Quienes, sin ser historiadores, hemos incursionado en el campo de la historia, y en particular la referida a las ciencias naturales, nos sentimos gratamente complacidos cada vez que ve la luz un libro nuevo, pues son muchos los personajes y hechos que hasta hoy permanecen ignorados u ocultos, y es urgente rescatarlos del olvido. Esta lucha contra la desmemoria es de gran relevancia, sobre todo en el trópico americano, que alberga las últimas grandes masas boscosas del planeta, cuyo conocimiento no puede disociarse de los aportes de los primeros naturalistas que inventariaron la vegetación neotropical.

Es por ello que debemos celebrar la reciente aparición, gracias a los esfuerzos de la Editorial Tecnológica de Costa Rica, del libro Adolphe Tonduz y la época de oro de la botánica en Costa Rica, escrita por el botánico Gregorio Dauphin López, de padre haitiano y madre costarricense. Y esto es así no solo por el valor intrínseco del libro, sino porque representa una reivindicación histórica de este incomprendido naturalista suizo.

Cuando iniciaba mi carrera universitaria en biología, tuve la oportunidad de leer el libro Vida y obra del doctor Clodomiro Picado T., escrito por Manuel Picado Chacón. Motivadora obra sobre nuestro sabio Clorito, me dejó marcado de por vida un pasaje en el que se relata que, al enrumbarse hacia su casa al final de su jornada laboral, en la Avenida Central vio que «un hombre alto, bastante canoso, ya gastado y muy beodo, estaba caído en la acera de la esquina. Unos gamines se burlaban de él, le silbaban y le tiraban de la ropa. Picado, indignado la emprendió a paraguazos y regañó a los gandules. Llamó luego un coche y alzó al hombre para mandarlo a su casa».

Ese indigente era nada menos que el botánico alsaciano Carlos Wercklé, a quien Clorito le debía mucho, de manera indirecta. Autor de la pionera y extraordinaria obra La subregión fitogeográfica costarricense, publicada en 1909, en ella Wercklé alude a la importancia de las plantas epífitas —las que crecen sobre los árboles— en algunos de nuestros bosques. Pero, además, él descubrió que en el agua acumulada de algunas de las especies de esa flora vivía una rana, que fue bautizada como Ithsmohyla (= Hyla) zeteki. Este hallazgo le fue comunicado al joven Clorito por José Fidel Tristán, su mentor en el Liceo de Costa Rica, y tendría tal impacto en su vida profesional, que su tesis doctoral en Francia se intitularía Las bromeliáceas epífitas consideradas como medio biológico. ¡Cómo no estremecerse, entonces, al ver tirado en una acera capitalina a un científico de inteligencia privilegiada, así, ebrio, sucio y maloliente!

Tristemente, el biografiado de ahora, de baja y delgada contextura, así como de temperamento taciturno y poco sociable, no difería mucho de su colega Wercklé en su grave afición al alcohol. Solteros y solitarios ambos, fueron compañeros de farra interminables veces. Y, tan degradante fue su situación, que en 1911 —según narra Dauphin—, el reputado agrónomo Enrique Jiménez Núñez, quien fuera secretario de Fomento, le envió una carta a Anastasio Alfaro, director del Museo Nacional, en la que le decía: «Tengo noticias de que el señor Tonduz visita con frecuencia ese establecimiento con el objeto de invitar al empleado Señor Wercklé a tomar licor. Como constituye un acto de desmoralización altamente perjudicial, le suplico se sirva prohibir la entrada al Museo de ese elemento pernicioso».

En realidad, Tonduz era un hombre bueno, como lo destaca Otón Jiménez Luthmer pues «aun intoxicado, jamás riñó con nadie». En este juicio coincide su paisano Henri Pittier, al expresar que era un hombre con «mucho de bonhomía y un corazón de oro». Su problema es que no podía con el alcohol, al punto de que a veces bebía por dos o tres meses seguidos y «con la naturalidad y la inocencia de un niño se arrimaba a un poste de luz y se ponía a orinar», lo que le costaba reiterados encarcelamientos y multas; en su bitácora, el secretario de la Agencia Principal de Policía «sentía una gran pena de escribir el nombre de Tonduz, un hombre de ciencia eminente, mundialmente conocido, conjuntamente con los nombres de lo peor de la granujería de aquellos días». Estos comentarios —no recogidos por Dauphin— provienen de un testimonio de primera mano, pues el botánico Jiménez Luthmer fue su discípulo y amigo.

