La pequeña plazoleta ya tenía la visita de amigos y algunos curiosos. El hombre, pequeño de estatura, regordete con una amplia y precoz papada, de piel muy blanca y cabello rubio, de vestir descuidado y un poco sucio, les hizo señas de que lo siguieran hasta el interior de la universidad. Varios académicos ya lo estaban esperando lo mismo que alumnos que deseaban conocer y oír al nuevo profesor, del que tanto habían hablado en el claustro. Corría el año de 1527 y estaban en la universidad de Basilea. Todos entraron y tomaron asiento, llenando casi por entero el local.

El hombre se colocó de frente al auditorio luego que fue presentado brevemente por el decano de medicina. Saludó en alemán y cuando todos esperaban que iniciara su clase en latín, como se acostumbraba en el medio académico, continuó la conferencia en el idioma nativo. Los profesores se miraron sorprendidos mientras que los jóvenes estudiantes intercambiaban guiños y muestras de satisfacción. El profesor explicó que había llegado la hora de desterrar del discurso, las lenguas extranjeras, que consideraba una pantalla de la ignorancia. Muchos personajes del mundo profesoral hablaban en latín para presumir de mucha sapiencia y desalentar así a los críticos que no eran muy versados en dicho idioma, a emitir preguntas comprometedoras. El alemán era una lengua sonora y hermosa, que no desmeritaba ante ninguna otra de origen extranjera, aun del latín, que presumían de ella los religiosos, le gente culta y los profesores de la academia.

Luego entrando en materia, le dijo a su asombrado auditorio que había llegado la hora de desechar a los clásicos médicos y reemplazarlos por el estudio directo de la naturaleza, de la práctica, del saber popular. No se podía aceptar como verdad absoluta todo lo que había dejado escrito Galeno y Avicena, producto a su vez en gran parte, de la extensa obra que habían elaborado Hipócrates y Aristóteles. Esa vasta herencia cultural tenía que ser confrontada con la realidad y no aceptarla textual y fielmente. El mejor tratamiento médico, insistía Paracelso, debía dejarse a la madre naturaleza:

El médico no es más que el servidor de la naturaleza y no su dueño. Por eso corresponde a la medicina seguir la voluntad de la naturaleza.

Para demostrar su total convencimiento de lo que estaba diciendo, les invitó a presenciar la quema de los textos clásicos de autores como los que acababa de citar, que haría en los próximos días, en las afueras del recinto universitario. Y como un adelanto a lo prometido, rompió en pedazos un texto del gran médico romano. «Los espero a que presencien mi ruptura con el conocimiento médico pasado. Ha llegado la hora de una medicina más actualizada y más real», finalizó en medio del asombro y la sorpresa de los concurrentes la primera clase que daba en Suiza Philippus Aureolus Teofrastus Bombastus von Hohenheim, más conocido por el nombre que él mismo se había dado: Paracelsus, es decir, alguien superior a Celso, que había sido una gran figura médica del Imperio romano.

Paracelso, con sus palabras y sus hechos cumplidos, levantó una tolvanera de comentarios adversos entre sus colegas médicos, farmacéuticos y profesores, que le hicieron la vida imposible. A pesar de era una persona valiente que no le temía a ningún hombre, como lo proclamaba siempre que podía, y que a su vez, era capaz de perdonar, decidió un año después, en 1528, abandonar Basilea. No le costó mucho emprender nuevos rumbos.

Toda su vida sería un trotamundos, un ser errante, caminante de mil senderos, que parecía más bien gozar del cambio de escenarios y de conocer a nuevas gentes.

Sus primeros años

Paracelso nació en Einsiedeln, cerca de Zúrich, Suiza, el 10 de noviembre de 1493, un año después del descubrimiento de América y en pleno desarrollo del Renacimiento, hijo de un médico y alquimista, de nombre Wilhelm Bombast von Hohenheim, hijo natural a su vez de un noble suabo y caballero de la Orden de San Juan (Samuel Finkielman) y de madre Suiza, que lo dejó huérfano a los seis años de edad. A esa tierna edad, su padre se hizo cargo de él y lo llevaba con él cuando iba a pasar consulta.

