Nuestro mundo está poblado de palabras. Algunas indican objetos, estados, acciones, dirección e intencionalidad. En cierta medida pensamos usando palabras y conceptos. A menudo, descubro, que las palabras son usadas de manera poco precisa y sin conocer bien el significado. Además, utilizamos palabras que comprenden variadas dimensiones y aspectos, como un paraguas, con el problema de no saber que hay detrás de ellas. Basta preguntar o preguntarse qué significa un concepto en particular para descubrir que en realidad lo desconocemos.

Una de estas palabras es inteligencia, concepto usado con frecuencia, que indica una cierta habilidad de deducción, que puede ser matemática, lingüística, mecánica y que es medida con una serie de pruebas que engloban, en parte, cada una de estas destrezas, juntándolas en una construcción compleja y, como si esto fuese poco, usando la misma locución, construimos otro concepto como inteligencia emocional, cuyos aspectos constituyentes son empatía, sociabilidad, flexibilidad mental, capacidad de motivar y motivarse, y también humor.

El término inteligencia emocional fue usado por primera vez el 1964 para describir cómo se interpreta la comunicación emocional, es decir gestos y posturas. Posteriormente, fue retomado en un libro llamado Inteligencia emocional, publicado el 1995, donde el autor, Daniel Goleman, discutía todas las habilidades y características que hacían a un líder y que comprenden, como ya se ha dicho, intuición, empatía, estabilidad, habilidad social y dotes de motivación, síntesis y comunicación. Las pruebas de inteligencia emocional miden, mediante cuestionarios, estas capacidades y, en particular, la automotivación y resiliencia emotiva. Es decir, la capacidad de superar momentos difíciles sin perder foco ni concentración.

Cuando converso con otras personas, escucho con atención y trato de medir la lógica de los argumentos y la propiedad en el uso de los conceptos utilizados para presentar las ideas, conflictos, problemas y posibilidades. Con frecuencia me entero, ante la pregunta: ¿qué quieres decir con esto?, de que la respuesta es vaga, como si el motivo de la conversación fuese hablar en vez de pensar y reflexionar. Al contrario, otros sorprenden positivamente, haciendo preguntas para concretizar los conceptos usados y substanciarlos con menos ambigüedad, moviéndose desde lo general a lo directamente descriptivo, para concluir con otras dudas y preguntas en su búsqueda cotidiana de compresión, coherencia y legibilidad.

Nuestro mundo está poblado de palabras y estas solo tienen sentido si conocemos lo que encierran y circunscribimos el modo, significado y situación donde se pueden usar. Esto es lo que en otros términos se llama semántica y no existe estudio o reflexión que no descienda de esta realidad: establecer el significado antes de enunciar. Volviendo a la inteligencia emocional, pienso que sería oportuno hablar de cada uno de sus componentes: empatía, sociabilidad, dirección emotiva y motivación, antes de usar un macroconcepto, que fácilmente nos podría confundir y desorientar.

Existe también una «sobreposición» entre las dos «formas de inteligencia», sobre todo si pensamos la inteligencia (IQ) como la capacidad de resolver problemas (prácticos). Esta capacidad seguramente representa una ventaja en relación con la inteligencia emocional (EQ). En algunos casos, la inteligencia (IQ) esconde un retiro de la vida social debido al estrés que esta puede provocar y, en esta situación particular, las dos formas de inteligencia estarían contrapuestas. Pero repito: hay muchas formas de inteligencia y también de inteligencia emocional y una de las áreas donde se produce una convergencia es el humor.

Las emociones nos determinan como personas y nos llevan a ser lo que somos y hacemos. En este sentido, la inteligencia emocional sería la capacidad de modular nuestras emociones y cambiar personalmente. Es decir, de convertirnos en nuestro propio terapeuta en los esfuerzos de cambiar y aprender lo que significa ser humanos, incrementado nuestra empatía y automotivación, porque lo que reconocemos en nosotros mismos al cambiar, lo podemos reconocer en los demás. Cambiar exige motivación y voluntad. Esta capacidad es nuestra fuerza personal y somos en la medida en que podemos cambiar. Este simple hecho de cambiar lo que sentimos, cambiándonos a nosotros mismos —que significa dejar de sentirnos culpables, inferiores y vulnerables a la crítica destructiva de los demás—, sería, en pocas palabras, un paso enorme hacia la felicidad personal; por ello, concluyo afirmando que tenemos que forjar un vocabulario personal que nos ayude a avanzar.