«Un amigo mío, me contó que un ciego había disparado
con una pistola contra un hombre que le había abofeteado en
el metro y que había matado a un espectador inocente que
leía tranquilo su periódico al otro lado del paseo».

(Chester Hime, «Un ciego con una pistola», 1956)

Hacía años que no veía a Paco S., amigo de juventud, compañero en años en los que aprendimos a vivir muy deprisa. Tomamos licor de avellanas y cerveza en la terraza del bar del Hotel Madrid, un vetusto lugar lleno de historia. Por allí bebió Gregory Peck cuando rodaba exteriores de Moby Dick en la bahía de Las Palmas de Gran Canaria, allá por el cincuenta y seis. En su habitación más famosa, la 3, empezó la guerra civil española. Francisco Franco dictador, pernocto allí la noche del 17 de julio de 1936. Al día siguiente se puso al frente del ejército de África. Rompimos el hielo de tanta ausencia recordando las noches que pasamos riendo, discutiendo y soñando allí con amigos, algunos que ya no están y otros a los que ya no se les espera. Paco tenía una expresión de profunda soledad.

No tardó casi nada en hablarme claro. Comprendimos que ambos habíamos cambiado mucho como para no ser francos. Confesó que desconfiaba de los psicoterapeutas. Había vivido un infierno tras su divorcio y la pérdida de su trabajo como profesor en una escuela de arte de la ciudad. Durante mucho tiempo las noches sin poder dormir se le sumaron una tras otra. Dificultad para concentrarse, mente en blanco durante horas, agitación, fatiga, y un buen número de síntomas más compatibles con un trastorno de ansiedad generalizada severo. Nada le dije, solo lo pensé y dejé hablar. Y habló mucho. Estaba aún muy afectado. No recuerdo en qué momento me habló de la ayuda que había recibido, pero en su cara se dibujó una mueca de desprecio e impotencia que me sorprendió. Estaba indignado y malherido. Esto último no lo digo en sentido figurado.

Mi renovado amigo había vivido un infierno, quiero volver a repetir. En la actualidad arrastraba secuelas psicosomáticas importantes. Su trastorno de ansiedad, las angustias, las caídas en picado del estado de ánimo, las pesadillas, los insomnios, las ganas de morirse, no encontraron durante demasiado tiempo la adecuada puerta de salida; razonable, eficaz, terapéutica. Las experiencias sanadoras que vivió le hundieron en una miseria personal difícil de soportar. Fue mirándolo a la cara, cuando pensé, acordándome de aquella entradilla de la novela de Chester Hime, que leí de adolescente, si todas esas técnicas, métodos y procedimientos de las conocidas como pseudociencias y pseudoterapias, no son como un ciego con una pistola, incapaces de predecir las consecuencias negativas sobre la salud, la moral y la economía de las personas sobre las que se aplican.

Curanderos en la sanidad pública

¿Existen todavía los curanderos? No hace mucho tiempo, a finales del año pasado, algunas universidades españolas, como la de Valencia, dejaron de ofertar algunos de sus títulos propios, entre los que se encuentran el de medicina regenerativa y antienvejecimiento o la hipnosis eriksoniana, por ser considerados como procedimientos fraudulentos y no poseer ningún valor terapéutico real. A diario crece el convencimiento, y no solo en el mundo profesional o académico, sino en el de lo común y corriente de las afectaciones físicas y mentales que las personas padecen en su vida cotidiana, de que aplicar pseudoterapias supone ensalzar planteamientos que carecen de base científica y de los que, en muchas ocasiones, se desconoce el alcance de los daños que pueden ocasionar en la salud.

