En la fría celda del manicomio vienés, un hombre desnudo yacía en el suelo. Se levantaba solo para maldecir y emitir sonidos apenas audibles, además de algunas palabras incoherentes. Cuando alcanzaba a dar unos pocos pasos, se apoyaba en las paredes, arrastrando el pie derecho. Iba de un lado a otro, totalmente desorientado. Profería gritos espantosos y su cuerpo se estremecía de temblores incontenibles, que cedían por cansancio, dando paso a momentos de silencio y recogimiento.

Tenía pocos días de haber sido llevado por su esposa y algunos amigos a ese infernal centro, teniendo que engañársele para poder lograrlo. Ocurrió en julio de 1865. Y existían razones para hacerlo. Su conducta en los últimos meses había empeorado notablemente. Se mostraba hosco en ocasiones y en otras totalmente indiferente con su familia. Salía de su casa a menudo sin indicar el sitio donde iba y regresaba tarde con fuerte aliento etílico. En numerosas veces hubo que ayudarlo para que pudiera acostarse en su cama. Al día siguiente no recordaba absolutamente nada. Su conducta no tenía nada que ver con la persona que en un pasado no lejano, atendía solícitamente a mujeres embarazadas en el hospital, ni con aquella que alternaba con los mejores médicos de su época. Incluso se había vuelto libidinoso y buscaba contactos con prostitutas.

Para su esposa y los pocos amigos que le quedaban se había convertido en una persona totalmente desconocida. El médico que lo atendió en esos meses de calamitoso estado, el psiquiatra Dr. Riedel recomendó como única medida el internamiento en el manicomio. Para la época, no podía hacerse más. Estaba condenando a su paciente a una muerte lenta y tormentosa.

Sin embargo, sus problemas conductuales, aunque en menor grado, se remontaban a algunos años atrás. Alternaba estados depresivos con otros de exaltación e irritabilidad. Mostraba un terror infundado en defender sus descubrimientos ante sus colegas en eventos académicos y cada vez más tendía al aislamiento, tanto que, en sus años finales, decidió volver a su suelo natal. Ya su madre había muerto y aparte de su esposa, solo quedaban dos hermanos. Se le vio muchas veces caminando por las calles de Budapest hablando solo, despotricando en contra de los que no querían aceptar sus ideas, mientras repartía panfletos incendiarios dirigidos a quienes llamaba sin contemplaciones «asesinos de mujeres».

Al internarlo en el manicomio hubo que recurrir a la fuerza física. Se defendió como pudo, pero al final le pusieron camisa de fuerza. En los pocos días que duró su internamiento, fue golpeado repetidas veces por su obstinación. Presentó una infección en un dedo que no tardó en convertirse en septicemia.

Afortunadamente para él, su agonía duró unos pocos días. Ignacio Felipe Semmelweis falleció por la tarde del 13 de agosto de 1865. Contaba cuarenta y siete años. Su muerte prácticamente pasó desapercibida salvo para algunos familiares y amigos que le querían y conocían la trascendencia de su descubrimientos. La gloria tardaría algunas décadas para empezar desplegarse sobre el inmortal médico de Hungría.

Sus primeras décadas de vida

Ignac Fulop Semmelweis nació el 1 de julio de 1818 en Tabán, barrio que pertenece al distrito 1 de Budapest, cercano al castillo, en plena zona histórica de Buda, actualmente convertido en un parque. En el siglo XIX fue un barrio de ambiente romántico, repleto de bares, cantinas, pequeños restaurantes, visitado por artistas y bohemios. Por algo se le llamó el Montmartre de Budapest.

Fue el cuarto hijo de un comerciante judío. Al principio quería ser abogado, pero a la hora de decidir escogió la medicina. Se graduó en 1844 y sus prácticas las hizo en elAllgemeines Krankenhauss, de Viena, enorme y famoso hospital que entre sus numerosas salas, dedicaba dos para atender problemas obstétricos, la primera comandaba por médicos para la enseñanza de estudiantes y la segunda para la preparación de comadronas a cargo de enfermeras. Dos años después, Semmelweis fue seleccionado para ser adjunto del director de la primera clínica antes mencionada.

