En una primera etapa, Koch se dedicó con su acostumbrado ahínco, a mejorar sus métodos bacteriológicos que había desarrollado en Wollstein, especialmente los cultivos, las diferentes tinciones, las inoculaciones y otras inventivas ya desarrolladas. También avanzó en los campos de desinfección y esterilización. En este sentido, resultó de mucha utilidad su descubrimiento de que algunos químicos aplicados destruían las bacterias en tanto que en otras ocasiones solamente las inhibían. En 1881 se decidió a escribir un manuscrito en donde detallaba con suma exactitud y detalle las principales técnicas que había desarrollado para que sirvieran de guía a otros investigadores. En la práctica, este importantísimo documento se convirtió en la «Biblia de la Bacteriología» (S. M. Blevins y M. S Bronze).

Por esa época, entre las muchas enfermedades que asolaban Europa destacaba singularmente la tuberculosis. Se ha estimado que una de cada siete defunciones que ocurrían en dicho continente, era causada por dicha enfermedad. Era el terror que recorría Europa y el mundo, especialmente en las grandes ciudades, sofocadas por el hacinamiento, la falta de comida y la desnutrición que afectaba a sus habitantes. Sin embargo, ya se conocía que era transmisible. Millemin en Francia lo había demostrado, lo mismo que su generoso amigo Cohnheim en Alemania. No es de extrañar entonces que Koch estuviera interesado en descubrir su agente causal. La teoría microbiana estaba ya fuertemente arraigada y sus postulados precisamente habían sido ya descrito por el mismo Koch, quien tomó en cuenta los aportes de otros investigadores como Loeffler, Klebs y el mismo Henle. En esencia, decían que a cada enfermedad, correspondía un agente específico, que el mismo agente debía aislarse y cultivarse en un medio apropiado y por último, que este agente, al inocularse a un animal receptivo, produciría la enfermedad.

Su nueva pasión la comenzó como era de esperar, inoculando animales. De pacientes recién fallecidos por tuberculosis, obtuvo suficiente material para aplicarlo en los ojos de conejos y en la piel de conejillos de indias. Una vez que la tuberculosis se manifestaba, acudía a su querido microscopio con la esperanza de encontrar el bacilo sospechoso de causar la enfermedad, pero el mismo no aparecía por ningún lado. Pasados varios días de búsqueda infructuosa, pensó que quizás tiñéndolos con algún colorante podía hacerlos visibles. Probó con varios de ellos, pero el agente infeccioso continuaba mostrándose esquivo. Al final, al utilizar el azul de metileno, aparecieron unos bacilos teñidos de color azulado, muy delgados y ligeramente curvos.

Siguió observando material infectado de muchas clases de animales y volvían aparecer los mismos bacilos. Probó con innumerable número de tejidos no infectados y nunca observó los bacilos que había descubierto. Pudo demostrar además, que éstos siempre precedían a la formación de los tubérculos en los tejidos.

Llamó entonces a Loeffler y Gaffky, que estaban muy atareados en sus propias investigaciones y lo puso al tanto de sus hallazgos. Sus colaboradores entusiasmados le pidieron que hiciera públicos dichos descubrimiento ya que no había duda alguna de que había hallado el agente causal de la tuberculosis, pero el maestro los calmó diciéndoles que todavía faltaba trecho que recorrer. Debía primero cumplirse con sus elaborados postulados de la teoría microbiana. El siguiente paso tendría que ser el cultivar el bacilo en un medio apropiado. Y para tal logro, se zambulló Koch con su conocida paciencia, meticulosidad, ingenio y perseverancia en la investigación. Lo intentó con toda clase de caldos y gelatinas, pero no lograba hacer crecer sus bacilos, como lo conseguía por millones cuando trabajaba con sus animales de experimentación. Pero al igual que Pasteur, su mente lo inducía a descubrir nuevos senderos cuando sus viejas trochas le cerraban el paso. Con lógica simple y precisa pensó que quizás estos bacilos que crecían majestuosamente en los seres vivos, necesitaban de un medio que se pareciera a esa condición. «Fue así como Koch inventó su famoso medio de cultivo: la gelatina de suero sanguíneo…» (Paul de Kruif).

