Hay mucho de azar y otro tanto de destino en la vida de quienes construyen los escenarios del mundo, y tal vez es cierto que hay personas que nacen bajo la luz de buenas estrellas. Ocurrió que, en 1548, cuando apenas tenía dos años, Tycho Brahe fue raptado por su tío paterno, Jørgen, un hombre adinerado e influyente, pero incapaz de procurarse una descendencia propia. En una versión de los hechos, los padres del niño tomaron el gesto como un ultraje; en otra, fue un acuerdo celebrado entre los interesados; en ambas, se trató de un asunto al que pronto le restaron importancia.

Hijo segundo de Otte y Beate, la sangre de Tycho era azul y vieja, la misma que corría por las venas de duques, condes y reyes del pequeño país. Las casas de sus apellidos, los Brahe y los Bille, se pavoneaban de manipular las cuerdas tras los dramas políticos de Dinamarca, pero no se prestaban demasiado a la labranza de la filosofía, las reflexiones profundas o el gusto por los misterios. El oficio de las leyes era la tradición entre los nobles, y Jørgen Brahe, personaje de peso en la región, exigió el mismo destino para Tycho. Solo la intervención de su tía Inger, de la casa Oxe, una estirpe dada a cuestiones del intelecto, ayudó a cultivar en el niño la fascinación por el mundo natural.

Brillante como era, ingresó a la Universidad de Copenhague a los doce años con la intención expresa de cumplir cada uno de los mandatos del tío Jørgen. Ya en esa adolescencia temprana comenzaban a mostrarse los rasgos que marcarían a su persona; campechano y de risa fácil, aunque rápido en perder la paciencia. Genial y sarcástico; el largo de sus piernas comenzaba a ser tan notable como las alturas de su intelecto. Condenado al papel que la monarquía danesa exigía de los Brahe, se sumergió en el estudio del corpus legal que gobernaba a los dominios de Frederick II, entonces rey, además de otras disciplinas del currículo académico; unas fantásticas, otras meramente tolerables. Conoció ahí la obra de Aristóteles, andamiaje metafísico durante esos siglos, y se familiarizó con su concepción de la física, la vida y el cosmos.

Esas lecturas plantaron una semilla en el rico barro de su mente y el fruto emergió bajo la luz un año después, a finales de agosto de 1560, cuando la noche llegó al mediodía, mientras Tycho paseaba por los jardines de la universidad. Las aves guardaron silencio y volvieron a sus nidos, las polillas comenzaron su vuelo nocturno y las estrellas más brillantes del Universo se dejaron ver. Se maravilló por la totalidad geométrica del eclipse que presenciaba y la exactitud de la ciencia que había calculado la fecha en la que el Sol y la Luna se encontrarían en el cielo. Decidió, entonces, dedicarse a la astronomía, pero ocultó el deseo al escrutinio de Jørgen, a quien no le pasaron desapercibidas las malas notas académicas del astrónomo naciente.

Aquello no podía quedar así y, en 1562, el tío pidió ayuda a Anders Sørensen Vedel, apenas un niño de 19 años, para que velara por el cumplimiento de las obligaciones de su sobrino durante una temporada de estudios por Europa. La proximidad de edades e intereses comunes suavizaron el yugo por el que al tutor le pagaban para someter al pupilo. Se hicieron amigos, realizaron juntos diversas observaciones astronómicas y fue en esas correrías cuando Tycho descubrió que algunas cartas antiguas erraban las posiciones de planetas y estrellas. Su proyecto a partir de entonces sería la creación de un gran catálogo estelar; el más exacto y hermoso de todos, pero la labor tomaría años de observación y miles de cálculos, por lo que necesitaría de la bendición familiar.

