Brillaba en su apogeo un sol calenturiento, cuando un hombre erguido, muy bien vestido, en la medianía de su edad, de barba elaboradamente cuidada, en el marco de un agraciado rostro, continuó su camino por una vereda lateral del camposanto que había elegido para su reposo final. Iba observando con cuidado, las tumbas y mausoleos de ciudadanos alemanes fallecidos en diferentes etapas, pero con algo en común: debían todos ellos haber sido adinerados, por lo majestuoso de los monumentos construidos para su sueño definitivo y recuerdo de familiares y amigos. Caminó unos metros más, hasta encontrarse con unos hombres que daban punto final al trabajo de erigir un mausoleo, que no desentonaba en absoluto con el resto de edificaciones de aquel lugar. Sin duda era una obra sobresaliente. Sólida, de líneas rectas, coronadas de unos ventanales que dejaban paso a la luz. El capataz le tendió la mano sonriente y esperó algunas palabras de aprobación de aquel médico que lo había contratado para dirigir la obra que estaba ante ellos. Este, secamente le dio las gracias al despedirlo, informándole que mañana podía acudir a su dirección para cancelarle el remanente del presupuesto estipulado para aquella construcción.

Cuando quedó solo, le dio una vuelta al mausoleo y se detuvo para pensar un poco en su vida y en el cumplimiento de una promesa que se había hecho desde que era un joven y apuesto médico militar. Él mismo, antes de morir, debía elegir el sitio en donde reposarían sus restos y construir el monumento. Y tenía que ser en un sitio honorable y distinguido.

Mucho tiempo había transcurrido desde que lanzó internamente aquel deseo personal y su situación actual. Ahora podía decirse que había triunfado en la vida y obtenido logros que solamente muy pocas personas en el mundo podían alcanzar. Le habían otorgado el Premio Nobel de Medicina, el primero que se había concedido en el mundo. El Estado alemán le había otorgado un título nobiliario de manera tal que ahora el von antecedía su apellido. Estaba entre las grandes figuras de la investigación biomédica y a diferencia de la gran mayoría de sus congéneres, le había extraído provecho económico a sus investigaciones científicas. La inmensa compañía Hoechst no solamente le había pagado importantes cantidades de dinero por elaborar y vender los sueros salvadores que descubriera, sino que le había invitado a asociarse con ella para construir en Marburgo su propio inmenso laboratorio, el cual precisamente llevaría su apellido, Behring, inaugurado en 1904 (K. Langbein, B. Ehgartner).

Emil, que era su nombre de pila, aspiró lentamente el aire de aquella mañana soleada y con sus manos introducidas en los bolsillos de sus pantalones, dejó escapar un soplido de satisfacción. Sí, en efecto, había triunfado en casi todos los objetivos que se propuso alcanzar, lo suficiente para sentirse un hombre feliz. Quedaron regados a la vera del camino de la vida algunas otras aspiraciones menores, como las de índole artística, que eran totalmente opacadas por los éxitos mayores. Recordó complacido lo que comúnmente se dice, la perfección absoluta no existe. Por otra parte, últimamente se sentía libre de los viejos fantasmas que en ocasiones atormentaban su mente. El trabajo continuo, la acción permanente, la lucha por sobresalir, aunque fuese atropellando a compañeros de laboratorio, parecíanle servir de antídoto a los fastidiosos y terribles pensamientos pesimistas que en ocasiones, le abordaban, causándole pena e inactividad. Ahora más bien se sentía pletórico de euforia y entusiasmo. Volvió sobre sus pasos y decididamente se dirigió a su casa para encontrarse con su familia y el destino que los siguientes años que le faltaban por vivir le depararían.

Los primeros años

El 15 de marzo de 1854 nació Emil Adolf Behring en Hansdorf, Prusia, siendo el hijo mayor del segundo matrimonio de un modesto maestro que en total tuvo trece hijos. Curiosamente, un día antes, el 14 del mismo mes de marzo, nació otro genial investigador, el Dr. Paul Ehrlich (C.H. Browning), quien por algunos años sería su compañero de trabajo en el laboratorio del famoso Dr Robert Koch. Siendo sus padres de escasos recursos económicos, no le podían garantizar estudios universitarios, pero al ser Emil un magnífico estudiante en la escuela y el colegio, sus maestros influyeron para que el joven pudiera estudiar en la escuela médico militar del Friedrich Wilhelm Institute en Berlín, de donde egresaban los médicos cirujanos prusianos. Esta beca los obligaba a prestar servicios durante varios años en el ejército, una vez graduados.