Aprendió así, de primera mano, el contacto con pacientes y cuando ambos se trasladaron a los Alpes austríacos para que su progenitor atendiera los trabajadores de una mina, tuvo ocasión de aprender también las características de los metales y conocimientos rústicos sobre alquimia. Durante esa estadía en la montaña recibió clases formales por parte de monjes benedictinos y se dice que igualmente de un obispo famoso, Eberard Baumgertner, quien curiosamente era también alquimista.

Debió haber sido un chico muy inteligente para despertar el interés de religiosos tan sobresalientes, y el contacto con tanta gente diversa del pueblo, con hábitos y costumbres dispares, deben haber influido mucho en la conformación de su carácter independiente y cosmopolita.

Siendo ya un adolescente, se inscribió en la Universidad de Basilea y más adelante en la de Viena. Además, acudió a otras universidades europeas en búsqueda de conocimiento y experiencia. Deseando seguir la profesión de su padre, se dirigió a la Universidad de Ferrara en donde se graduó de médico. Fiel a su espíritu nómada y trashumante, encaminó sus pasos con el diploma en la mano, a las universidades de Montpellier, París y luego Lisboa, para de allí embarcarse a Inglaterra, Escocia e Irlanda. De vuelta al continente, visitó los países bálticos, Prusia, Polonia, Rusia, país en donde se dice, fue hecho prisionero por los tártaros, siendo bien tratado por ellos, que aquilataron su gran saber, haciéndole conocer los usos del opio, que Paracelso bautizó con el nombre de «láudano».

Por último, estuvo en Hungría para de allí pasar al mediterráneo en donde visitó varios países, haciendo escala en el Cairo y luego en Constantinopla. Así, recorrió prácticamente toda Europa, pero no en búsqueda de placer o simplemente por conocer tierras nuevas y algunas ignotas, sino más que todo para profundizar sus conocimientos médicos. Ya estaba convencido que nunca lograría ser un médico sabio, basándose solamente en el estudio de los textos clásicos.

Era menester viajar a muchos países para conocer las enfermedades predominantes, los medicamentos locales administrados, las creencias populares que tenían los campesinos, los artesanos, las parteras, los barberos que practicaban la cirugía, en fin, observar, analizar y sacar conclusiones de la práctica de la medicina, en medios geográficos y humanos muy dispares. Ese largo recorrido por adquirir sabiduría duró un poco más de diez años.

Por esa época escribió su primer libro, que tituló Paramirum, que dedica al estudio de la causalidad de las enfermedades y que por su conocimiento del ser humano dentro de grupos sociales, se puede considerar «un intento de antropología médica» (Lugones Miguel, Ramírez Marieta y Miyar Emilia).

Cuando estimó que estaba bien formado intelectualmente decidió regresar a tierras de habla germana.

Los años de madurez y de polémica

En un principio llegó a Villach, en Austria, para visitar a su padre. Quiero suponer que fue la única persona a quien realmente amó. Desde muy niño lo acompañó siempre y recibió de él muchas enseñanzas que le serían de mucha ayuda en su vida adulta, especialmente el latín, botánica, mineralogía y por encima de todo, como tratar enfermos. Sin embargo, poco tiempo estuvo a su lado. Quiso establecerse en Salzburgo, pero su adhesión a la causa de la rebelión campesina, que ocurría por ese entonces, le granjeó muchas enemistades y más bien se vio forzado a huir. Deseó probar suerte en Estrasburgo y comenzó a ejercer su profesión.

Pero a finales de 1526, ocurre un hecho imprevisto. Recibe una llamada de auxilio desde Basilea. Se trata de un famoso enfermo, el impresor Frobenius, íntimo amigo del aún más célebre filósofo Erasmo de Róterdam, quien presenta gangrena en un pie y para salvarle la vida, los cirujanos recomiendan amputarle la extremidad. Erasmo ha oído hablar de la fama de Paracelso y recomienda llamarlo para que atienda a Frobenius. Paracelso acepta y acude para ver a su famoso paciente. Logra salvarle la vida sin necesidad de recurrir a la temida amputación.

Erasmo aprovecha la visita del médico tratante y le solicita remedio para sus dolorosos ataques de gota. Paracelso le aplica el láudano que siempre llevaba consigo y obtiene aliviar a su nuevo paciente. Agradecidos ambos pacientes gestionan y logran un cargo oficial, con compromisos académicos, para ese médico excelente.

