Durante la infancia es frecuente contemplar la muerte como un estado temporal. Piaget nos explica que solo al pasar de la etapa preoperacional a la de pensamiento de operaciones concretas es cuando se integran los conceptos irreversible, universal y de terminación de funciones. Parece que es este cambio lo que permite tener una comprensión real acerca de la muerte.

Después, a través de los años, iremos poco a poco adaptándonos a este hecho, integrándolo de un modo u otro en nuestra propia vida. Desde el pensamiento evitativo a la visión lejana, la aceptación e incluso el mismo deseo de alcanzarla.

Desde el punto de vista médico, la muerte supone el cese global de las funciones sistémicas, el resultado de la incapacidad orgánica de sostener la homeostasis. Esta es la explicación biológica que mejor resume el hecho en sí.

Pero, a nivel personal, se dan una serie de fases hasta que tiene lugar el desenlace. Según la psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross (On death and dying, 1969), son cinco las fases por las que pasa una persona hasta que asume el hecho de la muerte (cuando esta se cierne irremediablemente sobre uno mismo, como en casos en los que se diagnostica una enfermedad terminal): negación, ira, búsqueda de tiempo extra, depresión y aceptación. Aunque no han de sucederse necesariamente en este orden, ni tampoco se ha de pasar por cada una de ellas (sí al menos por dos de ellas). El proceso puede ir de unas a otras e incluso volver atrás (dependiendo del duelo de cada uno), hasta llegar al punto de aceptación.

Los supervivientes a una muerte han de enfrentarse a la pérdida, y esto solo se hace a través de su propio proceso de duelo, es decir, la respuesta emocional, que se expresa con rabia, depresión, sensación de vacío.

Culturalmente, resulta muy interesante conocer el modo en que las civilizaciones, desde el período neandertal, se han enfrentado a la muerte mediante toda una serie de prácticas funerarias. Se trata de rituales que tienen que ver tanto con la despedida del difunto como con la preparación de los familiares y la permanencia del espíritu entre ellos; están dotados de gran valor sociológico, psicológico y simbólico. Cada tipo de ritual está relacionado con las creencias religiosas y con el sentido que se le da a la muerte, así entre ellos se encuentran los velatorios, los enterramientos, las incineraciones, las momificaciones, los sacrificios o las cremaciones.

Los hebreos, judíos, árabes y egipcios eran partidarios de las momificaciones al creer que con el cuerpo se pierde una parte esencial de la persona. Las tumbas se llenan con las pertenencias del difunto, alimentos y otros objetos que se considera que le pueden servir en el viaje hacia otra vida.

Para culturas como la hindú, la importancia reside en el alma, la cual debe liberarse para que se produzca la reencarnación, y por eso se incinera el cadáver y se esparcen las cenizas en las aguas de un río sagrado.

Dejando a un lado las cuestiones técnicas, la muerte es un acontecimiento que debería ser entendido como parte del proceso vital, inherente al ser humano, pero no es de ese modo como la percibimos. Cuando somos niños la vemos como algo lejano, ajeno por completo a nosotros; sin embargo, en la edad adulta comienza a estar cada vez más presente en nuestras vidas con las pérdidas de personas cercanas y con el dolor que esto trae consigo. Y a pesar de ello, de algún modo inconsciente, seguimos convencidos de nuestra inmortalidad.

Mi tío, con el que iba al campo de pequeña, que me contaba los nombres de las plantas y un montón de anécdotas de su infancia; el mismo al que muchos años después elegía para dar los mismos paseos, para pensar y encontrar en su compañía lo mejor de mí misma. El profesor de Crítica Literaria en cuyas clases se forjaban las más terribles de las batallas dialécticas solo por defender nuestros trabajos (o los rescoldos del amor propio). El compañero de trabajo, que estoicamente soportaba las crisis sentimentales de cada una de nosotras, de la que participaba con sabios consejos sobre los hombres; él, que trajo a las mañanas sentido del humor, cordura y optimismo a raudales.

Algo se muere en el alma cuando un amigo se va... Y es cierto que algo muere para siempre dentro de nosotros en cada despedida. Somos gracias a las personas importantes que formaron parte de nuestras vidas, que nos enseñaron, que nos amaron, que nos acompañaron, que sin saberlo ayudaron a construir lo que ahora somos.

Nada existe tan doloroso como dejar partir al que se va de nuestro lado, aceptar que hemos de seguir el camino sin su compañía. Pero ellos ya forman parte de nosotros, y no hay nadie más vivo que quien vive para siempre en nuestro recuerdo.

Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando,
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parecer,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.
(Coplas a la muerte de su padre, Jorge Manrique)