El día en que por fin decidió sincerarse ante su tío, le informaron que este acababa de morir. Era 1565 y Jørgen Brahe, quien además de letrado destacaba en las armas, había hecho fama en las trifulcas territoriales que se libraban en toda Escandinavia. Dinamarca y Suecia se enfrentaban de nuevo, y la inteligencia y valor del viejo Brahe hicieron de él uno de los hombres preferidos de Frederick II. El rey lo tenía en gran estima y su apreciación fue mayor después de que Jørgen lo rescatara de morir ahogado en un canal, luego de que él y su caballo resbalaran del puente Højbro. El heroísmo le costó una pulmonía y no tardó en entregar el alma. Riquezas y posesiones pasaron a manos de su esposa, Inger, quien concedió a Tycho una herencia que facilitaría su vida, pues le amaba como verdadera madre.

La muerte del tío fue desgraciada, pero dejó el camino libre a las inquietudes del sobrino. Al año siguiente, marchó a la Universidad de Rostock, en Alemania, para estudiar astrología, alquimia, botánica y matemáticas. Tenía veinte años y el porte de un hombretón alegre y fornido, más capitán de caballería que filósofo natural. Le gustaba hacer bromas, reírse de las carencias mentales de los otros, pero enloquecía ante cualquier comentario que pusiera en duda su inteligencia. Uno de los compañeros de estudios, Manderup Parsberg, otro noble danés enrolado en Rostock, se atrevió a mencionar durante una fiesta que su maestría en las matemáticas era superior a la del joven Brahe. Dos noches después, semejante injuria llevó a un duelo de espadas en el que Tycho perdió gran parte de la nariz y toda la dignidad. Como su fortuna era igual de vasta que su vanidad, mandó hacer una prótesis de oro y plata que se afianzaba al rostro con pasta pegante.

Regresó a Dinamarca concluidos los estudios y, seis años después, en el otoño de 1572, observó una estrella nunca vista en la constelación de Casiopea. Aquella era la explosión de un sol antiguo, muerto hacía 7,500 años, aunque no había manera de que Tycho lo intuyera. Observó, en cambio, que no parecía desplazase con respecto a los demás astros y concluyó, por leyes de paralaje, que debía estar más allá de la órbita lunar, mucho más lejos que los planetas. Descubrió, así, que el cielo, contrario a la doctrina aristotélica, no era inmutable y llamó «nova» a esa luz que, con las semanas, se volvía más tenue.

Publicó sus conclusiones en un libro que le ganó fama por toda Europa y Frederick II, interesado en las ciencias, lo mandó traer a la corte tras escuchar que el joven era una de las mentes más ilustradas del reino. Su emoción sobrepasó la admiración al descubrir que se trataba del sobrino del hombre que le había salvado de morir ahogado, Jørgen Brahe, y le ofreció riqueza y la posibilidad de satisfacer sus deseos. Tycho, que era de gustos refinados, aceptó las gracias del rey y pidió la construcción de un centro para la investigación donde él fuera la máxima autoridad.

La corona le cedió los derechos sobre la isla de Hven, esa que hoy pertenece a Suecia y, en 1576, comenzó la construcción de Uraniborg, «El castillo de Urania», una fortaleza donde se hicieron estudios meteorológicos, experimentación alquímica y mediciones astronómicas. En ese entonces, Galileo tenía apenas doce años y el primer telescopio era un instrumento mágico que nadie imaginaba aún, pero la astucia de Tycho había perfeccionado el desarrollo de grandes herramientas para la observación y el cálculo estelar a ojos desnudos. Junto con su esposa, Kirsten Jørgensdatter, vivió en ese palacio donde los hijos corrían de un lugar a otro, los banquetes eran opulentos y las fiestas y los debates se extendían hasta entrada la madrugada.

La buena vida sentaba muy bien a Tycho, pues se permitió algunas excentricidades. Le gustaba pasear por los jardines acompañado de un alce domesticado, una mascota muy querida que murió al caer por unas escaleras luego de beber demasiada cerveza. De su sombra no se separaba Jepp, un enano leal y bufonesco que le divertía con sus bromas y sabiduría popular. Presumía de clarividencia y, en ocasiones, sus profecías eran la última palabra en cuanto a los asuntos internos en Uraniborg.