Las carnicerías locales fueron sus aliadas para suministrarle el material requerido. Luego, de un conejillo de indias infectado con bacilos tuberculosos, extrajo el material el cual cuidadosamente depositó en los tubos de ensayos previamente descontaminados, que contenían el suero con gelatina y los metió al horno. Después de una vigilancia diaria, no exenta de ansiedad, al cabo de dos semanas notó que en el material depositado aparecían unas motitas brillantes. Sin poder contener su emoción, las observó bajo el microscopio y allí estaban sus viejos conocidos, los bastoncitos retorcidos que causaban la tuberculosis. Uno puede imaginar la expresión de aquel hombre, que había luchado sin descanso, prácticamente solo, durante años en la comprobación de una hipótesis, que ahora lograba plenamente. Deben haber sido apenas unos escasos minutos de descanso y más que todo, de goce íntimo, pero conociendo su afán perfeccionista, se levantó enérgico y decidido, exclamando, pero aún falta más, todavía no he terminado. Requiero inocular con este material a infinidad de animales sanos y si estos realmente enferman, podré estar seguro y nadie me lo podrá rebatir, que soy el descubridor del bacilo tuberculoso.

Está demás decir que así lo hizo y ya el mundo podía conocer que, Robert Koch, después de centenares de experimentos, pruebas y trabajo incesante (se sabe que en esta etapa experimental, llegó a inocular 217 animales), había encontrado el agente causal de una enfermedad que globalmente mataba a millones de personas. Como si no le bastara con ese gran aporte que había hecho a la humanidad, pensó que le faltaba demostrar experimentalmente el modo de transmisión de la tuberculosis. Como suponía que la enfermedad pasaba de un enfermo a otro por medio del aire, diseñó una tienda cerrada en donde colocó a los animales (ratones, conejos, conejillos de indias) para luego a través de una ventana pasar un tubo conectado afuera con un fuelle y adentro con un vaporizador, para poder así diseminar una nube de bacilos. Al cabo de tres semanas, todos los pobres animales alojados en la tienda y sometidos a la nube de bacilos, había fallecido por tuberculosis.

Al fin satisfecho, Robert Koch comprendió que había llegado la hora de hacer conocer al mundo, su gran descubrimiento. La ocasión llegó el 22 de marzo de 1882 en la sala de reuniones de la Sociedad de Fisiología de Berlín, completamente llena con la flor y nata de la medicina alemana, sin faltar el mismo omnipotente Rudolph Virchow. El orador, con suma modestia relató calmadamente sus múltiples experimentos, sin omitir detalles y con mucha meticulosidad (llegó a presentar un poco más de 200 preparaciones microscópicas), hasta dar fin y sentarse para escuchar lo que tenían que decir los célebres invitados. Los testigos relatan que todas las miradas convergieron en Virchow para esperar lo que iba a decir el gran maestro, pero éste, sin decir palabra, tomó su sombrero y bastón, abandonando parsimoniosamente la sala. Con ese acto, poco elegante y hasta grosero, acababa de dar su opinión. No había nada que rebatir a lo presentado por ese poco convencional investigador, que carecía de méritos académicos y que por años, prácticamente había trabajado en solitario. A esta sesión se le considera sin duda alguna, como «una de las más influyentes presentaciones que se han hecho en la historia de la medicina». La noticia del descubrimiento del bacilo tuberculoso recorrió el mundo en pocos días y Robert Koch se convirtió en un hombre famoso, a la altura del gran Luis Pasteur.

La búsqueda incesante

Hay seres que no se rigen por la normalidad. Podía esperarse que para algunos, alcanzado el éxito y la gloria, podía aminorarse el paso y disfrutar de una vida más sosegada. Sería una recompensa a tanto sacrificio, penalidades y carencia de las delicias de una buena vida. Pero Koch pensaba que su ritmo de trabajo no debería cesar y debía continuar la labor que había escogido. Siguió con su investigación en el campo de la tuberculosis y estimulando el trabajo de sus colaboradores, que ya cosechaban éxitos importantes. Loeffler, junto con Klebs habían descubierto en 1883 el Corynebacterium diphtheriae, agente causal de la difteria y Gaffky tenía importantes logros en su haber. Koch analizó las patologías infecciosas más importantes que azolaban a Europa y se decidió por investigar la etiología del cólera. Europa en el siglo XIX había sufridas varias epidemias de esta enfermedad que ocasionaron miles de defunciones. En cambio, en la India era endémica y a principios de los años mil ochocientos ochenta había saltado a Egipto. Las autoridades sanitarias europeas esperaban que de allí, se trasladaría a sus respectivos países. Nuevamente entraron en colisión Pasteur y Koch ya que Francia y Alemania decidieron enviar misiones científicas a las tierras faraónicas con el objetivo de descubrir el agente causal del cólera. Koch, acompañado de Gaffky encabezó a los germanos, mientras que Pasteur, ocupado con la rabia, envió a su mano derecha Emil Roux y al joven prometedor investigador Thuillier. Ambos equipos realizaron numerosas autopsias a fallecidos por la enfermedad, en medio de condiciones terribles por el calor y el pésimo estado ambiental, pero no encontraron al culpable de la enfermedad. Más bien, el brote sorpresivamente como llegó, se fue. El acontecimiento más importante fue la desgraciada muerte de Thuillier, quien sucumbió víctima de la enfermedad que estaban investigando.

