Cuando las autoridades nos hablan de los peligros del sexo, hay en ello una importante lección: no tengas sexo con las autoridades.

(Matt Groening)

Vemos al Hombre. Su sexo, su sexualidad, su genitalidad. Complejidades y simplicidades psicológicas. Sus creencias. Su aparato epistémico para crear realidad. Su expresión. Su devenir. Su desaparición. Su nacimiento. Una red inacabable de instancias que se engranan con nuestra propia percepción y nuestras propias redes cognitivas. Redes que se informan -que adquieren forma y contenidos- y que se autoproclaman y se reconvierten.

¿Dónde empieza o termina un ser humano? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Están sus límites en la piel? ¿En la sociedad que integra? ¿En su «espíritu»? Todo lo que sucede tras su existencia -cuerpo y sociedad incluidos- es eventual, impredecible, inercial, algo caótico, sometido al albur del devenir y degradación del tiempo y que sólo toma prestado del espíritu su forma y su sensibilidad: el espíritu o alma o mente, como destinatarios de lo sentido por los sentidos. ¿O será que llegamos hasta donde llega nuestro lenguaje, como quería Wittgenstein? Si así fuera, todo lo que está del otro lado del lenguaje es una especie de nada, un «sinsentido» salvaje que funciona cancelándose y promoviéndose, como el pléroma de Jung, enfrascado en sus oposiciones y que no nos atañe. Mientras que lo que está de este lado es donde los hechos y el lenguaje se identifican, porque los límites del mundo son lingüísticos y las «cosas» son antes nombres que «cosas».

Como sea, así se «indefinen» los límites de lo humano, buscando aglutinación antes que una dispersión que nace de argumentos convenientes para el status quo de la civilización. Vivimos en un algo donde todo se enlaza siempre bajo el signo de lo humano como un poso biológico y espiritual de sensaciones que inevitablemente queda tras el sentimiento o la caricia. Una fuerza, un llamado irracional que tiende a fundir vínculos antes que a confundirlos; a desbrozar caminos, previo -y opuesto- al imperio de lo racional, que tiende a paralizar y levantar muros intelectuales entre las personas: todas aquellas estrategias del miedo que nos movilizan hacia la inmovilidad, implicando siempre estancamiento... y sabemos que, como pasa con el agua, donde hay estancamiento hay contaminación, ya sean de aguas o de ideas.

Es el miedo del Hombre al Hombre y a la libertad de su naturaleza; y nos referimos a las formas de expresar poder, que es la más molesta, destructiva y miedosa forma de pensar y de sentir lo real. Tal resquemor frente a lo que se es, genera todas aquellas barreras que detienen la evolución de la psique, y esto sucede porque en ese resquemor merodea la nada. Dentro de lo humano todo, fuera de lo humano: el sinsentido; la mudez de lo natural; todo aquello que nos es inaccesible: el pléroma gnóstico. Dentro de lo que tenemos de humanos sólo podemos esperar a que nos cruce, a través de la mente y del corazón, lo humano. Y esperar es saber esperar, porque vivir es esperar. Esperar lo humano: a que el amado o la amada lleguen; a que el niño salga de la escuela; a que el viejo muera en el geriátrico... Toda religión es esa espera: de un mesías por primera o segunda vez; de epifanías o reencuentros, y siempre esperar a que el amor atraviese con su saeta (florida en la iconografía india y de hiriente acero en Occidente) nuestro corazón.

Supo escribir Publio Terencio Africano en su Heautontimorumenos: Homo sum, humani nihil a me alienum puto, «Soy Hombre, nada humano me es ajeno». Todo es humano porque es en lo humano. Humano es todo lo que hay porque sólo consiste en ser aquello que es humano: fuera de lo humano sólo lo inconcebible que es, por su naturaleza, invivible. Y así arribamos a la idea de la unidad fundamental de ser no una persona, sino el Hombre mismo, todo él, como especie. Entender que no tenemos límites. Que no terminamos ni empezamos. Que no somos individuos. Que somos en la continuidad de la vida. Que todas nuestras barreras nacen de nuestra falta de amplitud de visión y que el amor es quien nos demuestra la unidad que nos asiste en nosotros y a pesar de nosotros. En efecto: el amor traspasa todo lo humano de extremo a extremo, haciendo desvanecer por ilusoria (lo Imaginario lacaniano) cualquier desconexión, tramando nuestras vidas -de todos los espacios y tiempos- en un rosario multidimensional e inagotable: un tejido infinito de vida y amor. Así, sabio es el mandamiento bíblico que quiere ver que varón y mujer sean, ante todo, en ellos mismos, una unidad. Leemos en Génesis 2:24: «Por esto el hombre (...) se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne». Fluirás más allá de tus padres y serás uno con alguien que no pertenecerá a «tu sangre» sino que unirá tu ser al otro (ese otro que es «todos»), para descubrir en el goce del sexo y del amor, la unidad fundamental de lo humano y cuya síntesis será la presencia del hijo.

