Hace algún tiempo platicaba con una amiga mía de grandísimos conocimientos en biología evolutiva (y que por supuesto, también es una férrea defensora de los derechos de los animales), acerca de sus anécdotas en la difícil faena de generar una conciencia ambiental global. Incluso, me contó, estuvo implicada en un violento enfrentamiento con pescadores asiáticos intentando interrumpir el comercio de peces ornamentales a Europa.

Ella me decía que cuando uno compra un pez «exótico», además de contribuir a su probable extinción, es muy difícil saber los cuidados específicos requeridos para su supervivencia, pues un ambiente mal adaptado, puede ocasionarles mucho sufrimiento hasta matarlos. «Los peces tienen sistemas nerviosos complejos, reaccionan a estímulos de la misma forma que todos lo hacemos, recopilan información, interactúan, escuchan y observan a detalle».

A partir de lo anterior y basándonos en el hecho de que muchas personas tenían peces como mascotas, ella buscaba al menos que su localidad aprobara en las tiendas una normativa que regulara un cierto tipo de peceras curvas, en primera instancia, porque la forma redonda minimizaba el promedio de oxígeno requerido para que el pez respirara más fácilmente y, en segundo lugar, porque afectaba de sobremanera la visión del animal, distorsionando el entorno completamente y generando para él un stress innecesario en todo momento, debido a la «deformada percepción de su realidad».

Por supuesto, no pretendo decir que efectivamente tener un pez en una pecera redonda no sea un abuso, pero esa última razón sobre la realidad incorrecta del animal es muy interesante de abordar ya que, aunque parezca que los hombres no vivimos en una pecera retorcida, y de antemano, sabemos que la visión de realidad del pez es diferente a la nuestra, ¿Cómo podemos estar seguros de que es menos «real»?, ¿Cómo sabemos que en verdad nosotros no tenemos una percepción equivocada de la «realidad»?

Respecto a la relación del sujeto con su entorno, tanto la filosofía como la ciencia han planteado este problema y tratado de resolver lo que corresponde a la existencia humana: ¿qué es lo real? ¿Existen otras realidades separadas de la nuestra?

Para Sigmund Freud, autor del psicoanálisis, era complejo dilucidar qué constituía lo real…. ¿la realidad física o la realidad mental? Este notable psiquiatra ponía el ejemplo de una mujer que padecía un delirio de celopatía, es decir, estaba convencida de que su marido la engañaba y actuaba, en consecuencia, recriminándole su infidelidad. En realidad, su esposo jamás la había engañado. Esa mujer actuaba y se comportaba, no de acuerdo con la realidad externa, sino de acuerdo con su realidad psíquica. En otras palabras, estaba convencida de que su realidad interna era la verdadera y auténtica.

Otros psiquiatras, por ejemplo, han propuesto seriamente considerar los periodos de sueño como una realidad alterna válida, simplemente por el hecho de que pasamos aproximadamente 20 años de nuestra vida durmiendo, y para ellos es ilógico desechar tantos años, sin darles su debida importancia en este debate existencial eterno.

Diferentes estudiosos apuntan a que únicamente se trata de una simulación en la que vivimos controlados por un ser supremo como si fuéramos juguetes, mientras que algunos más aseguran tener pruebas de que la realidad es, de hecho, un holograma, producto de una arquitectura compleja que apareció fuera de la conciencia humana. Puede ser una inteligencia artificial, justo como en la película Matrix. O, como decía el filósofo René Descartes, un «dios maligno» que nos engaña y que nos impide el acceso al siguiente plano de realidad.

Tomando en cuenta esos ejemplos podemos señalar que no percibimos toda la realidad (si es que ésta existe). De hecho, los seres humanos no vemos esa realidad aparente, sino una representación de ella. Los rayos de luz que se reflejan en los objetos, entran en el ojo por la pupila, son enfocados por la córnea y el cristalino (y muchas personas además necesitan lentes) formando una imagen invertida en la retina. Después la imagen se traduce en impulsos nerviosos, convertidos en estímulos eléctricos. Los impulsos nerviosos llegan al cerebro divididos en información.

La forma del objeto, las «tres dimensiones», la profundidad, la distancia, la velocidad o la posición exacta no son observados ni al mismo tiempo, ni en el mismo lugar. El cerebro asocia esos datos, consulta otras percepciones tanto subjetivas como emocionales y fabrica las imágenes finales. Lo que vemos no está ahí: solamente está en nuestro cerebro.

