Sí, es duro, pero es así. Me he dado cuenta recientemente y aún tengo que asimilarlo poco a poco, aunque, para ser sinceros, no ha sido algo que me pillara por sorpresa y alguna sospecha ya tenía. Señores, soy, al menos un poco, adicta al móvil.

La semana pasada, en un alarde de torpeza e ingenuidad por mi parte, acudí al baño del trabajo acompañada por mi inseparable teléfono (Q.E.P.D) y, no me pregunten cómo porque aún sigo atormentándome con ello, dejé que se sumergiera en el agua del lavabo ante mi aterrorizada mirada que veía todo a cámara lenta acompañada de un «¡nooooo!» silencioso que atronaba dentro de mi cabeza.

El diagnóstico se lo pueden imaginar: muerte instantánea.

Pues bien, este episodio que aún me provoca el temblor, me hace pensar en que somos adictos a muchas más cosas de las que pensamos en nuestro día a día.

La droga, el alcohol, el juego… Es lo primero en lo que pensamos cuando leemos la palabra «adicción» y seguro que es a lo que les ha remitido el titular de la columna al leerlo. Pero no, no se trata de ese tipo de adicción, aunque no deja de ser igual de real.

Cada vez que quedamos con nuestros amigos y estamos tomando algo en una terraza llega «el momento». Ese momento en el que uno deja de hablar con los que tiene enfrente para centrar en sus atenciones en lo que hay «al otro lado». De la pantalla, claro. Cuántas veces nos hemos visto a nosotros mismos y a nuestros acompañantes sumidos en un silencio absoluto con la mirada fija en nuestras respectivas pantallas. Demasiadas. Tristemente, demasiadas.

El estar sin teléfono durante estos días (se encuentra en una tienda de reparaciones a la que llamo cada día para que me den un pronóstico y, sobre todo, una estimación temporal de cuándo podré volver a tenerlo entre mis manos) me doy cuenta de en cuántos momentos del día lo echo de menos: voy a apuntar esto en el calendari… ¡Ah, no! No puedo. O voy a usar la aplicación que me dice en cuánto tiempo llegaré a esa calle que no ubico bien dónde está y qué línea de metro me viene mejor… ¡Oh oh! Tampoco puedo. Y miles de usos más para los que necesitamos el teléfono y que sólo valoramos cuando lo perdemos. ¡Oh, móvil, vuelve pronto!.

El otro día, comentando mi triste pérdida con unos amigos recordábamos aquellas épocas de «abuelo Cebolleta» en las que «vivíamos sin móvil y éramos tan felices». Quizás sí, pero no nos dábamos cuenta y me temo que ahora es demasiado tarde. La adicción ya vive en nosotros.

Es curioso y desconcertante darme cuenta de que al despertarme y mirar la mesilla y ver que no está. Se genera algo bastante parecido a la tristeza. Y esa tristeza aumenta al darme cuenta de que un aparato tecnológico y artificial interfiere en nuestro estado de ánimo. Ese estado de ánimo que espera con ansia que le llamen de la tienda de reparaciones para ir a recogerlo. Sí, señores. Lo reconozco. Me llamo Clara y soy adicta.