La historia está llena de experiencias terapéuticas fallidas, principalmente por falta de solidez en sus argumentos científicos y sustrato metodológico inapropiado. Las experiencias subjetivas de «sanación y crecimiento personal» en las pseudociencias acaban convirtiéndose en pretendidos argumentos de validez, con los que contrarrestar la falta de discurso de eficiencia terapéutica contrastada. Siendo generosos, estas experiencias subjetivas de éxito son tan abundantes como las experiencias objetivas de fracaso y fraude de este tipo de terapias y psicoterapias. No obstante sería una irresponsabilidad obviar que, las técnicas manipulativas en base a contenidos de sanación espiritual, de fantasías esotéricas que se desarrollan a través de grupos de manipulación psicológica, son especialmente dañinas.

Durante meses, Paco frecuentó la consulta de un individuo. Se lo habían recomendado, no recuerda bien quién, pero se agarró a aquella solución como un náufrago al salvavidas. Llevaba seis meses tomando medicación ansiolítica y se sentía muy impaciente con aquel tratamiento farmacológico. Por lo demás, no había recibido ningún otro tipo de soporte o terapia profesional. En su entorno era frecuente acudir a ayudas de las conocidas coloquialmente como alternativas o integrativas. Probó meditaciones con conocidos que viajaban por lo «trascendental», se dejó «poner las manos casi encima» en sesiones de reiki y aromaterapia, y le pusieron agujas por todo el cuerpo durante tratamientos largos y costosos de acupuntura. Hasta se leyó numerosos libros de autoayuda, de esos que tampoco sirven para nada. Pero, con todo, lo peor para Paco estaba aún por llegar.

En 2017, la comunidad de Madrid, haciendo caso al colegio de médicos, al de psicólogos, al de fisioterapeutas y a otros tantos expertos, decretó la expulsión del reiki de los hospitales. Desde 2003 el reiki, o la sanación mediante la manipulación de una energía universal, si lo prefieren, se venían aplicando en estos centros sanitarios públicos como complemento paliativo para enfermos crónicos, principalmente oncológicos, que recibían quimioterapia. El reiki entró en este servicio público de salud de la mano de convenios con asociaciones y fundaciones privadas.

En 2007, esta experiencia se promocionó en muchos medios de comunicación de la comunidad, y no solo como técnica de ayuda para la disminución de las situaciones lógicas de ansiedad en enfermos de cáncer, sino que, conforme a diferentes fuentes periodísticas consultadas, se llegó a divulgar una supuesta capacidad para reducir los efectos secundarios de los fármacos para el tratamiento. Conforme a un informe publicado en la página web de la Federación Española de Reiki, los logros de esta terapia japonesa en los distintos hospitales de Madrid donde se practicaba, son innegables. La orden del Gobierno autónomo de Madrid, por el que se cesaba con esta práctica y se prohibía su publicidad, afectó a todos los hospitales públicos.

En cuidados paliativos de enfermedades como el cáncer, las técnicas de relajación para aliviar los efectos secundarios de los tratamientos son más que bienvenidas. Los apoyos, nutricionales, espirituales y emocionales son, igualmente, una ayuda necesaria y positiva. Los argumentos por el que se prescindió de toda colaboración con las entidades y particulares que ejercían las prácticas de reiki en los centros sanitarios Ramón y Cajal, Gregorio Marañón y Puerta del Hierro, fueron contundentes en cuanto a que no contribuían, ni favorecían, los apoyos necesarios en el alivio de estos enfermos.

En un informe oficial de 2011, del Ministerio de Sanidad de España, se analizaron 139 de las denominadas pseudociencias. Una de sus conclusiones más determinantes establece que la carencia de información objetiva suficientemente contrastada empíricamente, no sujeta a intereses de parte, cuestiona la eficiencia de estas prácticas. Aunque, en el mismo informe, si se reconoce que algunas de ellas generan un buen grado de satisfacción de los pacientes asociado a la percepción de mejoría sintomatológica y de bienestar personal; dicha situación, no obstante, se restringe a la que se obtiene con la administración de efectos placebo.

