Las nuevas tecnologías han llevado a la Humanidad a una cuota de progreso nunca antes vista. Accesibilidad, conectividad… La información viaja a una velocidad tal que ya nos permite conocer lo que pasa al otro lado del mundo en un tiempo récord… Y también lo que pasa justo en la puerta de al lado. A las personas que conocemos y con las que convivimos y trabajamos. La tecnología ha invadido nuestra privacidad y la ha cambiado por completo. Y no siempre para bien. Un suceso relacionado con la difusión de un vídeo de índole sexual y totalmente íntimo de una mujer entre su círculo laboral ha acabado con el suicidio de ésta y con un país conmocionado. Y preguntándose cómo se debe proteger la intimidad en la era del teléfono móvil.

Se llamaba Verónica y trabajaba en la fábrica de Iveco en San Fernando de Henares. Una de las grandes compañías del país en número de trabajadores y facturación. El último mes de su vida debió ser un infierno, entre las constantes burlas de algunos de sus compañeros, los corrillos y las habladurías. Alguien había difundido una serie de vídeos suyos, grabados hace años, en la más estricta intimidad con su expareja. Y ella no pudo aguantarlo. Se quitó la vida dejando dos hijos y un marido.

El caso ha saltado a la primera página de la prensa nacional no sólo por el fatal desenlace, sino porque pone sobre la mesa un debate de gran calado. ¿Cómo puede una persona defenderse ante tal invasión de la intimidad y cómo se debe penalizar a quien difunde vídeos privados de otras personas? La Policía investiga ya quién fue la primera persona que ‘compartió’ el material, y quiénes siguieron con la cadena de reenvío y humillación después. Porque se trata de un delito, completamente imputable. Los expertos llevan días recordando que compartir vídeos íntimos sin el consentimiento del afectado es ilegal, y que lo en un principio puede parecer una broma, conlleva penas de cárcel. Pero lo más importante: puede destrozarle la vida a una persona. Como le ha pasado a Verónica.

Se cree que el vídeo fue difundido al inicio en un grupo de WhatsApp que conforman una veintena de personas, y que luego han tenido acceso a él más de 200, de los cerca de 2.500 trabajadores de la empresa. ¿Quién fue el primero que envió a ese grupo el material? ¿Y quién lo compartió después en otros grupos y canales digitales? Eso es lo que los investigadores intentan esclarecer, porque de ahí podrían derivarse las responsabilidades penales.

El suceso levanta muchas cuestiones y reflexiones. ¿Quién de nosotros no ha reenviado un vídeo o imagen de otra persona, sin ser consciente de que es absolutamente ilegal? ¿Nos paramos a pensar qué tratamiento le damos a la gran cantidad de información que recibimos en nuestro teléfono o redes sociales?

Se ha sabido también que la fallecida acudió al departamento de Recursos Humanos de la empresa, que lo consideró «un tema personal y no laboral» y le ofreció unos días de baja, además de animarla a denunciar el caso. Pero no hizo nada por investigar ni sancionar a los culpables de la humillación. ¿Cómo deben actuar las empresas ante casos de este tipo? Es otra de las grandes preguntas que deja esta tragedia, y que sienta un triste precedente de cara al futuro.

Falta mucha educación: sobre la defensa de la privacidad propia y ajena, sobre la legalidad que regula las redes sociales, y sobre la ética de su uso. La tecnología no puede ser un arma de acoso y bullying que lleva al ser humano al extremos al que llegaron Verónica y otras muchas personas, menores y adultas, que vieron su intimidad expuesta sin poder hacer nada por evitarlo.