasaban en la dirección opuesta o a las que me superaban. En realidad, los zapatos eran de taco bajo y esto era el único indicador inequívoco de que salían a pasear. Los hombres caminaban más rápido, haciendo entender la necesidad del esfuerzo físico.

Muchas de las señoras llevaban pantalones de colores vivos, donde estaba presente también el blanco, que para un paseo no es el más adecuado. Las blusas estrechas eran también frecuentes y, a menudo, algunas de las señoras llevaban un collar. Siguiéndolas con la mirada y pensando en cómo estaban vestidas, observé que las prendas no solo tenían que hacer juego entre ellas, sino que además tenían que resaltar las partes del cuerpo, que las portadoras consideraban importantes. En esto se dejaba entrever un poco de coquetería y así es y, siempre, ha sido así.

Pero en un paseo me pareció un poco exagerado. Otra de mis observaciones fue que la cantidad de mujeres con los cabellos claros era varias veces superior a la de los hombres con el mismo color de cabellos, insinuando que un porcentaje considerable de ellas se teñía y esto, siempre, ha sido así. Los hombres lucen sus canas o muchos de ellos no las esconden. Las mujeres, sin embargo, no. Para ellas, inconscientemente, reconocer su edad es un gesto imposible.

Después noté que la edad tampoco incidía negativamente en la coquetería y las señoras de 60 años superados movían sus caderas como si tuviesen 20 o 30 años. Pude percibir también que muchas de ellas estaban ligeramente perfumadas y que pasear por el campo, era para ellas, un mostrarse públicamente en un ambiente que requería una cierta imagen y preparación.

Pensando en esto, concluí que no era así, que estas señoras se arreglaban para todas las ocasiones, porque para ellas la imagen era la identidad y la identidad una forma de vivir la sexualidad y esto me dejó meditando, ya que la cantidad de señoras con una cierta edad dominaba el paisaje y ellas se mostraban como flores en tierna primavera y esto, aparentemente, es una contradicción, porque no son jóvenes. Esta fue la clave que me permitió entender otro aspecto: estas señoras están en guerra contra su propia edad, no la aceptan y la niegan con todas sus fuerzas. Pensando en esta “hipótesis”, concluí que muchos de sus gestos coquetos eran un modo de negar su madurez, sus años y edad “avanzada “ y si un galán les sonreía, para ellas era un triunfo, porque usaban el gesto como prueba de que eran aún atractivas y seductoras y, por ende, jóvenes o más jóvenes de su edad “objetiva”.

Con todas estas cosas en la cabeza, me senté un momento, pensando en el juego inconsciente de estas señoras coquetas de edad ya madura y me dije: esto se manifiesta en todas sus actividades y no solo y exclusivamente en su forma de vestirse y en sus gestos. Estas personas, en una cierta medida, darían cualquier cosa por sentirse atrayentes, por tener un amante joven y la función de ese amante no sería otra que devolverles su juventud perdida, aunque haciéndolo representase un riesgo enorme y también un gasto de dinero y de tiempo. Esto no lo hacen los hombres o al menos no en el mismo modo, me dije. Pero hacen algo similar, dejan a su mujer por una amante más joven, que solamente está interesada en su dinero. Y al hacerlo, al tener una relación así, que en principios es un engaño, se creen aún jóvenes, llenos de vida y posibilidades y, en este sentido, la sexualidad no es ya una forma de vivir el amor y el sexo, sino un escudo o una máscara para engañarse a uno mismo, pretendiendo ser lo que no somos.

Por otro lado, en nuestro tiempo, la sexualidad de las personas adultas y ya maduras, está aún viva y sentado allí, observando a las paseantes, me pregunté si existe un modo “más natural o sostenible” de vivir la sexualidad después de los 55 años, ya que la gente vive más y la salud de muchos “viejos” es “óptima”. Mi respuesta fue que la sexualidad se vive, siguiendo la moda y las costumbres del momento y esta, en estos tiempos, nos dicta la necesidad de creernos jóvenes, llenos de vida y bellos, aunque nuestras apariencias físicas se contrapongan inmediatamente a la ilusión y al sueño de ser eternamente jóvenes y esto es una debilidad, una quimera.

Además, existe toda una industria que nos asegunda en este desesperado intento: la cirugía estética, la industria cosmética, el bienestar y tantos otros cuentos. Todo esto me pareció tan falso, que tuve ganas de gritar: tengo 59 años, soy un viejo y quiero vivir como una persona de mi edad, normalmente y sin engaños. No lo hice, pero pude imaginar el rostro y las reacciones de las señoras mayores, que hubieran exclamado, para sí mismas: está completamente loco. Además no es viejo, es joven. Porque, para ellas, aceptar que yo soy viejo es negar su propio mundo, que ya está negado por los mismos hechos y la dura realidad.