De cuando lo terapéutico es un buen artículo de venta

El psicoterapeuta al que acudió Paco no era psicólogo, pero actuaba como actúan los malos psicólogos: sobreimplicado, ignorante del trastorno, hablador en primera persona y poco activo en la escucha, poca claridad. No resultaría extraño que mi amigo acabara padeciendo las consecuencias de una «neurosis iatrogénica», o efectos adversos producidos por los daños de una mala práxis de la psicoterapia.

El tipo practicaba bioneuroemoción, un método de «sanación espiritual», conforme al cual todos nuestros males radican en la mente, de tal manera que, el secreto de la curación se esconde en la conexión entre la emoción oculta ligada a un hecho traumático de la vida y los síntomas de la enfermedad o disonancia conductual. El nuevo terapeuta de Paco podía certificar el manejo con habilidad de la hipnosis eriksoniana y afamado constelador familiar; ambas «disciplinas» muy relacionadas con la supuesta curación mediante el recuerdo, la catarsis, la transmisión de conflictos generacionales y no exentas de afirmaciones de carácter exotéricos basados en la fe.

A 80 euros la hora, abundan los gurús capaz de arreglar cualquier entuerto. A Paco se le aplicó biodescodificación, una especie de amalgama o batiburrillo de programación neurolingüística, sofrología y otra suerte de técnicas de intervención sobre recuerdos traumáticos, alojados disfuncionalmente en nuestros mecanismos de memoria, con la finalidad de encontrar el origen metafísico de las dolencias, de la ansiedad anticipatoria del bueno de Paco, que comprender no llegó a comprender nunca lo que hizo o dejó de hacer en aquellas sesiones. Solo confiaba, al principio mucho.

Las pseudociencias tienen buenos argumentos de venta. En nuestras sociedades neoliberadas, tienen notable éxito. Una gran parte de este éxito radica en el desconocimiento de las diferencias entre ciencia y pseudociencia, y en el hastío de un abordaje de la salud mental que no alcanza a todo el mundo. Hace poco me llamó la atención un artículo en Phychology Today, que hablaba de cómo la psicología, en algunos sitios y en algunas prácticas, se había convertido en un artículo de consumo para blancos y ricos. El alejamiento de la ciencia del común y corriente de lo cotidiano, abre la puerta a las prácticas populistas, a las ofertas tentadoras de «terapia rápida». El dolor y la desesperación son caldo de cultivo para que se multipliquen como hongos los furtivos de la psicoterapia.

No necesariamente el cuerpo de conocimiento que forma algunas pseudociencias es totalmente falso o carece de valor científico. En algunos casos, incluso sostienen tratamientos adecuados en sus procedimientos. Sin embargo, y por lo general, las estrategias de las diferentes pseudociencias se posicionan como alternativas a las teorías científicas. Estas estrategias las podemos diferenciar fácilmente en dos grupos. Por un lado, las que, aun siendo radicalmente diferentes entre sí, sostienen una base de conocimiento hostil a la ciencia. Postulan, defienden y, como no, venden, visiones fenomenológicas de la verdad. Su anticiencia se fundamenta en que toda realidad está supeditada a lo personal, con ignorancia y desprecio hacia los preceptos científicos de coherencia, correspondencia y pragmatismo, a los que considera conceptos reduccionistas y arrogantes. Por otro, encontramos las teorías y metodologías que pretenden situarse al mismo nivel jerárquico que las ciencias; no solo no se oponen a ellas, al menos al principio, sino que la apoyan e imitan. A estas las conocemos o se identifican como alternativas o complementarias.

