Los días han empezado a crecer nuevamente: este hecho me lleva a una reflexión de hace un par de meses. Me había levantado temprano, lo cual no es una sorpresa. Fui a dejar al padre de mi nieta en Aeropuerto de Bolonia, ya que volvía a Copenhague, después de una visita de cinco días. Al volver a casa, salí a pasear con mi nieta para hacerla dormir y dejar reposar a mi hija por unos momentos. Estaba aún oscuro, el aire frío me hizo bien y caminé con ella por unos 40 minutos alrededor de un parque que han inaugurado recientemente, donde aún no crecen plenamente los árboles.

Ese día habíamos pasado al horario de invierno y a las 7 de la mañana ya estaba claro. Veía el sol con su rostro pálido, de fines de octubre, alzarse perezosamente en oriente y mientras caminaba por las calles vacías, le cantaba en baja voz a mi nieta esas viejas canciones para niños que me acompañan desde hace años y pensaba en lo extraño que era cambiar el horario arbitrariamente, en el hecho que el tiempo que nos rige no es más que una convención social, que todos respetamos. Los horarios de trabajo, los encuentros, las citas. Todo evento, de cualquiera naturaleza, tiene su hora fija. Nos vemos a las dos de la tarde o nos juntamos a las 7.30 después del trabajo.

Pensé también en los relojes que tenía que ajustar y entre ellos el despertador del dormitorio, cuya función principal es permitirme saber la hora sin encender la luz o usar el teléfono móvil, que habitualmente dejo en otro lugar para no sentir los mensajes que llegan desde lejos, donde la gente vive en otros horarios.

Me detuve en un bar que abre los domingos a las 6 de la mañana y compré algo para llevar a casa. Pensé en las noticias, los periódicos, en la situación de Cataluña y me preguntaba cómo será el mundo de mi nieta, cuando ella tenga unos 30 años. Robots por todas partes, coches que se manejan sin chofer, internet incorporada a todos los instrumentos que usamos en la vida cotidiana, chips electrónicos en el cuerpo, la capacidad de transcribir en texto pensamientos rápidos sin usar un teclado y una sociedad completamente diferente, basada en la innovación y el conocimiento, con un uso eficaz del todos los recursos materiales y humanos.

Su mundo será completamente diferente del mundo en que viví yo y quizás ella me percibirá como un ser prehistórico, prisionero en su pasado y una época que ya no existe, hablando de temas desprovistos de actualidad, que quizás decida ignorarme por vivir en un nicho existencial con un tiempo que gira al contrario.

Estas ideas, me hicieron pensar en la situación de las personas de mi edad, que es completamente nueva. La sociedad cambia tan rápido y un segmento de ella, los casi ancianos, tiene pocas posibilidades de adaptarse, ya que sus capacidades son siempre menores y sus conocimientos parte de un mundo ya superado. Y con estos pensamientos en la mente, me dije que siempre quedarán las historias, los cuentos y que con ellos podremos salvarnos.

Los viejos les contaremos a los jóvenes sobre su pasado para que puedan entender mejor su presente y su futuro y tener una sensación de continuidad y sentido para que no se sientan extraviados en un mundo que corre vertiginosamente, superando conceptos apenas creados. Nosotros, los viejos del futuro, les hablaremos de valores, de nuestras experiencias lejanas, de nuestras pequeñas victorias y derrotas para que ellos sepan que existe algo que dura y persiste en medio de todas las transformaciones y que esto es el amor, la solidaridad y la capacidad de ayudarnos, porque la felicidad tiene que ser un sueño alcanzable y, a veces, realizado, que nos deja un recuerdo fuerte para poder seguir caminando.