Al poner un pie en la superficie lunar, el astronauta estadounidense Neil Armstrong pronunció una frase que pasaría a la Historia y que resume la magnitud de ese momento: «Un pequeño paso para un hombre, un gran salto para la Humanidad». Pues bien, ¿se podría traducir esta hazaña en la revolución silenciosa pero imparable que vivimos en la Sociedad del Conocimiento?

Todos somos conscientes en mayor o menor medida de la creciente “robotización” de la realidad humana. Hablamos cada vez más con naturalidad de organizar nuestras vidas con el “Internet de las cosas” y hemos añadido al conjunto de inteligencias múltiples la “inteligencia artificial”, cuya hegemonía sobre la humana, en contra de presagios apocalípticos, los expertos se afanan en postergar entre tres o cuatro siglos.

Sin embargo, entre estos polos, la apreciación general de la población – incluyendo expertos e instituciones del ámbito político y económico – es de indefensión del ser humano y de crisis del concepto de sociedad humana tal y como se conoce hoy. Es decir, el miedo a una sociedad completamente robotizada se funda en la creencia de que su repercusión en el ámbito económico será la extinción no solo del trabajo humano, sino del concepto de vida tal y como la conocemos, derivando en una sociedad de ocio donde se reducen las interacciones humanas al ámbito digital.

David Roberts, experto estadounidense en tecnología disruptiva y fundador de Singularity University con el apoyo de Google y la NASA, subrayó en una entrevista reciente la brecha existente al haber pasado de una sociedad casi rural a una sociedad hiperconectada, globalizada, digitalizada en 50 años. De hecho, su propio proyecto educativo se centra en formar, al margen de títulos oficiales o créditos, a líderes innovadores, buenos conocedores del uso de la tecnología para aportar soluciones creativas y sostenibles a los grandes desafíos a los que se enfrenta la vida humana en el planeta a corto plazo: el acceso universal a agua potable, la energía sostenible, el cuidado del medio ambiente o la erradicación del hambre.

Ahora bien, siempre hay límites. Si hemos sido nosotros con nuestras capacidades quienes hemos creado las máquinas, nosotros debemos decidir hasta qué punto se introducen en nuestras vidas. Más aún, cómo se maneja la ingente cantidad de datos que obtienen de nosotros diariamente y que puede ser utilizada en nuestro perjuicio.

En esta tesis, la Unión Europea ha sido la primera institución internacional en decidirse a legislar sobre el asunto. Siendo pionera una vez más, y a pesar de vivir momentos de incertidumbre en su historia, el pasado mes de febrero el Parlamento Europeo ha aprobado una resolución para que la Comisión, el cuerpo ejecutivo de la Unión, empiece a sentar las bases de una legislación para la regulación de la Inteligencia Artificial.

Así, se adelanta a la iniciativa legislativa de los propios Estados miembros sobre la materia con el objeto de estandarizar y homologar una serie de principios que abarcarían, entre otros, la relación humanos- robots, el tratamiento de datos o la igualdad en el acceso a la robótica. Todo ello, en aras de crear un cuerpo legal europeo garante de la seguridad, la privacidad, la integridad, la autonomía y la propiedad de los datos de los humanos frente a las máquinas.

Finalmente, ¿lograremos que los robots lleguen donde nosotros queramos que lleguen, y sin historias de ciencia ficción?