Si la memoria no me falla, hace ya unos años que algún neuropsicólogo, de cuyo nombre no me puedo acordar, dijo que la memoria “es el sistema cognitivo más falso que tenemos”. Es decir, no almacenamos las cosas tal y como pasaron, sino que involuntariamente reconstruimos los hechos rellenando los huecos hasta completar una historia coherente (algunos, voluntariamente). La memoria funciona como una crónica histórica ficcionalizada; contiene hechos reales, y algunos ficticios, pero todo encaja perfectamente en aras de la verosimilitud.

Es decir, nuestros recuerdos se articulan como una novela histórica en la que se ha colado algún elemento que no sucedió, pero que se inserta perfectamente en el relato sin levantar sospechas de intrusión.

Estas ficciones realistas siguen cierta coherencia. Nuestra memoria es asociativa, por lo que tiende a relacionar cosas semejantes y a reescribirlas. Esos espacios en blanco que no conseguimos almacenar (las claras lagunas de un domingo postfestivo) los reescribimos con eventos semejantes que ya hemos vivido. Somos arquitectos de nuestro futuro y de nuestro pasado.

La explicación evolutiva dice que poseemos una memoria adaptativa cuya función es recordar la información relevante. Caprichosa, engañosa e inocente, nuestra memoria se parece a un grupo de amigos reunido un domingo por la tarde tratando de reconstruir lo que sucedió la noche anterior. La versión aceptada siempre será un caramelo relleno de licor amargo más dulce que el licor amargo endulzado con algún refresco provocador de los hechos reales.

En nuestro mundo amante de la verdad como espejo sobre el camino, la veracidad de los testimonios en juicios puede quedar rota en mil pedazos. No en vano, en Estados Unidos un 75% de las pruebas de ADN han cambiado un veredicto basado en la identificación incorrecta por parte de los testigos.

Un ejemplo de las trampas de la memoria está constituido por la inquietante historia de Gary Ramona y su hija Holly. En 1990, en California, Gary Ramona fue acusado por su hija de abusos sexuales. Resultado: cuatro años de tribunales y condena social. Gary era inocente. Por su parte, su hija creía feacientemente en la veracidad de su acusación. Su lucha: cuatro años de lucha y del estigma del abuso. Holly no mentía.

¿Qué solución tenía este rompecabezas? Aunque no siempre llueve a gusto de todos, esta vez así fue. Todos quedaron empapados hasta los tuétanos. Ambos tenían razón. Holly había padecido bulimia y depresión, problemas que la llevaron a buscar ayuda profesional. Dio a parar en el diván de una psicoterapeuta que le dijo que la mayoría de los casos de bulimia estaban relacionados con abusos sexuales. Tratando de resucitar sus recuerdos reprimidos, Holly, sugestionada, recordó esos supuestos hechos infames, que habían permanecido hundidos en la profundidad de su mente durante más de diez años. Gary consiguió demostrar su inocencia y Holly redescubrió que nunca había sufrido abusos. La psicoterapeuta fue condenada.

Otro ejemplo no menos inquietante lo constituye la memoria política. Nuestros dirigentes bien deben de conocer los intrincados mecanismos de la memoria, hasta tal punto que se ven capaces de reelaborar la memoria de un país entero. Parece que han olvidado que, aunque nuestra mente no almacene fielmente los hechos pretéritos como una cámara de vídeo, las cámaras de vídeo que grabaron sus hechos pasados sí. Será pues cuestión de olvidar el lugar donde se esconden las grabaciones con esas promesas, con esas afirmaciones revestidas de sonrojo tiempo después.

Al fin y al cabo, como dijo Groucho Marx, “estos son mis recuerdos, si no le gustan, tengo otros”, ¿o fue “citadme diciendo que me han citado mal” lo que dijo?