Uno de los principales problemas de la filosofía de la naturaleza es saber cuáles son, entre las propiedades de los objetos que percibimos, aquellas que pertenecen a estos objetos tal como son en realidad, independientemente de nuestro contacto con ellos, y qué aspectos dependen de las particularidades de nuestro organismo, incluyendo la mente. Esta manera de expresar la pregunta es conscientemente realista puesto que se considera la posibilidad de que al menos ciertas propiedades verdaderas de las cosas sean accesibles a nuestro conocimiento. En el extremo opuesto del espectro filosófico, los idealistas postulan la inverosimilitud de la creencia en la existencia de propiedades susceptibles de ser separadas del organismo consciente para ser luego, objetivamente, atribuidas a las cosas en sí. A continuación considero principalmente las posiciones realistas fundamentales.

La ciencia moderna «dura», es decir matematizada, aquella que aspira a dar una representación verdadera del mundo, encuentra su noble origen en los Antiguos: en Parménides, Pitágoras, Platón, pero sobre todo en Leucipo y Demócrito. «El Ser es y el No-Ser no es» (Parménides). Pero además de ser eterno, el Ser es también inmóvil, mientras que la realidad vivida no se detiene, está en un estado constante de movimiento. Y entonces, para dar cuenta del devenir y mientras que nada alrededor daba indicio de tal cosa, Leucipo y Demócrito tuvieron una de las intuiciones metafísico-científicas de valor supremo para el porvenir del conocimiento de la naturaleza: rompieron el Ser parmenídeo en partículas infinitamente pequeñas, insecables y homogéneas — los átomos — cuya propiedad única son sus formas geométricas. Los átomos heredaron así la eternidad del Ser parmenídeo y la creencia pitagórica en la realidad matemática. La afirmación pitagórica «todo es número» llegó a ser «todo es átomo». La formación y la deformación de los seres, el devenir, se deben al desplazamiento atómico, el único movimiento posible. Y para que los átomos se desplacen Leucipo y Demócrito imaginaron el vacío, ancestro del espacio de los modernos. El agua corre porque sus átomos son esféricos; los objetos ácidos están compuestos de formas puntiagudas, y así sucesivamente. La realidad es atómica y las experiencias psíquicas no son excepción, hipótesis decisiva para el materialismo posterior. Los fenómenos, cualesquiera que sean, son reducibles a la mecánica de los átomos, todo es cuantitativo.

Ahora bien, la metafísica y la epistemología de Aristóteles son esencialmente diferentes de aquellas de los atomistas. En primer lugar, las propiedades cualitativas o cualidades secundarias (CS), no solamente no son reducibles a lo cuantitativo, a las cualidades primarias (CP) sino que son más reales que ellas. Según Aristóteles, lo cuantitativo matemático tiene un valor inferior a lo cualitativo sensible puesto que lo matemático se obtiene por abstracción. En la realidad hay grupos de tres árboles, de tres astros, de tres hombres, pero se los considera solo en tanto que conjuntos de tres unidades, y uno llega a darse cuenta, mediante una intuición intelectual, que el 3 de cada grupo es el mismo 3. La propiedad de una entidad, la esfericidad de una manzana, es abstraída — separada — del fruto y llega a ser, artificialmente, una entidad, la esfera en el espacio euclidiano. En segundo lugar, el aspecto formal exterior, matemáticamente descriptible de una cosa, es muy inferior a su entelequia, al modo de ser de una cosa cuya esencia está perfectamente realizada. La historia de este problema — cómo determinar las propiedades verdaderas de las cosas — es aquella de las relaciones entre el punto de vista de Aristóteles por una parte, y aquel de Leucipo y Demócrito, por otra.