Desde el punto de vista de la ciencia, a pesar de que la percepción del pez es diferente a la nuestra hipotéticamente, él podría generar todo un marco de referencia y sus propias leyes físicas para todas las cosas que observe fuera de su jaula de cristal. Por ejemplo, un objeto que se mueva en línea recta para nosotros, el pez lo verá en una curva. Sin embargo, como dije, se pueden crear modelos dentro de la pecera y aunque en principio, esas formulaciones serán más complicadas que las nuestras fuera de la misma, sus aseveraciones seguirán siendo correctas y deberemos admitir que la visión del pececito es una imagen válida de la realidad.

Otro caso que actualmente mucha gente da por hecho, por obvias razones, es el del movimiento de la Tierra y los cuerpos celestes en nuestro sistema solar. Antes de Cristo, Ptolomeo describía el movimiento de los astros alrededor de la Tierra y además la posicionaba como el centro del Universo entero. Entonces, en el siglo XVI, se publica el *De revolutionibus orbium coelestium¿, de Copérnico, diciéndonos que en «realidad», son los planetas los que se mueven alrededor del Sol, algo que hasta la fecha hemos comprobado con telescopios y demás mediciones avanzadas.

Entonces, ¿cuál es el modelo real? ¿El de Ptolomeo o el de Copérnico? Aunque parece muy evidente decir que Copérnico es el ganador siendo el otro erróneo, ciertamente eso no es verdad. De la misma manera que nuestro caso con el pez, uno puede explicar el movimiento de los astros tomando en cuenta a la Tierra o al Sol en estado de reposo o en movimiento. La simplicidad de los cálculos es relativa para cada situación y el marco de referencia que se decida utilizar.

Todo lo anterior nos puede llevar a la perturbadora conclusión de que no existe una verdadera certeza acerca de la definición de realidad, y no obstante la gente crea o trate de comprobar que existe un mundo tangible cuyas propiedades pueden ser definidas y observables con respecto a los espectadores, llegando incluso a generar leyes y teorías naturales, en realidad por lo que concierne a la física contemporánea, esa clase de percepción «clásica» también ya es muy difícil de sostener. Tomemos los principios de la física cuántica, lo cual es otra descripción muy precisa de la naturaleza, pero a escalas subatómicas, y vemos que una partícula no tiene una posición definida, ni una velocidad hasta que alguna de esas características es medida por un observador, pues el solo hecho de observarlas hace que las partículas se comporten de una forma u otra.

Entonces, no importa cuánta información tengamos acerca de la realidad o nuestras capacidades para medirla, jamás podremos predecirlas al 100% porque ella no es determinada con certidumbre. Este tipo de comportamientos han sido reflejados en múltiples experimentos, como el célebre experimento de Young, y llevaron a concluir que los humanos ya no somos meramente observadores de lo que medimos, sino también actores.

De pronto la ciencia, tradicionalmente dura y consistente se cuestiona el paradigma de la objetividad y lo demostrable: ¿podemos conocer la realidad sin interferir en ella y sin que ella interfiera en nosotros?

Parece ser que la presencia de un observador de la «realidad» introduce una incertidumbre inevitable: es imposible conocer al mismo tiempo todas las propiedades de nuestra realidad, porque al observar una, afectamos el resto. De hecho nuestro propio mundo cuatridimensional probablemente solo sea una sombra de algún universo multidimensional, de acuerdo a la teoría de cuerdas y peor aún, según la teoría M existen soluciones que dan como resultado un número aproximado de 10 a la 500 universos con un sinnúmero de realidades posibles, quizá con diferentes leyes y propiedades a las que conocemos. En ese caso, ¿dónde terminamos nosotros? ¿Cuál podría ser el camino para articular una verdadera definición sin caer en la muy gastada verborrea de que cada persona percibe y moldea su propia realidad?

Sin embargo, en palabras de uno de los padres de la mecánica cuántica: «Nada existe hasta que es medido». La consecuencia: no podemos conocer el Universo de manera absoluta y completa, porque para poder hacerlo necesitaríamos saber el valor exacto de magnitudes que, al medirlas, alteran otras magnitudes que también necesitamos conocer exactamente.

De acuerdo a la alegoría de la caverna de Platón, los hombres encadenados consideran como verdad las sombras de los objetos, sin hallar una nueva realidad. La «realidad» es lo que cada observador es capaz de medir pero de manera incompleta.

Tristemente tal vez nuestro estatus no sea muy diferente al del pobre pez atrapado en la pecerita.