Asiduos visitantes de cantinas josefinas de mala muerte, y al lado de compinches de torva catadura, las vidas de Wercklé y Tonduz continuarían por caminos tortuosos y terminarían de manera análoga.

En efecto, como si se tratara de la crónica de dos muertes anunciadas —parodiando el título del libro de García Márquez—, el 19 de noviembre de 1924, y con 64 años de edad, en una de sus borracheras Wercklé resbaló y se golpeó, en el Parque España; en el hospital se le diagnosticó «con traumatismos, desnutrido y con grave intoxicación alcohólica», y cinco días después moría. Sin un sitio para sepultarlo, la altruista Amparo López Calleja —viuda de José Cástulo Zeledón, nuestro primer naturalista—, que incluso una vez debió azotarlo por robar plantas de sus invernaderos para venderlas y comprar licor, depositó su cuerpo en el mausoleo familiar. De Tonduz —lo sabemos ahora en detalle, gracias al libro de Dauphin—, se había adelantado por tres años a su colega, cuando el 19 de diciembre de 1921 falleció en el Hospital General, en Guatemala, por «enterocolitis alcohólica», según la constancia de defunción. Sus restos fueron inhumados en un osario colectivo, por falta de quién le prestara un nicho.

Colegas de profesión, así como de infortunio, hoy sabemos más acerca de sus atormentadas vidas gracias al libro de Dauphin, así como a una amplia biografía que el recordado naturalista Luis Diego Gómez Pignataro escribiera sobre Wercklé en 1978. Eran como almas gemelas pues, aparte de su lamentable dipsomanía, sentían una incontenible y desmesurada pasión por la naturaleza, no le temían a nada al penetrar en nuestras selvas, trabajaban de manera infatigable, y escribían artículos científicos con gran solvencia y claridad. Ahora que Dauphin ha rescatado y traducido los cuatro amplios relatos intitulados Herborizaciones en Costa Rica, referidos a sus recorridos por la frontera norte, el valle del río Reventazón, la cuenca del río Diquís y Golfo Dulce, ¡qué gusto da leerlos, por amenos, así como ricos en información de muy variado tipo!

Con profundo y sincero dolor, uno se pregunta hoy en qué recónditos y lóbregos resquicios de sus almas estaban incrustadas las aflicciones que solo el alcohol les permitía paliar. ¡Quién sabe cuánto más habrían podido legar Tonduz y Wercklé a nuestras ciencias naturales si su alcoholismo no hubiera menguado tanto sus fuerzas y su ánimo!

Porque, en verdad, como lo demuestra de sobra Dauphin, los aportes de Tonduz fueron incontables. A pesar de sus lamentables rachas etílicas, se dedicó con devoción y pasión a sus labores, como se capta en sus relatos. Jiménez Luthmer acota que «Tonduz como colector y herborizador era un verdadero artista. Sabía cortar y doblar las muestras en la forma adecuada para su estudio y conservación. Los muchos miles de ejemplares que se conservan en las colecciones del Museo Nacional lo demuestran». En efecto, según lo documenta Dauphin, como curador del Herbario Nacional —puesto para el cual Pittier lo había reclutado en Suiza—, durante unos 30 años Tonduz preparó con esmero al menos 18.000 especímenes, recolectados por él o en colaboración con otros botánicos, entre los cuales había centenares de especies nuevas para la ciencia.

Esta denodada labor justificaba que fuera coautor —y eso le hubiera dado la reputación que merecía— de la obra Primitiae Florae Costaricensis, escrita por Pittier y Théophile Durand, colaborador belga. Pero él fue deliberadamente eclipsado y excluido por Pittier, su jefe en el Instituto Físico Geográfico. No cabe duda de que Pittier fue un excepcional científico, a quien Costa Rica le debe mucho, pero hay que reconocer que era bastante egocéntrico y hasta despiadado con sus colaboradores, a quienes les menoscababa sus méritos. Así lo demuestran de manera fehaciente varios testimonios recopilados por Dauphin, y también lo hemos sustentado en nuestro artículo Los primeros exploradores de la entomofauna costarricense, en relación con las colecciones de insectos del también suizo Paul Biolley.

