Con los años, las reflexiones son diferentes, al igual de cómo vamos enfrentándonos a las cosas o cómo las vemos e interpretamos.

Voy caminando hacia los 60: los equilibrios deben primar.

Somos muchas las personas que habitamos el planeta. Millones de millones. Pero de uno en uno somos eso: uno. Una persona con sus miedos, intereses, miserias, incertidumbres. Cada uno de nosotros con nuestro propio ser.

Hemos alentado el individualismo, la competitividad, el tener. Hay que ser, hay que tener más; hemos olvidado la educación del ser.

Ser hacia dentro para abrazar hacia fuera y así construir lo colectivo con unos pilares solidarios y compasivos.

Es difícil tener todo, como lo es también que el todo nos haga felices. De hecho, así está comprobado: no todos aquellos que más tienen lo son y muchos de los que menos tienen gozan de esa alegría y felicidad.

Vivir con lo necesario para satisfacer esas necesidades esenciales. Vivir para vivir y ser. Vivir alejados del deseo, el ego y el apego.

El mayor acontecimiento que nos ofrece cualquier día es totalmente gratuito, está ahí para todo el que quiera: contemplar y disfrutar de la naturaleza.

Cuando paso el fin de semana en el campo, en el pueblo, en Minaya, lo compruebo por mi mismo. Cada uno de los días despierto con un estallido de cantos que, desde que se hace la luz, a eso de las 7 hrs, me recuerdan que el día está para vivirlo, que hay que levantarse pronto. Salir al patio con ese primer frío. Los busco. Los tejados, las ramas, las vigas, cualquier rincón es acogedor para colocarse y cantarse unos a otros como si de una ópera moderna se tratara. Se cantan con alegría, el sol, la luz, les alumbra y tan solo un extraño, yo, les interrumpe muy de vez en cuando. Pero se acostumbran rápido a mi presencia y vuelven a lanzar esos chillidos musicales: los gorriones, los tordos, las tórtolas y mis golondrinas que planean veloces haciendo del cielo su espacio.

Las tórtolas han hecho nidos bajo las cornisas, encima de las vigas que imitan la madera. No me gusta. Lo ponen todo perdido, pero una vez que están, soy incapaz de retirar. Al fin y al cabo, es el nido de la vida.

Este año no encontré ninguno de golondrinas. Una pena. Todos los años busco con esa ilusión de que se hayan percatado de que es un lugar agradable y seguro, para anidar, como aquél que lo hicieron justo bajo el techo en la entrada de la casa, al lado del plafón de la luz. Era un espectáculo abrir la puerta para salir y verlas lanzarse, planeando sin tocar las paredes del porche, como si salieran del hangar hacia el cielo.

Y es ahí, sí, ahí, donde reconvierto los recuerdos, donde echamos de menos los años, donde bajo ese poético coro de trinos corrompo mis pensamientos de pecados y culpas.

Somos así. Cuando podemos vivir no vivimos y, con el tiempo, en vez de seguir viviendo, nos dedicamos a culparnos de nuestro pasado olvidando lo presente que, esencialmente, es lo importante: lo único que tenemos.

No estamos conformes con nada.

Allí, en ese pequeño trozo de tierra, espacio de un paraje inhóspito, quijotesco, pero lleno de fuerza y encanto rural, me debato entre el ser y la nada. Nada es lo que soy y solo pretendo eso, ser.

Agradezco el silencio. Lo pongo en valor no porque durante la semana hable demasiado (soy poco hablador), es porque el ruido me molesta en exceso. El silencio genera paz, calma.

El silencio te para el tiempo como si fuera nuestro enemigo. ¿Es el tiempo tu enemigo? El silencio te recupera. Te invita siempre a volver.

Habitamos la vida en silencio.

Y mientras tanto, voy hilvanando mi vida, a base de hilos frágiles que sujetan con no mucha consistencia cada día. Y no sé hacia donde, y mucho menos hasta cuándo. El cuándo es ese tiempo indeterminado que el destino nos proveerá.

El tiempo es lo que nos viene y va.

Lo cierto, lo único cierto, es que cuando estoy allí mi mente se transforma por completo. Y si mi mente se transforma quiere decir que yo mismo me transformo. Será el escándalo natural del despertar de esos pájaros. Serán sus cielos. Serán esos caminos que riegan los campos. El verdor todavía de la primavera. Ese fuego del atardecer que en un segundo nos envuelve para despedirnos del día.

Será lo poco que me cuesta sentarme en una linde y respirar; respirar la vida. Será que ya no necesito más, que no envidio a todos esos que disfrutan de cócteles en las playas de Marbella. Todo respetable, siempre, faltaría más.

