Es domingo y te recuerdas que tienes, por miedo a que te la corten, que pagar la luz del teléfono. En medio camino te das cuenta que el supermercado hoy está cerrado. En vez de regresar, ya que estás a la mitad del destino, decides ir de todas maneras. Otro día, el coche se te vara. Has invertido miles de colones en arreglar el motor. Decides, para no perder lo que has gastado, pagar un nuevo arreglo. ¿Qué tienen en común ambas cosas? La conexión que existe entre los ejemplos anteriores es el fenómeno de seguir invirtiendo recursos (tiempo o dinero) después de que las cosas han salido mal, esperando que mejoren pese a que no hay razones para pensar que eso pasará. Al fenómeno se le conoce como costo hundido.

Muchas personas son reacias a disminuir sus pérdidas. Es mucho más probable que se resistan antes de que decidan aceptar el golpe y pasar la página. Las motivaciones son el optimismo y la aversión al fracaso. Incluso los animales tienen una actitud similar. Un estudio reciente de la Universidad de Minnesota, en Estados Unidos, descubrió que «los ratones y las ratas tenían las mismas probabilidades de actuar como los humanos cuando los experimentos en los que participaban estaban relacionados con retrasos y recompensas. En cada caso, mientas más tiempo pasaban esperando conseguir su "premio" (comida), eran más reticentes a abandonar su búsqueda»

En el campo emocional, el costo hundido se asocia a otros fenómenos como la desesperanza aprendida. Has tenido una relación amorosa desastrosa pero te cuesta admitir que lo más lógico es salir corriendo. En vez de hacerlo, inviertes más tiempo en terapias, juegos sexuales, conversaciones a calzón quitado, todo con el fin de evitar un fracaso amoroso. Se parece al síndrome de Pollyanna, la pequeña ingenua que cuando le regalaron un montón de excremento, se puso a buscar un poni adentro.

En el ambiente laboral, las consecuencias de insistir en recuperar costos pueden ser catastróficas. Para empresas pequeñas puede ser la postergación de despedir a un empleado a quien se ha entrenado durante meses pese a que, desde el principio, estaba claro que no tenía las habilidades para desempañar el rol. En su libro Thinking, Fast and Slow, el premio Nobel Daniel Kahneman refiere que esta manera de lidiar con ciertas situaciones «explica por qué las compañías recurren a nuevos gerentes y contratan a asesores en la etapa en la que el proyecto está a punto de colapsar». Un caso parecido es la guerra contra las drogas. Esta aumenta el número de detenidos por narcotráfico, lo que ha dado origen a llenar hasta el tope las cárceles. Sin embargo, y aunque la evidencia apunta a que enfocarse en la distribución no ha ayudado a controlar el consumo de drogas, para el gobierno sería muy difícil desmantelar ese sistema.

En la política, sucede lo mismo. La Merkel en Alemania, a pesar de que ya el primer grupo de refugiados empezaron a causar problemas y a demostrar que no se volverían en ciudadanos alemanes comunes que gustan de desnudarse en cualquier parque y a asistir a museos de cadáveres, se empeñó en traer un millón de refugiados más. En Suecia se han adaptado tan bien que Malmö ahora rivaliza con Ciudad Juárez. Reconocer que cometieron un grave error no es parte de la cultura del costo escondido.

Los norteamericanos se la pasan despotricando contra Donald Trump. Ya aburren. Pero hay que reconocerle algo: echa sin contemplación a los incompetentes. Su motto, ¡You are fired!, parece cruel pero demuestra que no importa cuán amigo o familiar cercano eres, si no sirves, vas para afuera. Esto es casi imposible en América Latina. Las personas no llegan a los puestos por sus méritos sino por sus amigos y sus familiares.

Cuesta mucho decirle You are fired, como sucedió en Costa Rica, a una ahijada que pusiste de asesora en la Cancillería. Mucho menos despedir, como sucedió en Cuba, a tu hermano que es el jefe del ejército. ¡Y ni qué hablar de la secretaria de uno de nuestros presidentes que viajaba por el ancho mundo y que resultó la amante de este!