Koch entonces se dirigió a la India y en Calcuta, después de realizar más de cien autopsias, encontró un bacilo en forma de coma, que solamente aparecía en los fallecidos por el cólera. Logró cultivarlo y describir algunas de sus características, pero le fue imposible inocularlo a otros animales. Sin embargo, hizo un detallado análisis epidemiológico del cólera y comprendió que sus famosos postulados no lograban siempre asignar por sí solos, un criterio causal incuestionable. A su regreso a Alemania fue recibido como un héroe que había derrotado a los franceses. Todavía estaban muy fresco los recuerdos de la victoria en la guerra franco-prusiana y la hazaña de Koch despertó nuevas emociones nacionalistas. Entre los honores recibidos estuvo el ser nombrado profesor de higiene en la Universidad de Berlín y director del Instituto de Higiene.

En 1890 reinició sus estudios de tuberculosis y se enfocó muy ambiciosamente en hallar una cura para la enfermedad. Descubiertos los microbios, el paso lógico siguiente era buscar cómo prevenir las enfermedades, o bien encontrar curas para ellas. Koch logró obtener un preparado de bacilos tuberculosos muertos, en un excipiente con glicerina que denominó tuberculina. Inyectada subcutáneamente en animales con tuberculosis, se desarrollaba una reacción bastante notoria, en tanto ella no aparecía en animales sanos. Lo mismo sucedía en los seres humanos. Lamentablemente creyó que su tuberculina, o linfa de Koch o cura de Koch, como se le conoció en un principio, tenía poderes curativos o bien atenuaba el curso de la enfermedad, lo cual despertó grandes expectativas en todos los países. Koch logró que el gobierno alemán asignara importantes recursos para la producción de tuberculina y quiso obtener una magna recompensa económica para él por su descubrimiento (R. Langbein y B. Ehgartner). Infortunadamente el papel curativo de la tuberculina se desvaneció conforme aparecían resultados negativos en todas partes. Tal acontecimiento lesionó en parte el gran prestigio que tenía en su país y en el resto del mundo. No obstante, un año después, fue nombrado director del Instituto Koch (construido a semejanza del instituto Pasteur), habiendo renunciado a obtener regalías por la tuberculina. Esta no obstante, tuvo su reivindicación poco tiempo después, ahora como prueba diagnóstica de la tuberculosis y años después, la investigadora Florence Seibert mejoró su constitución conociéndose de allí adelante como PPD.

Los últimos años

Su matrimonio duró 25 años y parece que su primera esposa, Emmy Fraats fue una buena mujer que no ejerció casi ninguna influencia en el trabajo profesional de Robert Koch, como si la tuvo la esposa de Pasteur. Se divorció de Emmy para casarse con Hedwig Freiberg, una chica de 19 años que conoció en su laboratorio cuando se presentó como voluntaria para una prueba con tuberculina. Se comprende el escándalo suscitado por esta nueva boda en un medio social tan conservador. Con ella, pudo también alcanzar sus viejos sueños juveniles de viajar y conocer muchos países, aunque por lo regular en misiones de investigación. Fue su fiel compañera hasta el fin de sus días. En 1896 estuvo en África del Sur, en 1898 en Italia, confirmando allí los trabajos de Ronald Ross sobre Malaria. En el año 1904 viajó al África Oriental Alemana investigando una fiebre del ganado y otros padecimientos humanos. Recorrió durante varios meses los Estados Unidos en donde tuvo oportunidad de visitar a dos hermanos que residían en ese país. Durante esos primeros años del siglo veinte recibió numerosos premios y condecoraciones de muchos países, culminando con el premio Nobel de medicina otorgado en 1905. Finalmente, rodeado del reconocimiento mundial y del afecto de familiares y conciudadanos, falleció víctima de una cardiopatía en Baden Baden, el 27 de mayo de 1910. Tenía 67 años de edad.