Un órgano, una red, el fundamento de nuestro ser, la sede del alma, de nuestra memoria, personalidad e identidad. Sabemos que es una red de neuronas con centros altamente especializados que dialogan constantemente entre ellos, donde la comunicación es modulada por sustancias químicas, los neurotransmisores. Sabemos que es la sede de nuestra memoria, pero la memoria, además, es un proceso que envuelve el ambiente. Basta pensar al efecto asociativo de un olor o de una voz. Pero ese olor externo tiene una representación interna, como la voz, y es ya un recuerdo, a pesar de ser parte del presente, como estímulo contingente. Por otro lado los sentidos nos hacen parte del mundo exterior e interior como también nuestros movimientos.

El cerebro participa junto al resto del cuerpo en nuestras emociones. Inicia, dirige y controla gran parte de nuestra actividad motriz y por consecuencia nuestro comportamiento. El uso del lenguaje es una actividad que depende del cerebro. Los miles de pacientes con afasia de diferentes tipos confirman este hecho. La autopercepción que es parte del concepto del yo, también es parte del cerebro. Pero el cerebro: ¿qué es? Físicamente lo distinguimos del cuerpo. Uno puede tomar un cerebro en la mano y declamar: este es un cerebro. Pero, funcionalmente, distinguir el cerebro del cuerpo y el cuerpo en su totalidad del ambiente y el ambiente de las representaciones que tenemos de él y estas representaciones de nuestras necesidades fundamentales como alimento, calor, afecto etc. no es una operación fácil y desprovista de problemas, como queremos pensar.

Es verdad el cerebro es un órgano inmerso en otro órgano y en otro órgano. Nuestro lenguaje habitualmente trasforma relaciones o procesos en objetos claramente distinguibles y asocia a esto propiedades y atributos que quizás no le pertenecen, solamente para facilitar la comunicación y la representación del mundo y la realidad. Haciendo así, perpetuamos una ilusión y nos apartamos de la realidad. En la planificación de los movimientos existe una interacción entre el cerebro, los músculos y los sentidos que es fundamental. Y observando un jugador de tenis de mesa, inmediatamente notamos que su postura física depende de una anticipación del movimiento del adversario y de la trayectoria esperada de la pelota junto a la fuerza estimada del golpee que esta ha recibido. El grado de integración de todos estos procesos nos lleva a pensar que la jugada está en el contexto, es decir, es la suma de todos los aspectos externos e internos que determinan la posición y reacción.

Esto se verifica en muchas otras actividades. Al ingreso de la oficina, donde trabajo, tenemos que introducir un código y muchas veces he observado que la capacidad de recordar el código numérico depende del movimiento de los dedos, como si la memoria fuese también determinada por estos y no exclusivamente, ya que la configuración física del panel, donde digitamos el número, también nos guía en nuestra capacidad de recordar. Es decir, la memoria es el resultado de una interacción, que transciende el cerebro. Lo mismo sucede con las emociones, donde la situación circunstancial tiene un valor enorme. Para hacer sentir una emoción a un público, hay que preparar el ambiente, la luz, los sonidos y los aromas. Todas estas cosas me llevan a pensar que el cerebro es una relación.

Recientemente he asistido al traslado de una persona anciana a una casa para ancianos y la memoria del anciano en cuestión deterioró rápidamente. Todos pensaron automáticamente en un problema de origen cerebral, como la demencia. Nadie consideró el cambio de ambiente como la causa catalizadora de este proceso y la razón está en esta idea de que nuestros procesos mentales sean determinados completamente por el cerebro como órgano físicamente delimitado y con sede exclusiva en nuestro cráneo. Por este motivo insisto en que el cerebro y muchas de sus funciones sean el resultado de una relación.