En esta ocasión, mi idea era escribir un artículo riguroso, serio y fundamentado científicamente, de modo que hace un par de semanas comencé a buscar en las bases de datos médicas bibliografía sobre los beneficios para la salud de los abrazos.

Para mi sorpresa, encontré varios estudios que, avalados por universidades o sociedades científicas, alababan las bondades de esta manifestación de afecto. En todos ellos aparecían los mismos protagonistas, unas veces de puntillas y otras con enorme desparpajo: sistema inmunitario, cortisol, serotonina, dopamina, oxitocina y otro regimiento de raras sustancias químicas. Y todos estos estudios hacían una revisión de las bondades fisiológicas de los abrazos: reducen la tensión arterial, mejoran el sistema inmunitario, estimulan la oxigenación de los tejidos e incluso relajan los músculos. Uno de ellos se aventuraba incluso a prescribir el número de abrazos necesarios para mantener una buena salud: cuatro. Me quedé atónita tras leer esta información, sin palabras, e inmediatamente tiré a la papelera todos los artículos que había estado leyendo: lo que yo buscaba no estaba en aquellos estudios.

Todos llegaban a la misma conclusión: los abrazos son una terapia muy saludable, pero ninguno de ellos había logrado profundizar en el sentido verdadero e íntimo del abrazo.

Ninguno hablaba de la ternura del abrazo, de esa dulce sensación de fundirte con el otro, de traspasar la piel.

Ninguno explicaba la razón de la deliciosa calidez del contacto de la piel, ese contacto que limita nuestro cuerpo y nos sitúa en el mundo como seres únicos e independientes.

Ninguno daba razón de la suave respiración de ese momento en que abrazas a tu hijo como si quisieras transmitirle un universo de sentimientos.

Ninguno había estudiado el susurro de las manos en su lento discurrir por la espalda de la persona amada.

Ninguno desentrañaba el hecho de que cuando abrazamos cerramos los ojos para sentir ese abrazo con toda la intensidad de que somos capaces, para concentrarnos y no distraernos con el mundo de sensaciones que nos rodea.

Ninguno hablaba del olor del abrazo o del aroma que queda impregnado en la piel. Nada encontré sobre ello.

Ninguno estudiaba la relatividad del tiempo del abrazo, infinito unas veces, y otras tan breve como un suspiro. Tal vez ese momento no pueda medirse físicamente.

En fin, no se me ocurre otra manera mejor de coronar estas líneas que con un abrazo, pero no de los que se estudian en las revistas médicas, sino un abrazo de verdad, de los que reconfortan el alma.