La distinción entre la apariencia y la realidad, correlativa de la distinción entre las CP y las CS, ha sido discutida con fuerza en la época moderna debido a su importancia en la visión mecanicista del mundo, fundamento de la ciencia de la naturaleza. Marcando la distinción entre las dos clases de cualidades, con la máxima nitidez alcanzable en su época, los modernos contribuyeron a la separación entre el hombre y la naturaleza extrahumana, entre lo subjetivo y lo objetivo. De ahí en adelante se considerará que el mundo real se encuentra fuera del hombre, y esa es la fuente del problema principal de la epistemología moderna: cómo saber luego si nuestra representación de las cosas corresponde al mundo real.

Galileo, Descartes, Boyle, Locke, entre otros, prolongaron la tradición según la cual la realidad se compone de lo que es absoluto, inmutable, invariante, objetivo, mientras que lo relativo, lo cambiante, lo subjetivo son sólo apariencia. Las CP, con algunas variantes al pasar de un científico o pensador a otro (considérense por ejemplo las propiedades de los átomos newtonianos, el trozo de cera cartesiano), son la magnitud, la figura, el número, el movimiento, el espacio, el tiempo, la posición, la masa. La lista se alarga a medida que se progresa en la expresión matemática de los seres o de las propiedades de los objetos. Pero hay que distinguir la simple descripción matemática de una entidad de su constitución matemática. En el primer caso, se puede concebir la entidad sin su descripción matemática puesto que esta última permanece externa a la entidad; en el segundo caso, cuando hay constitución matemática de algo, es imposible distinguirlo de su expresión matemática. En efecto, lo específico de la física matemática es la existencia de varios objetos matemáticamente constituidos. Ejemplos: la estructura geométrica de la curvatura del espaciotiempo en relatividad, el campo obedece a las ecuaciones en derivadas parciales y la entropía es una integral.

Según el mecanicismo, las CS son efectos sobre los sentidos de las CP. Las CS no son inherentes a las cosas y pueden equivocarnos. La misma agua, escribe Locke, puede parecer caliente y fría si la temperatura de las dos manos que ponemos en el agua no es la misma. Una superficie, para estar coloreada necesita luz, y por eso durante la noche no está coloreada. Pero la presencia o ausencia de luz no puede alterar sus propiedades. En consecuencia el color no es objetivo. Y Galileo da a entender que las CS no son sino nombres sin alcance real: si una pluma consigue hacer cosquillas sobre alguien y no sobre una piedra, es porque las cosquillas están en él y no en la pluma. Galileo, como Demócrito, explica las CS en función de las propiedades atómicas.

¿Qué razones se pueden dar para afirmar que las CP son las verdaderas propiedades de las cosas? La hipótesis de Locke es la semejanza. Las CP se asemejan a los objetos, y estas estructuras existen realmente en ellos. Al contrario, las imágenes y las ideas producidas en nosotros por las CS no se asemejan en nada a los cuerpos. Descartes no comparte este criterio y propone otro: las CP, en particular las ideas relativas al espacio (recuérdese que para el padre del pensamiento moderno la res extensa es una de las tres sustancias), tienen una validez objetiva porque son concebibles con claridad y distinción, lo que no ocurre con las CS. Sin embargo finalmente para Descartes, la bondad divina es la garante de la objetividad de las CP.

¿Cómo aprehender las verdaderas propiedades de las cosas? Recuérdese que la verdad presupone la realidad. Sería difícil encontrar algún pensador que no haya propuesto algún criterio pertinente a este problema, prueba de su importancia: se trata nada menos que del conocimiento de lo real y de los fundamentos de la ciencia. Para Berkeley nada puede existir sin el espíritu, «ser es ser percibido o ser el sujeto de la percepción». Se sigue que si hay una distinción entre la apariencia y la realidad, no puede fundarse sobre la distinción entre las CP y las CS porque sólo una sensación es comparable a una sensación. Si estamos de acuerdo para afirmar que todo lo que existe se da a la sensación — pero, evidentemente, no estamos obligados a estarlo — llega a ser imposible salir de la sensación para comparar su contenido con algo externo al sujeto. De acuerdo a la tesis empirista, Berkeley tiene razón de señalar que la extensión, esencial al carácter corporal de las cosas y base de las CP, es inconcebible sin las CS. Se obliga así al físico a ubicar las CP en un espacio más abstracto que aquel de la percepción. Y puesto que Berkeley no está convencido de la objetividad de las matemáticas, piensa él que sería inútil recurrir a ellas para acceder a este espacio más abstracto.

