El corazón tiene razones que la razón ignora.

(Blas Pascal)

El «color» del comportamiento humano, lo determinan esas sensaciones subjetivas interiores que conocemos como emociones. Las emociones, aunque a ustedes les parezca exagerado, son tan importantes y necesarias en nuestras vidas como el agua que bebemos. Además, resultan inevitables. Todos las sentimos. De hecho, los humanos somos seres racionales, que tomamos decisiones emocionales en los aspectos que más influyen en nuestras vidas.

Las emociones son respuestas de activación física que nos mueven a hacer las cosas o a dejar de hacerlas. Surgen cuando ocurre algo relevante. Aparecen rápidamente, de forma automática, y hacen que variemos nuestro foco de atención sobre las cosas o sobre las personas. Las emociones tienen una utilidad ancestral, adaptativa, tan relevante que ha permitido la supervivencia de la especie desde que somos humanos.

Las emociones son los elementos esenciales de nuestra afectividad. Interactúan con los sentimientos –que le añaden duración– los estados de ánimo y los afectos, de manera que condicionan nuestra respuesta al mundo, nuestras motivaciones, proporcionan energía o la menguan y dirigen nuestra conducta íntima y social. Para que se produzca una emoción, algo tiene que suceder. Los psicólogos lo llamamos estímulo. Las reacciones ante estos estímulos provocan que el éxito o fracaso en determinados ámbitos dependa más de la emoción que de la lógica.

Probablemente, como nos ocurre a todos, con frecuencia calculamos probabilidades, consideramos hechos y evidencias, con el propósito de tomar la decisión más adecuada a una cuestión o problema, la más técnica, más neutra y racional, más o menos fácil de explicar con palabras. Sin embargo, la carga emocional con la que afrontamos las situaciones y las relaciones va a ser determinante a la hora de tomar la decisión definitiva. Especialmente, en situaciones de crisis, las emociones van a jugar un papel preciso. Saber gestionarlas es, entonces, un hecho trascendental.

Tomar conciencia de nuestras emociones implica adquirir mejores competencias para mejorar nuestras posibilidades de desarrollo personal. La falta de actitud empática y social, la baja tolerancia a las presiones y a las frustraciones, el desequilibrio emocional, suelen conducir al fracaso personal. Son muchas las personas con una capacidad cognitiva normal, pero buena inteligencia emocional, las que alcanzan mayores cotas de éxito.

Existe una paradójica relación entre las emociones y la importancia que les damos. Desde Aristóteles hasta los filósofos de la Ilustración, aprendimos a favorecer la razón sobre los sentimientos, o lo que es lo mismo, sobre buena parte de la forma en que pensamos de manera natural. Hoy, con la evolución de la inteligencia emocional, cada vez comprendemos mejor que no son, necesariamente, puntos de vista excluyentes, sino que saber complementarlos nos incorpora a una mayor coherencia con el mundo real y con lo que sentimos y pensamos las personas.

A veces sabemos lo que queremos. Nuestra mente lo tiene claro. Pero nos cuesta decidirnos. Otras muchas no sabemos por dónde salir. La toma de decisiones es uno de los procesos más complejos a los que nos enfrentamos las personas. Hacerlo, dejando al margen las emociones no siempre es eficaz, sino que suele resultar imposible. Fíjense, que lo que realmente hace inteligente a una persona no es la acumulación de conocimientos académicos, ni de experiencias vitales, sino que todo eso se desarrolle bajo el paraguas de las emociones que notamos, sentimos, descubrimos y gestionamos a diario y a lo largo de toda nuestra existencia. Lo contrario, tomar decisiones radicalmente emocionales tampoco garantiza los resultados.

¿Existen las decisiones acertadas?

Tomar decisiones nos hace libres. Tomar decisiones es elegir dónde queremos ir. Todos queremos tomar las decisiones correctas. Lo frecuente es que consideremos que la mejor decisión es la que más beneficio nos aporta. Pero esto no siempre es así. Lo más importante de una decisión es eliminar la incertidumbre. Y para ello, las emociones cumplen un papel muy importante como marcadores somáticos en la toma de decisiones acertadas. Lo explico.

Un marcador somático es, conforme con la teoría de Antonio Damasio, un médico y neurocientífico de la Universidad de Iowa (1994), la forma en que las emociones interactúan con los procesos de atención y memoria, e impactan en la percepción, evaluación y comportamientos con los que tomamos las decisiones.

Las experiencias evocan sentimientos. Los sentimientos, almacenados como marcadores somáticos de las experiencias específicas, reaccionan, ante estímulos similares, recreando lo que se siente ante la situación y condicionando la decisión sin tener que pasar por un proceso de pensamiento racional. Naturalmente, estos marcadores o estados subjetivos asociados a consecuencias positivas o negativas se actualizan, con cada experiencia, con cada aprendizaje.

La utilidad de tomar decisiones basadas en un mecanismo emocional obedece al hecho de que, el estado emocional, deja de ser una mera consecuencia para convertirse en una causa importante de las decisiones que adoptemos en un determinado momento.

La neurobiología está confirmando la importancia de estos procesos intuitivos. La virtud del marcador somático radica en que sus señales inconscientes para la toma de decisiones, inhiben la tendencia a buscar el refuerzo inmediato en la búsqueda de la decisión más ventajosa, favoreciendo la representación mental de la cuestión a resolver. Las decisiones «racionales» necesitan de una evaluación coste-beneficio. En general, en las cuestiones más cotidianas, no disponemos de tanto tiempo para una decisión, y aunque siempre haya una pequeña intervención de lo racional implicada, el proceso más potente utilizado para responder de forma rápida y efectiva ante diferentes posibilidades es de naturaleza emocional.

Razones y emociones, o al revés, guían nuestra capacidad para tomar decisiones, su combinación suele llevarnos a las mejores decisiones, o si lo prefieren, a reducir las probabilidades de equivocarnos. Y mantener la esperanza de quienes somos, mientras somos.