Será que he pasado por todo y puedo opinar de lo mucho y de lo poco. Será que, a estas alturas del camino, solo necesito estar tranquilo y, en ocasiones, si lo tuviera, pagaría por estarlo hasta el final.

Leí estos días que, en 2017, un comprador anónimo adquirió por 1.56 millones de dólares una breve nota escrita por Albert Einstein. Una cantidad extraordinaria pagada por un documento. En la historia detrás de esta nota está la perspectiva de Einstein sobre la forma de lograr la verdadera felicidad, fascinante.

Era el año 1922, luego de que Einstein culminara su primer trabajo sobre la teoría de campo unificado y se acababa de enterar que había ganado el Premio Nobel de física de 1921. En vez de ir a Estocolmo para la acostumbrada ceremonia de entrega de los premios, Einstein se sintió obligado a cumplir con la obligación que ya había asumido de dar charlas en Japón, donde se albergó en el famoso Hotel Imperial de Tokio. Durante su visita, alguien fue a su habitación a entregarle un paquete y Einstein, sintiéndose avergonzado por no tener dinero japonés para darle una propina, decidió a cambio escribirle una nota en una hoja con el membrete del hotel. Einstein le pidió al hombre que lo aceptara en vez de dinero y le dijo: «Guárdelo, quizás algún día valga algo». Einstein agregó que eso debía servirle como un buen consejo para el resto de su vida.

Einstein escogió escribir una línea respecto al secreto de la felicidad:

Una vida calma y modesta trae más felicidad que la búsqueda del éxito que implica un permanente descontento.

Parece que quien vendió la nota del Hotel Imperial es un nieto del hermano de aquella persona que llevó el paquete. Un portavoz de la casa de subastas, Meni Jadad, declaró al The New York Times que habían pensado que la nota se vendería por una suma entre 5,000 y 8,000 dólares.

Sin duda que el valor de la nota se debe a su singular autor. El valor, también, además, de esta nota se debe al sentimiento, a esa formidable instrucción para la vida.

Quien incrementa sus bienes, incrementa sus preocupaciones.

(Avot 2:7)

Ben Zoma dijo: «¿Quién es la persona feliz? La que está satisfecha con su porción» (Avot 4:1).

Una búsqueda incansable del éxito enraizada en un estilo de vida inmodesto garantiza los resultados contrarios a este objetivo. Einstein lo dijo de una forma, los sabios lo expresaron de otra manera.

Quizás el mejor resumen del pensamiento de los grandes sabios de todos los tiempos es comprender que el éxito es obtener aquello que se desea, pero la felicidad es querer lo que se obtiene.

Queremos ser felices. Nuestra cultura constantemente nos dice que la manera de llegar a ser felices es tener más dinero. Entonces podremos comprar más cosas, que nos darán más placer. Cuando no es así, nos dicen que en realidad necesitamos más dinero para comprar cosas mejores y más grandes, y por eso tenemos que trabajar más y tener más estrés, porque entonces realmente seremos felices. Y mientras vemos cada vez menos a nuestra familia y acumulamos más y más bienes, terminamos descubriendo aquello que nos dejó escrito también Benjamín Franklin: «el que multiplica sus riquezas multiplica sus lágrimas».

En la vida tenemos tres grandes amigos que al fallecer nos abandonan exactamente en el orden inverso que los tratamos. Apenas nuestra alma deja al cuerpo, también toda nuestra riqueza desaparece. Los parientes son un poco más leales, nos acompañan hasta el cementerio, nuestro lugar de descanso final. También ellos nos dejan para seguir adelante con sus vidas. Solamente nuestro nombre, los buenos actos que hicimos para los demás y la influencia que pudimos haber tenido sobre ellos sigue latiendo y nos ofrece una porción de inmortalidad.

Lo extraño de la gran mayoría de nosotros es que pasemos la mayor parte de nuestras vidas corriendo detrás del dinero, adquisiciones, poder, cargos, pasando mucho menos tiempo del que deberíamos con nuestra familia, amigos o lugares que nos enriquecen y dedicando tan pocos esfuerzos a lograr aquellas cosas por las cuales seremos recordados…

Quizás lograr una fortuna no es tan grandioso como se piensa. Nos damos cuenta tarde de esto. Podríamos identificarnos con las profundas palabras del autor contemporáneo Emile Henry Gauvreay que decía algo así como: «Hemos construido un sistema que nos persuade a gastar dinero que no tenemos en cosas que no necesitamos para crear impresiones que no durarán en personas que no nos importan».

El dinero y los bienes en verdad no son tan valiosos o importantes como «una vida calmada y modesta»; una vida no juzgada en función de las posesiones acumuladas, sino por el respetable legado ganado como siempre han pensado nuestros padres y abuelos.