Es posible que Jepp advirtiera sobre la muerte de Frederick II en 1588. Puede ser que predijera el desprecio que el sucesor, Christian IV, sentiría por su amo, además del nulo apoyo que recibiría del resto de los nobles. Uno de los pocos aliados suyos en la corte no fue otro más que el mismo hombre que le había fileteado la nariz, Manderup Parsberg, pero su influencia era minúscula, incapaz de evitar lo que ocurriría en 1597, cuando Tycho perdió toda la estima y el sostén de la nueva corona. Su residencia en Copenhague fue invadida por una multitud amedrentada por enemigos ganados en las intrigas cortesanas y tuvo que abandonar Uraniborg para salvarse de peores condenas. Los Brahe se refugiaron primero en Hamburgo, en Wittenberg después y, de no ser por la invitación personal del Sacro Emperador Rodolfo II a Praga para ser nombrado astrónomo imperial, la vida de Tycho habría terminado en los lodos de la historia.

Desde los días en Uraniborg hasta su escape de Dinamarca, Tycho llevó observaciones precisas del movimiento de planetas y la posición de las estrellas. Tomaba forma su proyecto de juventud, un catálogo estelar de precisión magnífica, pero las obligaciones en Praga le dejaban poco tiempo para refinarlo. Contrató a un ayudante; un hombrecillo feo y quejumbroso llamado Johannes Kepler, genio mordaz y exquisito, temeroso de Dios, que solo sentía placer cuando discutía con el imponente astrónomo de la nariz dorada, quien dividía su tiempo entre tareas sosas y banquetes de importancia. Fue en una de esas fiestas donde Tycho bebió más de lo necesario. La etiqueta imperial exigía a los huéspedes permanecer en su lugar hasta que el anfitrión abandonara la mesa, por lo que al noble danés le fue imposible disculparse para ir al baño. La educación y los buenos modales le valieron una espantosa infección de vejiga que le condenó a guardarse en la cama y, antes de caminar por los prados de la muerte, el 24 de octubre de 1601, le exigió a Kepler que concluyera su gran catálogo. El asistente, que solo deseaba poner las manos en esas tablas que el maestro le ocultaba con celo, cumplió lo prometido. Los datos de esas observaciones precisas fueron la base para sus propias leyes del movimiento planetario, uno de los hitos fundacionales de la astronomía moderna.

La muerte de Tycho siempre causó sospechas. Trecientos años después, una investigación forense exhumó el cadáver, pero lo único que la ciencia médica de principios del siglo XX logró hacer fue tomar cabellos de su barba y revolver los huesos. A lo largo de los 90 se descubrieron restos de mercurio en las muestras de pelo y alguien gritó «asesinato por envenenamiento». La primera sospecha cayó sobre Kepler, tozudo en hacerse con la información recopilada por Tycho. La segunda, en Erik Brahe, su primo bajo las órdenes del rey Christian IV, quien sospechaba que el astrónomo mantenía un amorío con su madre. Una segunda exhumación en 2010 concluyó que el mercurio presente no probaba un asesinato. Más bien, las precipitaciones del elemento durante los experimentos alquímicos en Uraniborg coincidían con tan exigua cantidad en los restos mortales.

Pero de lo que nadie se percató cuando el danés fue arrebatado de su descanso en 1901, fue que su gran nariz de oro y plata no se encontraba por ninguna parte. La habría tomado algún sepulturero astuto, o tal vez pudo extraviarse entre los ires y venires de los ritos funerarios. También es posible que la legendaria prótesis nunca hubiera sido de metales preciosos, sino de latón, material vil y pobre que se desintegra con el tiempo, o puede ser que continúe oculta en alguna parte, donde nadie la ha buscado aún. Es fácil distinguir su forma allá arriba, en ese monte que se sienta a gusto en el centro del enorme cráter de impacto que parece el ombligo de nuestra Luna; ese al que un jesuita italiano tuvo la genialidad de llamar «Tycho».