Facebook ha protagonizado en las últimas semanas su mayor crisis de reputación. The Guardian y The Times publicaron recientemente como un colaborador de la compañía había accedido de forma irregular a la información de 50 millones de usuarios de Facebook. 270.000 personas de esos 50 millones entregaron la información de forma voluntaria respondiendo a un cuestionario para un estudio de personalidad que realizaba un psicólogo de la Universidad de Cambridge. El cuestionario se cumplimentaba a cambio de una contraprestación económica que cubría la consultoría Cambridge Analytica.

En aquel año 2014, Facebook aún permitía que una aplicación de terceros accedieses a la información de los contactos del usuario, situación que se revertió en 2015. Para entonces, los 270.000 perfiles de personalidad -con información como localización, aficiones, religión, opiniones…- recogidos en el estudio se habían convertido en los 50 millones de usuarios estadounidenses que fueron a parar a manos de Cambridge Analytica. Con esta información, la consultora trabajó en campañas de Trump y en la del brexit, permitiendo dirigir la información y los mensajes adecuados a los receptores idóneos. Sí, el big data era esto.

El escándalo le ha estallado a Facebook principalmente por su deficiente respuesta. Eran conocedores de la situación mucho antes de su publicación y prácticamente no hicieron nada, lo que despierta enormes dudas acerca de la protección que Facebook realiza sobre la información de sus usuarios.

Esta reacción es llamativa porque las redes sociales son por definición lo opuesto a la privacidad y porque tenemos perfectamente integrada en nuestra vida digital la alegre cesión de datos a cualquier empresa que lo solicite a cambio de algo mínimamente útil. Ahí en mi navegador tengo media docena de extensiones que a cambio de determinadas funcionalidades tienen permiso para leer y modificar toda la información que introduzco en el navegador y también la que genero sin ser consciente de ello. Algunas de ellas, nótese la ironía, están encargadas de mantener mi actividad en Internet alejada de ojos extraños. Podríamos continuar con las ingentes cantidades de información que recogen los medios sociales sobre los usuarios, la información que envía el sistema operativo al desarrollador y aún ni nos hemos acercado a los terminales móviles y sus apps.

No hay más que mirar a los dispositivos que tenemos alrededor y el uso que hacemos de ellos para darse cuenta de que el concepto de intimidad, en el sentido tradicional, es inaplicable en Internet. Antes, para mantener la privacidad bastaba con permanecer tras las paredes de casa. Hoy hemos abierto las puertas de esa casa a varias decenas de extraños de los que esperamos que sean buenos pero hemos dado permiso para hacer prácticamente lo que quieran con lo que ven y oyen. Hasta les dejamos que metan mano en nuestra cartera.

La privacidad es una cosa y la protección de datos otra. La primera es una batalla perdida en un ecosistema tecnológico como el actual, a menos que se esté dispuesto a renunciar a buena parte de sus ventajas. Lo segunda es la última línea de defensa y otra batalla que difícilmente se ganará pero que se puede evitar perder. Es improbable que la legislación y la responsabilidad empresarial vayan al mismo ritmo que el desarrollo tecnológico, pero al menos puede ir corrigiendo algunos de sus defectos más evidentes.

El usuario, por nuestro lado, se escandaliza mucho y hasta populariza hashtags como #deletefacebook, pero sin replantear los hábitos y usos que facilitan la manipulación de la información a niveles inéditos hasta ahora. La responsabilidad en las empresas que gestionan los datos en lugar de en nosotros por entregarlos.

Luego nos sorprendemos como si fuéramos nuevos.