Son los momentos cuando ocurren los sucesos descritos al principio de este artículo. La reacción de la academia y del círculo de médicos es inmediata. Cómo se atreve ese recién llegado a Basilea a profanar la herencia sagrada de la medicina. Los denuestos llueven sobre Paracelso. Se agrega a esto una demanda sobre un litigio acerca del pago de unas consultas y Paracelso empeora las cosas insultando al tribunal, que de inmediata ordena su detención. A éste no le queda otra opción que huir y lo hace de inmediato para salvarse de la cárcel. Sigue a continuación nuevamente un largo peregrinar por diferentes ciudades europeas en donde ejerce la medicina, logrando en algunas de ellas fama y admiración, en tanto que, en otras, más bien obtiene el odio y la persecución. Paracelso no puede anclar por mucho tiempo en ningún lar. No conoce la tranquilidad y el sosiego. La polémica va con él a todas partes. No le interesan los bien materiales. Más bien reparte entre los pobres lo que tiene. Con evidente razón, ha sido llamado «un quijotesco sanador andante» (S. Finkielman). Otros, más crueles, decían de él que era «un médico maldito».

Pero no deja de escribir. Dedica su obra Opus Paraminum a describir la causa de las enfermedades. Se trata de una causalidad mixta en donde todo cabe, desde las influencias planetarias y astrales, pasando por las de origen ambiental y aquellas debidas a la herencia, así como las espirituales, y por último, las desde muy antaño conocidas como castigo de Dios, la ira divina por los pecados cometidos. Su libro Liber Paragranium aborda los principios que rigen y sostienen la medicina: la astronomía y astrología, las ciencias naturales, la alquimia y la virtud y el amor («Únicamente un hombre virtuoso puede ser buen médico»). Luego publica una obra que titula Cirugía Magna dedicada a esta rama médica, que según él, solamente debe ser ejercida por galenos reconocidos y no por los barberos, como era la costumbre generalizada («No debe haber ningún cirujano que no sea también médico. Donde el médico no sea también cirujano, no será más que un ídolo que no es sino un monigote»). Parece ser que Paracelso también fue cirujano ya que sirvió en varios ejércitos europeos. Por algo se menciona que nunca se separaba de una larga espada.

Específicamente describió varias enfermedades como la neumoconiosis, el cretinismo, el bocio y la sífilis. Empleó sustancias químicas y determinados minerales en la terapéutica y puede afirmarse que fue un pionero de la homeopatía (llegó a decir que «lo parejo cura lo parejo»). Lo mismo se dice de la toxicología, por su célebre frase dosis sola facit venenum («la dosis hace al veneno»). Introdujo, además, el término sinovial. Estuvo de acuerdo con los cuatro temperamentos galénicos para sagazmente asociarlos a los cuatro sabores primordiales: carácter dulce (flemático), amargo (colérico), salado (sanguíneo) y ácido (melancólico).

Fue un luchador para que la medicina se alejara del escolasticismo y se abriera a la experimentación y las bases científicas, pero nunca pudo romper definitivamente con el pasado y menos con su convicción acerca del misticismo y la astrología. Quiso conjuntar, al mismo tiempo, la mística de la Edad Media y el materialismo del Renacimiento y su vida y obra, fue la expresión de ese gran intento frustrado (K.Pollack).

Los años finales

Cansado de tanto trajinar por el mundo y de luchar por sus ideas, así como de responder a las agresiones, insultos, vejaciones, expulsiones e intentos de recluirlo en una cárcel que hicieron sus múltiples enemigos, aceptó la invitación de la nobleza para asentarse en Salzburgo. Alojado en la posada El corcel blanco, falleció el sábado 24 de setiembre de 1541. Tenía 48 años de edad y la causa de muerte sigue siendo incierta. Algunos aseguran que fue envenenado. El mismo día, según sus deseos, fue enterrado en el cementerio para pobres de San Sebastián. Sesenta años después, el arzobispo Wolf Dietrich von Raitenau ordenó su traslado a la capilla de San Gabriel, que transformó en un mausoleo.

En vida, no se le conoció mujer asociada a su vida emotiva. Su baja estatura, rostro imberbe y una exhumación de sus restos realizada a mediados de la década pasada de los años noventa, que reveló una pelvis femenina, hace sospechar que Paracelso bien pudo haber sido genéticamente del sexo femenino y padecer una hiperplasia suprarrenal congénita con pseudohermafroditismo (S. Finkielman).