En sus momentos positivistas o pragmáticos, Leibniz y D’Alembert no pensaron que era necesario buscar las cualidades reales de las cosas. Para el primero, lo que se espera de los datos sensibles es que estén de acuerdo entre ellos y de acuerdo con la razón para poder predecir, y cree que sería inútil esperar, además, un conocimiento de la verdad y de la realidad. El sentimiento de D’Alembert, punto de vista que cuenta con gran aceptación entre nuestros contemporáneos, es que si la ciencia construye el mundo con CP, es porque tal cosa permite prever y controlar los fenómenos, y no porque tales características se asemejen a las propiedades reales ni porque las matemáticas, la ciencia más clara, fueran un puente seguro hacia la realidad. «Solo hay que llamar Ciencia al conjunto de recetas que funcionan siempre — sentenció, más cerca de nosotros en el tiempo, Paul Valéry —.Todo el resto es literatura».

Kant y los kantianos borraron la distinción entre las CP y las CS. Las CP presuponen la extensión, la propiedad de la materia de estar en el espacio o en el tiempo, o en ambos, a condición de que el tiempo sea científico, una dimensión medible, expresable en números, y no una duración inefable. Pero si el espacio y el tiempo se conciben de manera kantiana, como formas puras a priori de la sensibilidad, e incluso si esta subjetividad es como lo es de hecho en Kant, intelectual y universal, entonces todas las cualidades son subjetivas, la distinción entre las CP y las CS desaparece, extinción que borra la diferencia entre la realidad en sí y conocible y la realidad en sí incognoscible: toda realidad en sí llega a ser incognoscible. Sólo los fenómenos son accesibles, pero no son, como lo fueron para los Antiguos, la manifestación del mundo real. De acuerdo al giro subjetivo tomado por las nociones fundamentales del conocimiento en el contexto de los modernos, y al cual Kant y los kantianos contribuyeron de manera decidida, los fenómenos son construidos o constituidos por nuestra subjetividad, y son, de esta manera, reveladores de las capacidades subjetivas del hombre y no la expresión de las propiedades verdaderas y reales del mundo.

Animados por la estrategia pragmática, utilitarista, los físicos no se detuvieron en la descripción de un número reducido de CP, cuatro o cinco, sino que ingeniosamente se las arreglaron para representar muchos estados de los sistemas físicos mediante colecciones de números. La ventaja es que a las magnitudes se les pueden aplicar las reglas de la aritmética. Así, combinando colecciones de números que describen el pasado de un sistema, se obtienen nuevos números descriptores de su porvenir. Es la previsión. Ahora bien, en un espíritu aristotélico-thomiano que comparto, René Thom ha hecho notar que «predecir no es explicar».

Felizmente para el desarrollo de la física, muchas cualidades tienen una intensidad variable, son más o menos algo, lo que permite identificarlas parcialmente a las CP: A puede estar tan caliente como B (A = B), y si A está más caliente que B (A>B) y B más caliente que C (B>C), entonces A>C. La identidad o analogía entre las QP y las magnitudes cualitativas intensivas es solamente parcial porque las cualidades sensibles no se forman por adición de un cierto número de pequeñas cantidades de una misma especie. El agua a 100 °C vertida a un recipiente de agua a 100 °C conserva su temperatura.