Ambos grupos suelen compartir, en mayor o menor medida, deducciones irracionales, postulados dogmáticos, pero, sobre todo, ausencia de crítica para contrastar su oferta a través de sus consecuencias con la realidad. Algunas ciencias actuales comenzaron como pseudociencia. De hecho, se podría decir que las ciencias de la salud, y en especial las de la salud mental, aún arrastran parte de ese proceso de transformación. No obstante, esto, en su conjunto las ciencias, y en particular las ciencias de la salud mental, lo que pone en práctica son las intervenciones de las cuales hay fuerte evidencia de su eficacia. Cuando el paciente accede o «compra» este producto, tiene la seguridad de que su tratamiento estará basado en los avances científicos y en sus resultados. Existe, claro está, quienes acompañan alguna intervención con recomendaciones pseudocientíficas – y no hablamos de complementos vitamínico – y estos profesionales comenten inintencionadamente hechos que, si fueran intencionados, serían considerados fraude.

Entre los que cultivan las pseudociencias y las pseudoterapias, los hay que se esfuerzan notablemente por conocer los recovecos de su «ciencia», y, aunque ofrezcan servicios sin garantías terapéuticas, no tienen intención de engañar. Creer en algo y tratar de hacer el bien a través de ello no es un fraude, pero puede que tampoco sea inofensivo. El problema es que la falta de un método empírico contrastable hace difícil no confundirlos con aquellos, realmente falsarios, que venden el humo de la felicidad, Y es que en el intrusismo se confunden charlatanes carismáticos.

Con la salud no se juega

Paco salió de terapia roto, en 15 semanas solo perdió dinero. Las angustias, el trastorno de ansiedad no solo no había remitido, sino que, por el contrario anticipaba más catástrofes en su vida. Se sentía humillado y estafado. Al menos los problemas fisiológicos de haber dejado la medicación abruptamente al principio de su relación con el pseudocientífico, no habían sido muy graves.

Del otro lado de la mesa del bar del Hotel Madrid me miró, casi dos horas después de sentarnos allí, con una mezcla de sensación de ridículo y de alivio a la vez. Me alegré de verle sonreír. Llevaba tres semanas en tratamiento combinado, el vínculo terapéutico establecido con una colega muy preparada y experimentada le estaba viniendo muy bien. Se sentía mejor, así que tomamos un par de cañas de cerveza más.

Cualquier terapia tiene que demostrar que es más eficaz que un efecto placebo o que la sugestión. Los riesgos para la salud de las malas prácticas alcanzan a cualquiera, rebotan como balas que nos alcanzan los sentimientos, nos atraviesan los pensamientos, nos parten en dos el equilibrio emocional, nos destrozan la confianza y nos perforan los bolsillos. La salud es un bien indiscutible, no tiene demasiados recambios.

Sin ser conscientes de ello, o con escasa información, a veces aceptamos supuestas terapias sin la menor evidencia científica que de seguridad a sus procedimientos de intervención en algo tan imprevisible como somos los humanos. Ser precavidos e informarnos bien es especialmente importante cuando, diagnosticados de una enfermedad o un trastorno psicológico, alguien se nos acerca para susurrarnos lo contrario. Y esto no es fácil. Solemos fiarnos más de un familiar, conocido o amigo, que conoce a alguien, que sanó a varios casi milagrosamente, o incluso de ese actor famoso que por la tele o las redes sociales nos recomienda convincentemente alguna pseudoterapia, que de quienes practican procedimientos seguros y contrastados, pero de los que apenas sabemos nada.

El desconocimiento de los efectos adversos, y peligrosos en algunos casos, de las pesudociencias es lo que motiva que no desconfiemos de esas prácticas pseudocientíficas y paranormales. Sí, hay quien cree en que las predicciones de los horóscopos se cumplen, hay quien confía en los curanderos, hay quien opina que la acupuntura funciona, hay quien considera que los productos homeopáticos funcionan, hay quien vive convencido de que el reiki cura. Y hay quien no creyéndose nada saben convencer a otros para que sí crean. Los peligros y los perjuicios de las malas prácticas terapéuticas, provengan de las psudociencias, o de los malos profesionales, son como ese ciego con una pistola disparando en el metro, nunca sabes si te alcanzará, ni el daño que finalmente te causará.