Cabe acotar que, con los años y por justicia, otros especialistas honraron a Tonduz y su obra, al bautizar unas 140 especies con su apellido, como sucede con el higuerón Ficus tonduzii, el roble Quercus tonduzii, el cedro Cedrela tonduzii, la guaba Inga tonduzii, el matapalo Phoradendron tonduzii y la orquídea Stelis tonduziana. Y aunque el propio Pittier erigió el género Tonduzia para honrar su memoria, la marginación a la que lo sometió creó la imagen de que fue un simple recolector de plantas, la cual se ha perpetuado de manera indebida. En el fondo, esta es la médula del libro de Dauphin: reparar esta inmensa injusticia.

Por tanto, para valorar en su debida dimensión el legado botánico de Tonduz y así reivindicar a este gran científico, porque en verdad lo fue, Dauphin recurrió a numerosas fuentes, dentro y fuera de Costa Rica. Su tenaz labor detectivesca, de esas que se emprenden con profundos cariño y respeto por el personaje biografiado, lo hizo visitar Pully, su pueblo natal en el cantón de Vaud, así como archivos, museos y jardines botánicos en Suiza y Bélgica para rastrear las escasas y difusas huellas de Tonduz. El resultado final de estas minuciosas pesquisas, de varios años, es digno de encomio y elogio, a la vez que permite resarcir de manera definitiva la injusticia señalada.

Nos sorprende mucho, eso sí, que Dauphin ignorara casi por completo el testimonio del ya citado Jiménez Luthmer, pues es de gran utilidad para entender mejor a su personaje. En él se destaca la frugalidad con que vivía Tonduz, al alquilar por 20 años al señor David Mora un cuarto en una casa de adobe y piso de tierra, en San Francisco de Guadalupe. Sus únicos enseres eran "una tijereta, un taburete, un baúl y dos cajones de pino que le servían de cómoda, escritorio, biblioteca y mesa de noche". Fue en esas condiciones, y alumbrándose con candelas, que produjo gran parte de su obra escrita. ¡Cómo no mencionar tan revelador dato!

Cabe hacer un paréntesis para indicar que en la vida profesional de Tonduz hay una vertiente que Dauphin menciona, pero en la cual no profundiza, referida al mundo de la producción agrícola. En efecto, cuando sus actividades de taxónomo vegetal ya no le permitían contar con un salario permanente, la urgencia de la situación lo obligó a incursionar en el campo de la patología vegetal. En tal sentido, fue el primero en estudiar las enfermedades de las plantas en Costa Rica, y lo hizo sobre hongos que afectan al café, el cacao, la papa y algunos forrajes, y esto explica que después lo contrataran en Guatemala, donde hoy reposan sus restos.

Por cierto, un dato de importancia histórica, no citado por ninguno de sus biógrafos, es que Tonduz fue el primer naturalista pagado por el Estado para que ejerciera actividades propiamente científicas en nuestro país. De quienes lo antecedieron, el danés Anders Oersted, los alemanes Karl Hoffmann, Alexander von Frantzius y Julián Carmiol, al igual que el alsaciano Auguste R. Endrés, financiaron su estadía con fondos propios, en tanto que el alemán Helmuth Polakowsky fue contratado para que ejerciera la docencia en un instituto de segunda enseñanza. Así sucedió también con sus contemporáneos Pittier y Biolley, a quienes se sumaron paisanos como Juan Rudín, Gustavo Michaud y otros, profesores en establecimientos de secundaria. Debe resaltarse que Polakowsky, Pittier y Biolley no se limitaron a lo pactado, y trascendieron como extraordinarios investigadores de nuestra flora los dos primeros, y de nuestros insectos y moluscos el último.

En síntesis, y para concluir, fueron un danés, cinco alemanes y tres suizos los que marcaron la senda inicial de nuestras ciencias naturales, y lo hicieron con profunda e indeleble huella. Y, gracias al recién aparecido libro de Gregorio Dauphin, hoy conocemos con certeza y a cabalidad el puesto que, con sobrados merecimientos propios, ocupa Adolphe Tonduz en esa portentosa ruta.