Cuando puso sus labios sobre los míos, el beso viajó derecho al meñique de mi pie izquierdo. Solo pude decir: – ¡wau!, ¿qué pasó aquí…?-.

Era una mañana muy soleada y caliente, víspera de fin de año. En mi Caribe, el calor es el clima obligado de todas las casas, calles y corazones que le habiten, así que, todavía siendo inicio de invierno, el calorcito de la mañana era lo usual.

Estaba parada sobre el respaldo de la puerta en la habitación donde había pasado la noche. Invitada como era, el pueblo resultaba novedoso para mí, así como los rincones de la casa. Le observé servirme café, mientras en el fondo de la cocina se veía el patio repleto de árboles frutales: guayabas, guanábanas, plátano, naranjas, limones... ¡muchos! Yo a él lo estaba viendo como si fuera la primera vez.

Fuimos amigos desde inicios de la universidad y al conocernos, pocos meses transcurrieron para que me hablara de mariposas, del amor, la pareja, esto y lo otro. Yo entré en pánico, porque desde lo más profundo de mi corazón, él no era más que un muchacho alto, tan blanco como una salamanquesa, y cuando se reía, sus ojos se ponían chiquitos como un tontín bonachón. Le tenía mucho cariño, pero no me calentaba el alma y para mí el amor y el calor eran algo así como primos hermanos.

Volviendo al beso y al dedo meñique. Esa mañana, luego de disfrutar el pozuelo de café, estuvimos charlando todos, en una de las habitaciones principales de la casa. Yo solo lo miraba y me decía: – ¿dónde rayos estuvo este hombre toda mi vida? ¿Qué fue del estudiante bobo que me ayudó con Biología y Matemática Superior? Horas más tarde fuimos a un río muy cercano al pueblo. Ahí fue el beso: los cielos se abrieron y ya les conté del destino que tomó. Para mí fue suficiente y tuve la certeza para pronunciar las dos palabras más simples y complicadas del castellano: te amo.

Entre mi te amo y su “debo partir a tierras lejanas”, transcurrieron cinco extraordinarios meses – ¡qué extraordinarios, fueron exquisitos!- Posterior a ello, una inoportuna cadena de eventos hicieron trizas lo que terminé llamando mi cuento de hadas de mentiras. Todo pareció ser una agria broma del destino. Lo cierto es que cuatro años después, al encontrarnos uno frente al otro, sentados en el lujoso restaurante de un todavía más lujoso hotel de la metrópolis, nos sorprendimos conversando sobre clima, lo crocante de la lechuga de mi Caesar y el complicado tránsito del Gran Santo Domingo.

Las horas transcurridas entre las hojas de mi ensalada y el sol del otro día, no me dejaron más que claro que yo había desaparecido y que mi otrora amada salamanquesa había adquirido algo de colorcito. Aquel país donde hubo de partir había cambiado su corazón y, de paso, su amor por mí. De igual forma se esfumaron los planos con la casa por construir, los viajes cada ocho meses y aquel posible futuro. En esa distante región donde, según él, las oportunidades tienen un verde más vivo, se extravió mi todo de ese entonces.

Mientras estas líneas se independizan de mis dedos, ambos juramos no reconocer nuestros rostros. Él asegura no hallar mi cara; de hecho, no conoce un solo de mis rizos. Yo apenas recuerdo sus seis pies y tres pulgadas de alto. Lo sé feliz, según rumores de buena fe, y por ahora, parece que eso basta.