Algo que tengo muy claro en mi cabeza es que el ser humano, como especie, no está diseñado biológicamente para la monogamia. Y puede que para muchos discutir el tema roce el borde de la sinrazón, más que todo por el hecho de que mujeres y hombres, en nombre del amor, llegan a verse uno al otro como pertenencia, una extensión entre ellos mismos; cosa más loca, gastante y necia. Pero así somos, necios.

De joven planteaba una tesis con mis amistades. Me han mirado incrédulos y acusado de conspirar contra una institución que es la base de la sociedad: el matrimonio. Cuando la base de cualquier colectivo humano es su gente, agrupada por un mismo objetivo, reunida, en familia o no, en acuerdo o procurándolo. Pero el matrimonio como tal, instrumento de la Iglesia como sacramento divino, incluyendo el celebrado en las oficialías, me parece no más que una herramienta con fines impositivos, de control y orden. Que bien puede tener sus bondades, no digo que no, pero eso de hasta que la muerte nos separe solo me hace sentido cuando uno ha matado al otro. Literal.

Y todavía no les cuento de mi tesis. Resulta que luego, pero bien luego, algunos psicólogos y universidades, de esas que miden todo y luego postulan interesantes enunciados, han empezado a hablar sobre lo que yo comentaba de joven con mis amigos: los matrimonios deberían tener fecha de vencimiento. ¡Vaya! Tampoco he dicho la gran cosa. Y ellos tampoco lo han dicho exactamente así. Si usted quiere renovar, pues perfecto, hágalo, pero no va a negar que una pareja no permanece en el mismo estadio de relación luego de diez o catorce años de convivencia, salvo que digan presente algunas variables que les comento más adelante.

El siete me parece perfecto. Luego de siete años juntos, una pareja puede decidir si desean formar familia, es probable que hayan hecho alguna inversión en común, quizá han establecido una economía estable o van camino a ello con cierta seguridad. Ya se conocen todas las mañas, manías, bellezas y locuras que aparecen en la intimidad verdadera que solo florece al vivir bajo un mismo techo. Claro, es mi opinión. Y algo similar han dicho las y los investigadores de más arriba. Luego de algunas consideraciones al respecto, vale evaluar si continuar o no en un vínculo que tomará una ruta de mayor envergadura, como procrear.

Cuando hay fisuras en una relación, uno de los errores más comunes es pensar que traer un crío al matrimonio va a resolver las cosas, cuando en verdad, eso equivale a pasar una mano de pintura impermeabilizante en la pared para detener una gran filtración que pronto tomará otro camino, y reaparecerá, solo que cuando lo haga habrá otro integrante, indefenso además, en el escenario.

Tanto la fidelidad como la infidelidad no son más que el resultado del ejercicio de la voluntad del sujeto. Siempre habrá alguien que te suba la temperatura, pero no siempre tendrás sexo con esa persona ni entablarás una relación con esta. Simple. Tú decides. Punto. Se lee fácil, y sé que es mucho más que decir un sí o un no, pero al final se resume en lo mismo. Es usted, ejerciendo su derecho de adulto quien elige qué hacer o no, consecuencias incluidas. Si se lo deja a la biología el cuento será otro. Y eso que no estoy mencionando la parte espiritual de la sexualidad y los vínculos afectivos de pareja.

Sin embargo, tampoco se trata de ir de una relación a otra cada cierto tiempo solo porque un estudio lo sugiera o porque seamos polígamos. Las relaciones humanas no son algo lineal, y las de pareja no escapan a ello. Una relación sólida, plena y feliz es el resultado de decisiones y construcciones diarias de sus miembros. Cuando a lo largo de los años un hombre y una mujer han diseñado una vida en base a gustos, intereses, valores y principios afines, han trazado metas conjuntas y en las individuales cada cual es sostén y apoyo del otro, agregando a esto una intimidad y estilo de comunicación saludables, aun con altas y bajas, será un vínculo con muy buen pronóstico a largo plazo.

Cuando hay hijos, es vital proteger el cerco íntimo de la pareja; alimentarlo, renovarlo, conversarlo, trabajarlo como una célula impermeable dentro del hogar. Dentro de la dinámica de un matrimonio con hijos, es bastante fácil esconder a la esposa o el esposo debajo del papel de madre y de padre. La tarea de protectores, proveedores y formadores de vida es tan ardua que, si no hay cuidado, podrían terminar siendo dos conocidos fraternales que se van a la cama, agotados y exhaustos, sin tema para charlar. Luego, al momento de asumir el nido vacío, cuando los hijos se van a vivir sus vidas, son dos desconocidos que olvidaron qué decirse, qué los enamoró y qué sigue atrayéndoles uno del otro. Duele cuando el silencio entre dos no se disfruta, y es peor si surge la necesidad de llenarlo y no hay con qué.

Y aquí surgió otro tema de controversia entre algunos conocidos y yo: primero se es pareja, esposos, luego se es padre y madre. Esta aclaración, para nada sencilla, marca la diferencia en matrimonios de larga data. Haber reservado espacio o no para ellos más allá de la crianza de la prole, definirá el quiebre o no de muchas de estas relaciones. O bien matizará el desgaste obvio entre dos que se respetan, se tienen afecto y cariño, pero apenas se sorprenden entre ellos. Triste.

Después de todo, la vida está hecha para la sorpresa, para aprender -siempre se vive aprendiendo-, para compartir, así sean los silencios y los suspiros. Y si hay quien piensa que ya grandecitos no hay espacio para todo esto y mucho más, está, afortunadamente, muy equivocado, y puede llevarse una agradable sorpresa solo si se atreve a comprobarlo.