Soy una de las psicólogas que con otros profesionales introdujimos el uso del término género en el léxico de las Ciencias Sociales. En mi caso, gracias a las feministas que, en el campo de la psicología, trabajaban conmigo. Antes de nosotros y en esto incluyo escritores, maestros y terapeutas, las diferencias entre niños y niñas, hombres y mujeres estuvieron sumergidas en el término universal de «sexo». La sexualidad era considerada inmutable, implantada en cada uno de los humanos por la Madre Naturaleza como una semilla que tenía como fin el desarrollo hasta la madurez. Cualquier desviación, tropiezo o accidente en el camino trazado se veía como un problema de desarrollo.

La idea de introducir el término género no se debió a razones puramente académicas ni por juegos mentales de mentes ociosas. Necesitábamos un nuevo paradigma en condiciones de dar respuesta a las preguntas que el anterior modelo no podía ni sabía evaluar. Sospechábamos que el género era diferente del sexo porque la Antropología nos venía brindando casos y ejemplos, desde los años treinta, de que la sexualidad no era exactamente lo mismo para nosotros que para otras sociedades no occidentales. Entonces, queríamos saber si el género y el sexo estaban inscritos en piedra o en las arenas movedizas de la cultura. Al final, fuimos recompensados porque después de 50 años de estudios en psicología se ha demostrado fehacientemente que el sexo es lo biológico y que el género es una construcción cultural. El sexo se codifica en el ADN de cada una de las células del ser humano y una discusión de las anomalías que pueden darse, como la intersexualidad, está fuera del alcance de este artículo, por lo que se lo dejo a los demás. El género es algo, en gran medida, aprendido. Las manifestaciones del género han demostrado ser diferentes en diferentes culturas.

Lo que solía llamarse «transexual» se ha transformado en «transgénero» y, en mi opinión, esto vuelve a ocultar las diferencias de la condición, así como los efectos en ambas y con estos se prohibe hacer preguntas y crear nuevas áreas de investigación. Este disimulo semántico no es inocente ya que responde a los valores personales y políticos. Mi pregunta no es neutra. Nace de mi propia experiencia de estudiar teóricamente, y en la práctica, el género en su contexto. Apoyo los derechos de cada individuo a vivir con el género con que se identifique y a ampliar o disminuir sus definiciones a medida que su comprensión y experiencia se profundiza.

Una batalla cultural en marcha ha llegado a las universidades y a sus profesionales y no se trata de aprender más sobre estos temas a través de una proliferación de los resultados de la investigación médica o clínica. Es más bien un intento político, antes de que puedan expresarse las dudas, de silenciarlas. Sabemos tras 50 años de investigación que el género se aprende y se puede «desaprender». Ahora entendemos que no es binario, sino fluido y maleable y en diferente individuos toma características específicas. También que es usualmente la familia y la cultura las que sientan las reglas, muchas de ellas inconscientes, de cómo caminar, hablar, cómo estudiar y especializarse, qué trabajos ocupar y cómo relacionarnos y actuar con el sexo «contrario». Somos en parte conscientes de que el género no actúa solo sino que también interactúa con lo biológico y con lo que llamamos sexualidad.

Ya es hora de ampliar nuestra mente a la posibilidad de que muchos individuos quieren hacer transiciones de un género a otro y esto se lo debemos a las tantas personas jóvenes, y no pocos adultos, que participan en este vasto experimento sexual.

Algunas de las preguntas que considero importantes son:

  • ¿Por qué elegimos privilegiar la psicología y la autopercepción sobre la biología?
  • ¿Por qué consideramos el sexo como algo cambiante pero no así las características raciales?
  • Los tratamientos actuales, ¿realmente cambian el sexo? En mi propia investigación he resaltado el hecho de que los cambios solo son accesibles para los videntes y que son solo útiles en nuestra cultura que es excesivamente visual.
  • Existe evidencia que varios individuos operados quieren volver a su género de inicio. ¿Sabemos realmente por qué y sus implicaciones?
  • ¿Se debería permitir que los niños de 4 o 5 años decidan por sí mismos cambiar de sexo? ¿El hecho de que cuanto más temprano se realice la intervención, más efectivo será el tratamiento hormonal, debería ser el factor a tomar en cuenta?
  • ¿Cuáles son los efectos físicos y psicológicos de las drogas y de la cirugía de cambio de sexo? ¿A corto y a largo plazo? ¿Estamos informados de los riesgos de cáncer por la ingesta de hormonas?

Continuar haciendo preguntas y ampliar el estudio de estos temas debería ser lo más importante para quienes participan en este experimento y para quienes viven estos problemas en sus propios cuerpos.