Si las cualidades son traducibles en magnitudes, es porque se construyen escalas. A cada número corresponde un grado, un matiz. Los físicos, en búsqueda de universalidad, no se satisfacen con la fabricación de aparatos en los cuales se trazan escalas diferentes arbitrariamente elegidas sino que intentan obtener magnitudes medibles independientes del aparato. Un caso paradigmático es la noción de temperatura termodinámica propuesta por Lord Kelvin en 1852. Este concepto, reconocido universalmente, se compone de varias leyes físicas y precisa la significación de temperatura en los contextos macroscópicos y microscópicos. Un punto capital es que la escala permite describir el hecho que una cualidad puede actuar como causa de un efecto cuantitativo, y así las cualidades llegan a ser componentes de leyes funcionales. Por ejemplo, una magnitud aumenta al mismo tiempo que su causa cualitativa llega a ser más intensa. ¿Y si las CS fueran en el fondo una cantidad de algo, como la temperatura concebida como movimiento molecular? Es lo que sugiere claramente la traducción aritmética de las CS por intermedio de las escalas de magnitudes intensivas. Es también la presuposición del atomismo.

En la física-matemática clásica se supone que las CP constituyen la realidad independiente de nuestra subjetividad y de nuestras acciones, mientras que las CS son solo apariencia, una realidad muy próxima de nosotros, deformada, subjetiva. Según los mecanicistas, si los sentidos son un medio imperfecto para alcanzar lo real y en particular lo que no existe a nuestra escala de mamífero diurno entre lo grande y lo pequeño, resulta legítimo por una parte intentar ir más allá mediante aparatos que prolonguen lo perceptible para acercarnos un tanto a lo infinitamente grande y a lo infinitamente pequeño, y por otra parte y sobre todo, parece legítimo ir más allá de los sentidos mediante la razón y los formalismos matemáticos. Se espera que los medios simbólicos nos den un atisbo de una realidad que quedará para siempre más allá de los sentidos. Los fisicomatemáticos modernos son, así, los continuadores de los primeros filósofos griegos que pensaban que la sustancia y sus propiedades reales se conocen por medio de la razón especulativa y no a través de la experiencia sensible.

Tratándose de lo infinitamente grande y de lo infinitamente pequeño, la expresión «buscar un atisbo simbólico de lo real» conviene, y en vez de pretender que hay un conocimiento simbólico de lo real, lo que se impone, pienso yo, es concebir más bien una creencia simbólica.

Nuestra física contemporánea muestra que ciertas CP de los modernos no son propiedades esenciales y objetivas de las cosas. Así la masa, que mide la cantidad de materia, es invariante en mecánica newtoniana, una característica independiente de las condiciones físicas en las que se encuentra, pero en mecánica relativista la masa de un cuerpo varía según su velocidad. Además, y puesto que la masa es energía, el principio de conservación de la masa se modifica en el sentido en que este principio de conservación de la masa y aquel de la conservación de la energía son dos aspectos de una misma sustancia. De acuerdo al punto de vista más frecuentemente aceptado en mecánica cuántica, la interpretación llamada de Copenhague, resulta ingenuo creer que haya dos niveles de realidad, un mundo objetivo y un mundo subjetivo; y adoptando una actitud que trae a la mente a Berkeley o a Kant, se describe el mundo como si existiera solamente mientras alguien lo observa. El fenómeno, una vez más, no es esencialmente la manifestación de lo real sino más bien la expresión de nuestra manera de observar encarnada esta vez en el montaje experimental. La metafísica y la epistemología de la mecánica cuántica, al encerrar el mundo en nuestra representación, deja sin efecto tanto la distinción entre la realidad y la apariencia como aquella entre las CP y las CS: toda existencia es relativa al sujeto.

¿Cómo conocer las verdaderas propiedades de las cosas? Dije que la historia de este problema es, en suma, aquella de la relación entre la metafísica y la epistemología de Aristóteles y aquellas de Demócrito. Dado el valor eminente de estas dos visiones del mundo para el progreso del conocimiento de la naturaleza, la solución se encuentra necesariamente en la imaginación de una filosofía capaz de armonizarlas. En este sentido yo he considerado siempre mi propia reflexión como una contribución a la realización de este ideal.