El primer destino de Behring fue servir en Wohlau y Posen, en Polonia, pero muy pronto, aparte de atender pacientes, encontró tiempo para explorar en el Departamento Químico de la Estación Experimental, abordando problemas relacionados con enfermedades sépticas. A los dos años de estar allí, había realizado importantes investigaciones sobre la acción del yodoformo, encontrando que tenía efectos antitóxicos. De inmediato tuvo la audacia de publicar sus descubrimientos, que no pasaron desapercibidos por sus jefes militares, quienes estaban interesados en todo lo relativo a la prevención, control y tratamiento de las enfermedades que pudieran afectar a las tropas del ejército. De inmediato, trasladaron a Behring a Bonn, para que fuese entrenado en métodos experimentales, en donde pasó los siguientes cinco años, tiempo suficiente para adquirir gran experiencia y comenzar a escucharse su nombre en el medio científico alemán.

En 1888 fue enviado a Berlín, para servir de asistente en el Instituto de Higiene bajo las órdenes de Robert Koch. Sin duda, ese era el destino que ambicionaba tener el despierto investigador militar (Nobel Lectures of medicine and physiology, Elsevier). No iba a pasar el resto de sus días en misiones militares desperdigadas por todo el imperio alemán. Sus objetivos eran otros y la fama en la naciente y progresiva investigación biomédica, especialmente en los campos de la microbiología e inmunología, le liberarían de las ataduras y compromisos con el ejército.

En el Instituto de Higiene y posteriormente en el de Enfermedades Infecciosas, ambos dirigidos por Koch, tuvo ocasión de rodearse con la flor y nata de los investigadores alemanes. En Europa, este equipo se estaba colocando a la altura de Pasteur y sus colaboradores. En el Instituto de Berlín, Behring tuvo ocasión de conocer y trabajar con Paul Ehrlich, otro brillante investigador, así como con diversos eminentes científicos que Koch, con la venia del Gobierno alemán, había logrado reunir, para obtener grandes descubrimientos en el campo de la medicina, que aliviaran el sufrimiento humano.

También conoció a F. Loeffler, un incansable hombre de laboratorio, que descubrió, junto Edwin Klebs, el Corynebacterium diphtheriae, agente causal que originaba la difteria, el terror de los niños en todo el mundo. Solamente en Alemania, para esa época, dicha enfermedad era responsable de 50.000 defunciones, principalmente niños, para los cuales no había tratamiento, ya que las membranas que obstruían las vías aéreas causaban la muerte por asfixia (solamente la traqueotomía podía evitarlo), o bien la exotoxina lo hacía por afectación del miocardio, además de provocar alteraciones neurológicas.

Loeffler intuyó la existencia de una toxina al no hallar el microbio en otros sitios del organismo, salvo en la garganta de los niños afectados. Al respecto escribió: «hay que descubrir esta toxina en los órganos de los niños muertos y en los cadáveres de los conejillos de indias, y en el caldo de cultivo donde tan bien se desarrollan. El hombre que descubra este veneno, probará lo que yo no he podido demostrar» (Paul de Kruif).

Evidentemente Loeffler era un gran investigador pero carecía de la intuición e imaginación de un Pasteur, o de un Koch, para llevar adelante sus investigaciones. Le correspondería a otro Emilio, esta vez el francés Roux, dar con la desconocida toxina. Después de innumerables ensayos fracasados, que descorazonarían a cualquier otros común investigador, el discípulo más famoso de Pasteur, ayudado por A. Yersin, quién más adelante descubrirá el agente causal de la peste, tuvo éxito al lograr un filtrado muy puro de cultivos del bacilo de la difteria, que tenía un poder inmensamente letal, «tanto que un condensado de ese filtrado con peso de una onza era capaz de matar veinte mil conejillos de indias o dos mil quinientos perros grandes» (Paul de Kruif). Pero Roux no pudo pasar de allí, como deseaba fervientemente para lograr la cura de tan terrible enfermedad.

