Desde que el mundo es mundo conocido y, en los últimos tiempos, desde que es sinónimo de desarrollo, revolución tecnológica o bienestar social sus pobladores hemos ido experimentando un trágico proceso de disociación, el distanciamiento de nuestra alma respecto de nuestra vida, convirtiendo la existencia de muchos en un «vivo sin vivir en mí», que decía Santa Teresa.

Los humanos somos imitadores, aprendemos a ser copiando de aquel que tenemos como referencia. El asunto es que la mayoría de nuestras referencias son seres neuróticos, desconfiados, incoherentes o, en el mejor de los casos, «buena gente» que se esfuerza por sobrevivir en la jungla. Bajo esta premisa, el mundo continúa repoblándose en gran medida a base de desesperanza. Una frustración social traducida en rentabilidad para muchos frustrados. Adicciones, guerras, desigualdades sociales, centros comerciales y de ocio, un popurrí de opciones para generar la ilusión de éxito en unos o la desconexión de una insípida rutina en otros.

En esta frenética huida hacia adelante la hiperactividad y el ruido son los principales aliados. Absortos en los quehaceres diarios, el trabajo, saturados de información y devorados por el frenesí que se respira en la ciudad nos hemos dejado envolver en una malla invisible y aparentemente inocua etiquetada como «evolución». Vivimos más y mejor que nunca, no obstante al final del día echamos mano del bote de pastillas o volcamos nuestra biografía en la red de redes con la esperanza de que otros consideren significativa nuestra existencia.

Con todo, y a pesar del ruido, la manipulación, la necesidad de ser o la compulsión por hacer nuestro interior siempre permanece alerta, atento a la oportunidad de surgir como un pensamiento o una sensación de que nada más allá de nuestra paz interior es real ni necesario.

Generación tras generación intentamos vivir más dignamente, adecuadamente, exitosamente, sin embargo, nuestra formación, empeño o consecución real de nuestras metas no nos prepara necesariamente para ser humanos. Tuneamos nuestro cuerpo para gustar y actualizamos nuestro disco duro para ser más competitivos sin reparar en lo que vamos a sacrificar en el camino. Afortunadamente, una mirada de desprecio o unas palabras hirientes tienen el poder de hacer añicos todos los espejos en los que hemos tratado de reflejar una falsa identidad. No importa lo duro que trabajemos para intentar ser un fraude, nuestro interior nunca defrauda y tratará de llevarnos al abismo, a cualquier trance que nos enfrente al dolor de la pérdida de lo accesorio, a un espacio de mudez donde interiorizar que lo esencial no puede perderse, porque es lo que somos.

Dice David Le Breton que «el silencio implica una forma de resistencia, una manera de mantener a salvo una dimensión interior frente a las agresiones externas». Puede que cultivar el silencio sea el camino más rápido hacia el autoconocimiento, pero su poder va más allá de cualquier contexto escapista. El silencio es el aliado de nuestra esencia, la que dicta nuestra nuestros pensamientos y acciones auténticas, aquello que nos reconforta per se, sin importar su repercusión, aquello que vibra en la frecuencia del «ahora vivo viviendo en mí».

Bajo una densa capa de distracciones el silencio, canal de nuestra consciencia, permanece a la espera de cualquier fisura para manifestarse. No importa lo expuestos que estemos al ruidismo, nuestro corazón solo aspira a Ser y su mensaje se abrirá paso a través de cualquier silencio mundano, en la cola del cine, en una sala de espera. Y de repente, un fogonazo de lucidez, un estado de quietud en mitad de la locura cotidiana o la urgencia por tomar decisiones que cambiarán el rumbo de nuestra historia personal. Es la rebelión silenciosa de nuestra alma.