El hijo es la prueba de que nunca hubo dos amantes, sino que el sexo y el amor atravesaron de lado a lado nuestra Humanidad (que en nuestra miopía se divide en dos) cristalizando en la unidad fundamental y humana del hijo; y aunque seamos ciegos a esa unidad por nuestra naturaleza, seremos videntes por el espíritu. El sexo forma parte de lo Humano no como compartimento estanco, sino impregnando nuestra biología. El sexo es la voluntad expansiva de nuestra materia viva y expresión del poder creativo del Hombre: lo que Swimburne Clymer llamó «la naturaleza creadora» del animal. Pero el Hombre ha logrado desde su biología, superarla y proyectarse hacia la autocomprensión amorosa de toda la materia: con el Hombre el Universo se hizo capaz de amar y en ese amor, amarse... y desde ese acto, totalmente inédito en la evolución de la materia de nuestro planeta, convertir una esfera de rocas, agua, gases y organismos vivos, en un templo: un mundo «aparte» (atendiendo a la etimología del término). El mundo del amor no es de este mundo: es un reino perteneciente a la espiritualidad humana. Y es en ese sentimiento que, como dijimos, atraviesa todo lo humano, donde se revela la naturaleza sagrada de lo existente: una experiencia performativa, donde cada participante del amor es descubridor, en su rol, del papel trascendental hacia la creación de la armonía cósmica que le asigna el rol. Su mundo de cosas, de imágenes (imago: acabado), se vuelve relativo y donde el ícono, la imagen, es el enigma de Nicolás de Cusa: el camino hacia el conocimiento de lo divino. Pero sólo el camino y el amar será, ahora, un manuductio, una guía que nos encamina hacia la armonía. Se manifiesta así la invulnerabilidad del Universo: él siempre vencerá porque lo es todo, quedando a merced de su necesidad absoluta de concordia y, o se está en armonía con él o nos volvemos intrascendentes.

La conformidad de lo natural consigo mismo es siempre patrimonio de la mirada del sabio. Y es natural tal armonía en la esfera humana, bajo el cielo estrellado y en el abrazo de la noche donde los amantes se encuentran para desvestirse de máscaras y revestirse de lo biológico. Allí el Amor sacia su sed en el agua del sexo, mientras el espíritu sacraliza y redime la escena, superando lo humano, pero ¿tiene Occidente las herramientas epistémicas para entender esta trascendencia? La segregación del sexo respecto del amor y de la espiritualidad ha distorsionado la idea de integridad. Entre modernidad y posmodernidad, la experiencia performativa (crear la realidad que nos determina para así poder crearla -en el marco de un bucle inexpresable-), desaparece en favor de una rígida y pobre estructuración sujeto/objeto que acorrala la fuerza del sexo, castra al amor y ahoga al espíritu. Convierte a lo sagrado en procaz.

Un progresivo regreso a la fysis, por el contrario, ayudaría a develar el rostro de lo suprasensible en esa manducación perdida rumbo al Todo del que participa lo sexual. ¿O acaso el orgasmo no es una forma de extinción de la mente tal como ocurre en otras experiencias extremas? Aunque sea cierto que el orgasmo puede ser una experiencia más vívida que cualquier otra, en toda forma de éxtasis (espiritual, místico, estético) el ego se vuelve sobre sí mismo y descubre que su propia nada es la fuente de su goce: en el orgasmo descubrimos la liberación de la constante presión del ego: atravesamos la puerta de la jaula que estuvo siempre abierta porque nunca existió... ni la puerta ni la jaula. El éxtasis sexual (y sus compañeros de viaje, menos «vívidos») son la experiencia de una forma de libertad, la cual posee un obvio lastre cultural: por ejemplo, se llegó a conocer la anatomía completa del clítoris recién en 1998, y lo tuvo que hacer una mujer: la uróloga australiana Helen O’Connell.

El no ser del orgasmo se disfruta: se arranca el fruto, y en el amor, esa fruta es convidada, alcanzando su dimensión final: el otro. En el otro se vuelve a ser feliz tras la dosis nihilista del placer orgásmico y la negación inherente al deseo. En el orgasmo se sospecha del yo, y en el amor aparece el otro, de cual también se sospecha cuando el hijo da como resultado biológico, la no algebraica suma de 1+1=1.

Ser uno en la carne y en el amor. Como el Uróvoro -la serpiente que devora su cola- es también fálica por fuera y vaginal por dentro: la Vida se autofecunda por la boca, por el Verbo: Dios es su amor y Cristo, su sexualidad. Si hay amor, el goce sexual encuentra significado, orden, orientación en la extraña suma; el cuerpo se ennoblece en la vida y se convierte en un templo que remeda lo cósmico, porque en el Uni/verso, toda suma da como resultado uno. El Templo del Hombre es su cuerpo y en él habitan su sexo y su sexualidad como potencias materiales que guían sentimientos y aparatos psíquicos. La madurez sexual acarrea el anhelo de recibir y dar afecto: de vencer las barreras del cuerpo y de la psique para ser una sola carne. Igualmente, es frecuente que se reniegue del sexo en pos del amor, sin reparar en que un eventual y casto «mundo de amor» sería, literalmente, un mundo deshabitado: un mundo ideal para las autoridades de cualquier sociedad. La separación entre el sentimiento amoroso y la vibración sexual consciente o puramente biológica (en la matriz de la mujer) ha llevado a la distorsión del sentido del amor.

Amar es imponer lo humano en el mundo, es humanizarlo, darle lo mejor que este mundo ha podido engendrar desde su propia materia y energía: el Hombre como especie y como nido de inteligencia, sensibilidad y pasión en el seno de un Universo que se nos muestra helado, no vivo y hostil. Es un ciclo inacabable, y a cada giro de nuestra libertad sexual y amatoria, nuevas verdades se abren al Cosmos a cada paso, y de ellas más y nuevas libertades. Y así hasta el infinito. Eso se llama Creación: lo que hacen los dioses, y el sexo será el primer paso del Hombre en su camino a la divinidad.