Sus años de gloria

En diciembre de 1890, Emil Behring y el japonés S. Kitasato publican dos trascendentales artículos. En el primero describen cómo los conejos y ratones inoculados con cultivos esterilizados de difteria y de tétanos, son capaces de producir en su sangre antitoxinas en contra de esas enfermedades. En el segundo trabajo publicado, relatan el importantísimo descubrimiento de que dichas antitoxinas inyectadas en otro animal, pueden inmunizarlo y bien ocasionarle la curación de la enfermedad (A. Bracha, S.Y. Tan). Behring recordó a su admirado Goethe, cuando este exclamó que «la sangre es una savia maravillosa». Este efecto curativo pudo comprobarlo el mismo Behring con su joven esposa Else Spinola, ya que dos años después de haberse casado, contrajo difteria de la que se salvó gracias a la antitoxina descubierta por su marido.

Se ha escrito que Ehrlich contribuyó al éxito de Behring, cuando atendió la solicitud de este último, para mejorar la producción de su antitoxina, con la promesa de compartir regalías, pero éste jamás creyó necesario mencionarlo, ni tampoco cumplió lo ofrecido, aumentando así la creencia de ser una persona sumamente agresiva, e incluso carente de escrúpulos (K. Langbein, B. Ehgartneer). Además Ehrlich fue fundamental para la estandarización del método para lograr la antitoxina. Los investigadores son seres humanos y por lo tanto personas con atributos personales positivos y negativos. Por otra parte, Emile Roux, en Francia, encontró la forma de aumentar, e incluso mejorar la producción de antitoxina inmunizando caballos que podían producir muchos litros del producto. Así, en todo el mundo decenas de miles de niños que habían contraído la difteria, comenzaron a salvarse y la letalidad de la enfermedad cayó de un 50 % a un 13 %.

Igualmente sucedió con la aplicación de la toxina antitetánica, cuya prueba de fuego exitosa fue al ser aplicada profilácticamente en gran escala a los miles de heridos en los combates de trincheras, durante la Primera Guerra Mundial. Posteriormente Behring recomendó, para producir una inmunidad activa contra la difteria, una mezcla de la toxina diftérica y la antitoxina, la cual resultó efectiva. Años después el producto fue reemplazado por otro más seguro a base del toxoide, resultado de tratar la toxina con formaldehído, el cual posee la capacidad de inactivar su toxicidad sin dañar sus propiedades antigénicas (C.H. Browning).

Los honores llovieron sobre Emil von Behring, ya hemos mencionado el haber recibido el Nobel de Medicina y el título nobiliario de von. Fue nombrado Caballero de Honor de la Legión francesa y miembro honorario de muchas sociedades de Rusia, Hungría, Italia, Turquia y Rumanía. Desde 1896 estaba casado con Else Spinola, quien al momento de la boda apenas tenía veinte años. Con ella tuvo seis hijos. Adquirió una gran fortuna por sus acuerdos comerciales con la compañía Hoechst y por su propia industria, asentada en una gran extensión de terreno en Magburgo.

Los últimos años

Behring sin duda fue un notable investigador perteneciendo a esa élite de cazadores de microbios que hubo en las últimas décadas del siglo XIX y principios del XX. Fue quizás el principal constructor del puente que debía unir a los descubridores de los agentes causales de las principales enfermedades infecciosas con la prevención y tratamiento de las mismas. En lo personal fue un hombre difícil, de carácter violento, proclive a polemizar agresivamente con los que pensaban diferente a él. Tuvo varios brotes de depresión, lo que hace pensar que fue maníaco depresivo, dado también su obsesiva entrega al trabajo. En 1913 se rompió el fémur y nunca sanó adecuadamente. La osteoartritis y la gota que se le desarrolló le hicieron sufrir terriblemente. Los últimos meses de su vida tuvo que guardar cama. Todos estos acontecimientos agravaron su depresión y falleció el 31 de marzo de 1917, a consecuencia de una neumonía.