Como si fuera un Leopoldo Blum de este siglo, o un Ulises errante en su barcaza por el Mediterráneo —víctima de la red, que hoy es la mejor metáfora del viejo mar, con sus peligros, sirenas y gigante Polifemo incluido — en sólo 24 horas me sucede lo siguiente.

8:00. Abro el internet con buen ánimo de trabajar, pero Linkedin me informa que ya tiene mi puesto ideal en el mundo, cual es jefe comercial de una marca española de atunes y sardinas para Costa Rica. ¡Carambas!, pienso para mis adentros, quizá ese era mi destino. ¡El mundo puro y duro del comercio! Y conjeturo si no he desperdiciado varias décadas en abstracciones inútiles como la filosofía política y los derechos humanos. Algo parecido me manda a decir otra página. La gran transnacional Nestlé necesita un flamante gerente general en Argentina. Parece que, después de grandes deliberaciones y conciliábulos, la empresa decidió que yo soy la persona ideal y me insta a enviar el CV a la brevedad. Me siento muy honrado. En fin..., voy a tener que preparar la carta de renuncia inmediata al rector de mi universidad y decirle que dejo la cátedra y mi «tenure» de profesor, pues mi destino es el comercio, vender atunes por los supermercados de Costa Rica o, mejor aún, recorrer de Córdoba a la Patagonia vendiendo cereales y otros valiosos ítems.

10:00. Pero esto apenas empieza. Busco información sobre la UE y Gran Bretaña (y ese esperpento peligroso que se llama Boris Johnson) y la red me cambia de tema y me manda a decir que una pléyade de «hermosas mujeres de Ucrania esperan por mí». En efecto, en el sitio aparece la fotografía de una rubia ucraniana delirantemente guapa, absoluta diosa de la belleza eslava que — estoy seguro — a un clic del teclado estará dispuesta a venirse a Costa Rica, previo pago de un módico importe de, digamos, 5.000 euros, para gastos de viaje y otras menudencias... (conozco a alguien que cayó en la trampa).

11:30. Mientras todo acontece, Booking y TripAdvisor me recuerdan reiteradamente que debería estar en Bali, en las Islas Mauricio o en Budapest, junto al Danubio, y no en el aburrido escritorio de mi oficina en San José. Curiosamente, todas las semanas y desde hace años el algoritmo también me avisa que me tiene una oferta en un pequeño pueblo suizo de esquí llamado Lavertezzo, el cual nunca he visitado, pues jamás esquío. En todo caso, tendré que hacerle caso al algoritmo e ir algún día a Lavertezzo. Quizá encuentre allí mi destino, o la belleza pura y absoluta, como Stendhal la encontró en Florencia.

12:00. Hora de almorzar un sandwich oyendo a Telleman y a Vivaldi en el Ipad, pero Uber se adelanta y me recuerda que mi próximo chofer será un cuate que me llamará por mi nombre. Eso es sentido comercial, ¡eso es entender al cliente! De Telleman trato de saltar Leonard Cohen (pero el nuevo Audi Q8 se interpone en el puro inicio, y me mata el arranque de Take This Waltz). Hermoso ese Audi, por cierto...

13:00. Vuelvo al email para intentar seguir trabajando y me encuentro con un mensaje directo y rotundo, yo que no soy aficionado a la pornografía (desde adolescente me las arreglé sin tales artilugios). Un tipo que se llama Frank, de pocas pulgas, me envía un email y me dice que es un hacker de gran tecnología y omnipresencia, casi como el Big Brother orwelliano, y que, si no le envío en 48 horas la cantidad de 1.500 bitcoins (el tipo es muy sofisticado, no cabe duda..), le dirá a toda mi feligresía y contactos en FB — incluida mi santa madre — que soy aficionado a páginas de adolescentes haciendo tríos y cosas similares.

16:00. Termino una reunión y al abrir mi teléfono móvil para revisar mensajes me encuentro que — bien detectada mi ubicación en el planeta tierra como la tienen Orwell, Zuckerberg, Bill Gates, o quien diablos sea — los algoritmos me ofrecen dos o tres opciones para la noche, en un radio de tres kilómetros a la redonda. Un fino restaurante francés; un bar de karaokes; y un sospechoso salón de masaje tailandés, que, estoy seguro, es de doble fondo.

17:00. Me dirijo a dar clases a mis estudiantes en la Universidad de Costa Rica, y me pregunto — de repente — si no estaré yo totalmente equivocado.

Me pregunto si mi verdadero yo no es más bien el que ofrece mi algoritmo. En lugar de estar ingresando a la Facultad y encontrarme a mis estudiantes, con cara cansada por el trajinar del día, pienso si no debería estaría más bien conduciendo un Audi Q8, con una rubia ucraniana al lado mío, en las carreteras de Suiza o junto al Danubio, recibiendo mi salario mensual — contante y sonante — de vendedor de cereales a gran escala en la Argentina. Y tomándome una copa de vino en un bar, con Leonard Cohen cantando al fondo con su sonrisa oblicua y su eterno sombrero a lo Bogart.