El terror de las salas de parto en todo el mundo era la fiebre puerperal. En algunas epidemias llegó a matar a una de cada seis embarazadas. Semmelweis día a día presenciaba con angustia y dolor, como se extinguían las mujeres que acudían al hospital para dar a luz. Le extrañó la conducta de muchas embarazadas que imploraban no ser admitidas en la sala atendida por médicos y estudiantes, prefiriendo la de las comadronas.

Cuenta una historia que en una ocasión Ignacio fue llamado para atender a una parturienta que a unas tres cuadras del hospital se encontraba en una callejuela a punto de culminar la labor de parto. Cuando este le reclamó por haber esperado tanto tiempo en vez de acudir a la clínica, la mujer llorando le contestó que se sentía más segura dando a luz en la calle que en el hospital (Jay E. Greene). Nuestro héroe calló admitiendo para sus adentros que la mujer tenía razón. El mismo se había preguntado muchas veces por qué la gran diferencia de las tasas de letalidad entre las dos salas. Para darle un marco estadístico al problema, analizó las muertes de mujeres en el hospital entre 1841 y 1846, encontrando que el 9,9 % ocurrieron en la primera sala y apenas el 3,3 % en la atendida por comadronas.

El siguiente paso fue hallar una respuesta a situación tan anómala. Se dio cuenta de que el problema se había agravado luego del establecimiento de la realización de autopsias a partir de 1820. Era costumbre que los médicos, acompañados de estudiantes, luego de realizar las autopsias de rigor, se dirigieran a la primera sala para atender los partos. La deducción resultó clara. Ellos llevaban el material que enfermaba y mataba a las mujeres. La muerte de su amigo, el Dr. Jacob Kolletsckha, por un cuadro clínico muy parecido a la fiebre puerperal, luego de cortarse un dedo realizando una autopsia, terminó de convencerlo. La solución descansaba en la higiene estricta que debían cumplir los médicos y estudiantes.

La orden fue que tenían que lavarse las manos con agua y jabón, cepillarse bien las uñas y después, enjuagarse con una solución de cloro. Los resultados se dieron al poco tiempo. La mortalidad comenzó a disminuir. El número mensual de muertes se redujo de treinta a siete. Lamentablemente Semmelweis no publicó esta primera investigación, pero sus amigos sí la comunicaron, entre ellos algunos que comenzaban a ser famosos como Ferdinand von Hebra (padre de la dermatología), Josef Skoda (clínico reputado), Karl von Rokintansky (uno de los fundadores de la anatomía patológica), así como su alumno Charles Routh, no logrando todos ellos hacer cambiar la opinión y la conducta del gremio médico. El mensaje para la época era muy duro y difícil de digerir. Los médicos y los estudiantes de medicina estaban transportando la muerte, de las salas de autopsias a los salones de parturientas.

El ocaso

El Dr. Klein, jefe de la sala de partos 2, rechazó todas las nuevas propuestas que le hacía ese médico foráneo y según Sherwood Nuland, historiador médico que ha hecho un extenso libro sobre la azarosa vida de Ignacio Semmelweis, más bien lo tomó como una agresión personal, de manera tal que cuando se le venció el término del contrato, no se lo renovó a Semmelweis que, con insistencia acusaba a colegas y estudiantes de ser los causantes de las muerte de tantas mujeres por la fiebre puerperal. No bastó la defensa de sus amigos sinceros ni de la fama que estos gozaban con méritos indudables, que se oponían a medida tan injusta.

Destrozado en las más íntimas fibras de su ser y con una fuerte depresión, decidió regresar a Hungría. Su hogar ya no era él mismo. Su padre y madre habían fallecido y solo encontró a una hermana y un hermano. Al cabo de un tiempo, las cosas empezaron a mejorar. Logró trabajo en un hospital modesto en donde puso en práctica sus ideas sobre higiene en la sala de partos. El éxito no tardó en llegar dado que la letalidad de las parturientas bajó ostensiblemente, y se le otorgó la cátedra de obstetricia. Al fin, pudo escribir un artículo en donde describía el éxito obtenido con su método higiénico y el amor llegó también a su vida, al casarse con Maria Wiendhoffer de 21 años. Ignacio para ese entonces contaba 37 (Richard Horton, Traducción Luis Gago).

