Nunca hubiéramos pensado que llegaríamos hasta aquí en una pandemia que al principio tomábamos a broma y que pronto cumplirá su primer año. Avala su letalidad, al 31 de enero de 2021, 2.2 millones de muertos en el mundo y más de más de 102 millones de infectados.

Es temprano y me llega un mensaje de María José Buxó en el que me cuenta preocupada que, a pesar del tiempo transcurrido, ahora resulta que cada vez tiene menos ganas de salir a la calle, cuando hace meses soñaba con hacerlo.

—Debe de ser un síndrome cuyo nombre desconozco, Felipe, descarto el de Estocolmo, por la simpatía que le tengo a ese Gobierno —me indica irónica.

Guardo silencio y en cierto modo la comprendo. En el exterior están esperando los problemas. Como tenemos coartada nuestra libertad, eso nos da una excusa para no afrontarlos, pero nos aguardan inmisericordes.

Dentro, algunos somos afortunados, tenemos cubiertas nuestras necesidades y nuestras aficiones: Internet, leer, una buena música, tal vez escribir… Llamar cuando queramos por teléfono a las personas queridas, incluso verlas por Skype o videoconferencias.

¿Un síndrome me dice? Pero ¿qué nombre tendrá?

Pienso en que puede ser que haya desarrollado un principio de agorafobia. Pero enseguida desecho la idea y me vienen a la memoria mis quince meses de estancia en el servicio militar: Acuartelamiento de las Avenidas, Batallón Mixto de Ingenieros XIV, Palma de Mallorca, Baleares, reemplazo 2/1970.

Allí, entre los suboficiales, abundaban los llamados «chusqueros», los cuales habían alcanzado su rango ascendiendo desde soldados rasos sin pasar por la academia militar. Generalmente, llegaban a sargentos o subtenientes y, en los días festivos, algunos de ellos solían quedarse en el cuartel bebiendo hasta caer borrachos. No tenían vida social fuera de los muros del acuartelamiento, el Ejército cubría sus necesidades y les solucionaba sus problemas.

¿Podríamos llamar a lo que le pasa a María José el «síndrome del chusquero»?

También pienso en ciertos presos que, tras una larga permanencia en la cárcel y cumplir su condena, no quieren salir y enfrentarse a una sociedad que suponen poco amigable. Están desestructurados y sienten miedo a una vida «normal». Es el llamado «síndrome del preso».

Así mismo, durante mis estancias en Japón, he sabido que muchos individuos, generalmente hombres jóvenes, se aíslan en su habitación paralizados por un profundo temor social, son los llamados hikikomori. Se calcula que hay más de un millón de personas en ese estado, cuyo confinamiento a veces se prolonga durante años y, muchos de ellos, jamás se recuperan debido a la presión que sienten. La relación con el mundo exterior se limita, en algunos casos, a la televisión, al ordenador y a juegos en línea. Por supuesto, padecen todo tipo de emociones negativas y de culpabilidad. Viven atormentados, les gustaría salir, tener novia o novio y amigos, pero no pueden. A menudo se vuelven violentos.

Pero hete aquí que, hoy en día que todo circula a través de la red de redes, leo que varios doctores calificaron ese temor que siente mi amiga con un nombre bastante evocador. Nada de síndrome chusquero o del preso, tampoco agorafobia. Ni hablar de ser una hikikomori.

Esto que le pasa a María José es ni más ni menos que el «síndrome de la cabaña». No es una patología, dicen para tranquilizarnos, supongo, sino un estado anímico provocado por temor a abandonar un lugar donde nos sentimos relativamente seguros y en donde hemos asimilado muchos argumentos en contra para no salir, «el peligro de contagio está ahí fuera».

Dicen que, para superar esta situación, lo mejor es volver a esa nueva realidad, si llega, de forma progresiva y ser conscientes de que ese mundo que dejamos un día ya no existe. Que nuestras relaciones sociales tan arraigadas, basadas en besos y abrazos tienen que dar paso al no tocarse, junto al uso durante años de las mascarillas. Eso va a costarnos un esfuerzo emocional y de comportamiento.

Y, sobre todo, no dejarnos vencer por el miedo. La capacidad de resiliencia de cada uno de nosotros hará que vayamos superando situaciones negativas.

De esta manera, al volver a esos lugares en los que fuimos felices, podremos decir un día:

Ya ves, a pesar de todo,
retoñaron los rosales
sobre las tapias de la vieja casa.
Después de tanto abandono,
están como encendidos.

Alumbra el día.
Nos llega el frescor
de la hierba mojada.

Estamos vivos, nos amamos.

Como si ya hubiera un contrato
de buen augurio.