Decía Paul Valèry que «un hombre solo siempre está en mala compañía». Y es que la soledad no escogida, aquella que espera en la puerta de casa, al llegar del trabajo, la que se sienta en el sofá, mustia y silenciosa, el fin de semana, la amante nocturna, gélida y silenciosa, no es simple materia prima de poesía: la soledad podría convertirse en epidemia en 2030.

Imagínense ustedes un mundo de gentes incomunicadas, taciturnas, encerradas en sus casas donde tratan de escapar al virus del solitario sumergiéndose en la virtualidad engañosa de la red, haciendo de su huida una extensión de la infección.

No le faltaba razón al poeta francés, pues según John Cacioppo, profesor de Psiquiatría y Psicología y director del Centro Cognitivo de Neurociencia Social de la Universidad de Chicago, la soledad no viene sola, trae consigo tan mala compañía como una mayor tensión arterial o un funcionamiento deficiente del sistema inmune. Puede contribuir a un mayor riesgo de depresión, alcoholismo, pensamientos suicidas, comportamientos agresivos o ansiedad, así como a un deterioro cognitivo o progresión del alzhéimer. En definitiva, puede a aumentar la posibilidad de muerte prematura en un 26%. En suma, la soledad aumenta y el riesgo de enfermedad.

No solo eso, la soledad duele. Naomi Eisenberger, profesora de Psicología Social en UCLA en Estados Unidos, por su parte, encontró en sus investigaciones que el hecho de ser excluido con los consiguientes sentimientos de soledad provocaba la activación de las mismas regiones cerebrales que se activan cuando sentimos dolor físico.

Pero, ¿por qué es algo tan nocivo?. La respuesta puede hallarse en el pasado muy lejano. Desde una perspectiva evolutiva, nuestros ancestros prehistóricos necesitaban la compañía no tanto para hacer más llevaderos los domingos, sino para sobrevivir. Permanecer en la tribu era garantía de vivienda, alimento y protección. Quedarse solo era sinónimo de peligro, y ese peligro podía significar la muerte.

Cuando nos sentimos excluidos saltan las alarmas ya que nuestros cuerpos pueden sentir su supervivencia comprometida. De hecho, las personas crónicamente solitarias tienen más elevados los niveles de cortisol, la hormona del estrés, por la mañana respecto a las personas que se sienten socialmente conectadas, sin llegar a remitir completamente por la noche. O sea que, además de todo lo dicho, la soledad nos quita el sueño.

El aumento progresivo de la «mesa para uno» en España tiene su reflejo en el mercado inmobiliario: los hogares unipersonales en España representan ya un 25% del total, según la última encuesta del Instituto Nacional de Estadística (INE).

A la cabeza de este aumento de lobos solitarios se encuentra Suecia, lugar donde uno de cada dos ciudadanos vive solo y, según un estudio de la Cruz Roja sueca, el 40% de la población afirma sentirse sola. Teniendo en cuenta que la tasa de suicidios es una de las más altas, el paraíso de alto nivel económico torna en infierno personal.

Ante esta situación, no es de extrañar que ya hayan surgido iniciativas para paliar el progreso de la citada epidemia. En concreto, el Ayuntamiento de Madrid lanzó este septiembre el proyecto «Madrid, Ciudad de los Cuidados» con el objetivo de luchar contra la «soledad no deseada» en dos barrios de la ciudad: Almenara, en Tetúan y Trafalgar, en Chamberí. Con un presupuesto de 495.000 euros, este proyecto se aplicará durante un período de dos años.

Hoy, más de 70 años después de la muerte del magnífico poeta con el que comenzaba el artículo, la ciencia verifica aquellos versos suyos versos sobre la soledad. Efectivamente, la soledad no es buena compañera. «El problema de nuestros tiempos es que el futuro ya no es lo que era», decía también Valèry. El futuro no es ese rincón de esperanza donde escapar de la soledad. Su futuro, nuestro presente, es una epidemia creciente de soledad.