Pocas personas me hacen despertar y pisar el suelo.

La primera persona que lo hace soy yo mismo, cada mañana, pero luego uno se envuelve en materialismo, en ese sistema que critica y contradice, en esa vida en la que uno se deja llevar, como en uno de esos vehículos de la montaña rusa que siempre, en cada una de las piruetas, tiene la sensación de que si la velocidad disminuye se cae y le entra miedo deseando que la velocidad aumente cada vez más para no parar y caer.

Así me ocurre de vez en cuando. Así nos ocurre cuando caminamos y encontramos una china y creemos tropezar tambaleándonos. Ya ves tú, una china. Pero así es.

Los que creemos soportarlo todo tropezamos en chinas. Aquellos que viven en circunstancias realmente adversas no llegan a tambalearse, ni por perder el equilibrio, sobre agujeros profundos.

¿Por qué? Porque somos unos privilegiados. Porque nos quejamos por todo. Porque hacemos de una chinita una montaña rocosa. Porque no somos capaces de agradecer a la vida lo bueno que nos da, incluidas las adversidades.

A veces los días no son como prevemos. No lo son porque aparecen problemas que entendemos no deberían de aparecer; no lo son porque lo que creemos está ordenado tal vez no lo está (por culpa nuestra, claro).

Y en momentos así, de cabreo mental, surge la respuesta que te pone en la verdadera realidad: «¿y tú de qué te quejas? ¿Ves cómo viven otros o cómo vivo yo y no la tomo con nadie?».

En ese preciso instante no te queda más que salir a la calle, donde no te vea nadie, y comenzar a darte cabezazos contra la pared más sólida que encuentres hasta darte cuenta de lo gilipollas que eres.

Creemos que nadie a nuestro alrededor tiene problemas.
Creemos que somos los únicos seres en el universo en los que se concentran las desgracias.
Creemos que nuestras desgracias son las mayores del mundo.
Y creemos que nosotros no nos merecemos esto que nos pasa.

Somos gilipollas. Claro que lo merecemos y, encima, somos los más privilegiados que pisan el planeta.

Asumo que a veces cometemos el grave error de dejar que los miedos, percepciones, desdichas se trasladen a los que nos rodean.

Es un error porque lo que uno piensa no tiene por qué ser real, simplemente son nuestras percepciones de una realidad confusa y causal.

Si mostramos a los demás nuestros miedos, estamos demostrando nuestras debilidades.

Vivimos sin quietud, sin tranquilidad y serenidad; pasamos nuestros tiempos corriendo de un lado a otro, acelerando al límite nuestras pulsaciones y así nuestras posibilidades.

La velocidad nos lleva a cometer más y más errores porque no paramos a pensar. La velocidad nos equivoca la vida porque pensamos que cuanto más corramos más acumularemos y así conseguiremos un bienestar que no llega nunca. Y no llega nunca porque tu verdadero bienestar no está ahí fuera, está ahí dentro: en ti.

Todos sabemos nuestra verdad, y esa es la verdad, la verdadera verdad. El resto es ir por ahí engañándonos a nosotros mismos.

El éxito real solo se alcanza cuando tenemos un estado mental equilibrado y una paz interior óptima. Somos responsables de nuestro destino y de nuestras acciones, esas que van afectando al mundo de una manera u otra.

Ser humilde, contigo y con los demás.

Humildad para reconocer tus errores y parar.

Humildad para decidir estar bien contigo mismo para después estarlo con los demás.

Humildad para no juzgar ni criticar.

Humildad para asumir que nuestras acciones afectan al mundo, al nuestro y al de los demás.

Humildad para reflexionar sobre cómo afectan nuestras vidas a nuestras emociones y cómo afectan nuestras emociones a nuestras vidas y tomar el control sobre todo ello.

Maite Nicuesa, Dra. en Filosofía por la Universidad de Navarra y experta en Inteligencia Emocional nos ofrece los cuatro principios para elevar la Humildad:

  1. No trates a los demás a través de estereotipos. La valía de una persona no depende de su profesión, su procedencia, su linaje. La interpretación reduccionista del talento nos hace soberbios. Escucha con atención, sin prejuicios.
  2. La valía de una persona no se mide por sus posesiones. Las personas cercanas y humildes tratan a todos por igual.
  3. Vínculos sanos y positivos. Relaciones de igualdad con todo el mundo, independientemente de su estatus o su cultura.
  4. No siempre tenemos la razón. Las personas humildes son autocríticas, reconocen sus errores (y los corrigen). Las arrogantes creen que no se equivocan nunca.

Ser humildes con nosotros es parar y escucharnos hacia dentro para ser mejores hacia fuera. Ser humildes con nosotros es ser capaces de sacar nuestra verdad y dejar de correr para no errar. Ser humildes con nosotros es asumir las culpas y perdonarnos para poder seguir caminando. Ser humildes con nosotros es asumir la responsabilidad de nuestro destino y hacerlo brillar.