No tuvo mucho tiempo de disfrutar la paz, el reconocimiento ni el calor hogareño. De nuevo encontró oposición de sus colegas, inclusive se afirma que R. Virchow, el llamado por su fama, el Papa de la medicina, lo denunció, pero aun así, en los tres años siguientes encontró tiempo y fortaleza para escribir el libro que cimentó posteriormente su fama. Lo tituló La etiología, el concepto y la profilaxis de la fiebre puerperal. Desgraciadamente no fue bien recibido entre la mayoría de sus colegas. Su estilo era directo, agresivo y contundente. Empeoró la situación las cartas que escribió a continuación, en las cuales acusaba de asesinos y de émulos de Nerón a sus más conocidos adversarios. Para ese entonces, su estado mental era preocupante. Su fin estaba cercano y ya lo relatamos al principio de este trabajo.

Con el arribo de la era microbiana y la cumbre de la antisepsia, Semmelweis es cubierto al fin, por el manto de la fama. Con razón se le reconoce como el salvador de las parturientas. Y para algunos, también es el verdadero padre de la antisepsia y no Lord Lister, como se afirma. Su mente enferma y el egoísmo de sus colegas, no le permitió conocer el éxito. Pero su gran obra y trágica existencia, no deja de conmovernos a todos.

Otro personaje relacionado con la fiebre puerperal

Semmelweis no fue el primero en proclamar que la fiebre puerperal era transmitida por los mismos médicos que entraban a las salas de parto después de haber manipulado cadáveres o bien atendido a mujeres que presentaban dicha enfermedad, sin haberse limpiado las manos y cambiado de ropa. Un ilustre médico y poeta norteamericano lo hizo unos pocos años atrás.

Oliver Wendell Holmes (1809-1894) fue un extraordinario personaje, dotado de una cultura impresionante, tanto así que en su tiempo se le llamó el autócrata de las sobremesas (F.R. Multon, J.J. Schiffers). Por cierto, en algunas ocasiones se produce confusión al nombrarlo, ya que fue el padre de un célebre juez de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos, que lleva igual nombre. Pero nuestro hombre, que fue profesor de anatomía de la universidad de Harvard y dotado, aparte de una portentosa cultura, de una bella escritura que la utilizó para escribir un poderoso alegato contra «las muertes de parto innecesario» que denominó Índole contagiosa de la fiebre puerperal.

Lo leyó y publicó en Boston en 1843. Su lectura es un deleite por la galanura de su prosa. De entrada nos dice que

«No quisiera yo que, al verme recopilar argumentos, corroborarlos y añadirlos a las pruebas acumuladas acerca de este gravísimo tema, alguien se figurase que existe la menor duda entre los miembros bien informados de la profesión médica acerca del hecho de que la fiebre puerperal se trasmite a veces de una persona a otra, así directa como indirectamente».

Más adelante, señala que “el punto que prácticamente hemos de dejar en claro es el siguiente:

«la enfermedad conocida con el nombre de fiebre puerperal es del tal manera contagiosa, que a menudo la transmiten de una paciente a otra, los médicos y las enfermeras».

Holmes para fortalecer sus puntos de vista no solamente recurre a su experiencia personal, así como la de otros médicos conocidos y amigos de él, sino que también cita otros trabajos realizados en diferentes países, como los datos del Registro de Inglaterra y Gales, así como el informe del Dr Collins en el hospital de obstetricia de Dublin, Irlanda.

Entre sus conclusiones finales, el Dr Oliver Wendel Holmes declara que «el médico que se dispone a atender casos de parto, nunca deberá tomar parte activa en el 'post mortem' de casos de fiebre puerperal».

También menciona que igual proceder se debe tomar en los casos de peritonitis, de la atención de casos de erisipela y después de participar en autopsias. Termina advirtiendo con severidad de que ha llegado la hora de que cualquier médico que haya tenido un caso de fiebre puerperal, «debe considerarse, no como una desgracia, sino como un crimen; y en sabiéndose tales circunstancias, los deberes del médico para con su profesión, deben inclinarse ante sus obligaciones primordiales para con la sociedad».