Crecemos en proporción directa a la cantidad de caos que podemos sostener y disipar.

(Ilya Prigogine)

Quizás, el deseo más profundo, de los más hondamente enclavados en nuestra naturaleza, sea el deseo de controlar el entorno; descubrir en él una organización y apegarnos a ella para someterlo. El ansia de establecer patrones nos lleva, incluso, a verlos allí donde no hay tales y, cuando vemos un castillo en una nube, mientras otro ve un elefante, se revela un albur que, aunque no haya patrones prefijados en las nubes, nuestra mente sí los elabora para poder «controlar», como sea, un entorno que le es amorfo, descontrolado (Teoría de la Gestalt). Por su lado, la ciencia ha tenido desde hace siglos la gran virtud de sistematizar las observaciones y corolarios de las relaciones causa-efecto y esto le ha permitido predecir, por ejemplo, acontecimientos tan distantes como los eclipses. Pero también se dieron cuenta de que el simple arrojar de dados vuelve impredecible cualquier secuencia y resultado. Aunque esos dados sigan a pie juntillas las mismas leyes físicas que los planetas, nuestra capacidad de predicción se agota con ellos rápidamente. Cuando el científico se enfrenta a esta clase de eventos, dice que los fenómenos poseen elementos aleatorios. Hoy se sabe, por ejemplo, que el movimiento de una bola de billar ideal sería impredecible al cabo de un minuto por la influencia que ejercería un solo electrón ubicado en el borde la galaxia.

En los comienzos de la ciencia moderna, sin embargo, se creía que, poseyendo la información necesaria, cualquier secuencia de eventos podía ser predecible hasta el infinito... pero no es así. Aun sistemas muy simples —como el de los dados— poseen fatales elementos aleatorios que cancelan nuestra capacidad de predicción. Lo impredecible, se torna fundamental; la información no lo hace desaparecer, y a esa incapacidad la llamamos caos.

Pero existe una paradoja interesante: se dice que el caos es determinista, o sea que dentro del caos hay un orden. Bajo un comportamiento errático descansa un orden causal.

En un episodio de la serie de dibujos animados Futurama, dos robots están a punto de iniciar una partida de ajedrez. Sin haber tocado aún una pieza, uno de los robots sentencia: «Mate en 32 jugadas» y la partida termina. El chiste radica en que las piezas ordenadas, con todas sus potencialidades de movimientos, aún constituyen un caos que los robots no han destejido desde la ordenada distribución de trebejos, reglas y diseños previos. En tal orden, el caos es total. Es necesario que el nuevo caos, sea introducido con las jugadas, hasta el punto en que uno de los jugadores pueda predecir el fin antes del fin. Este pasado caótico de una partida —altamente ordenado— prevé un futuro a la vez caótico y fatalmente determinado. En la relación pasado-futuro se dan subrepticias incertidumbres —las decisiones de los jugadores— que determinan la imposibilidad de generar modelos científicos cerrados. El caos tiene un orden interno que se incorpora al orden visible por la ignota armonía previa a un caos original.

El entusiasmo por el orden encerrado en la 2ª ley de Newton, F= m a (Fuerza igual a masa por aceleración) llevó, en el siglo XVIII, a Pierre Laplace a establecer que dadas en un momento posiciones y velocidades de todas las partículas del universo, se podría predecir el futuro para siempre. Bajo este mecanicismo, la fe en la capacidad de predecir creció hasta el límite de invadir la mente humana con el ejemplo crucial de René Descartes (un siglo antes que Laplace), quien no solo admitía el mecanicismo en la naturaleza, sino que interrogó a la realidad por sí mismo, proporcionándole al hombre seguridad y autonomía en su capacidad de conocer lo real a través de un mecanicismo mental... algo que, aun conteniéndolo como uno de sus engranajes, lo libraría del miedo a un universo caótico, aumentando la seguridad frente a poderes superiores. Él proclamó que el sujeto se mueve como rey en una realidad que él mismo fija por su conocimiento: la existencia gracias al pensamiento. La imagen del universo como un reloj mecánico, significó la ilusión de una emancipación del sujeto, su libertad y autonomía, a través de la ciencia y la técnica.

Con este universo laplaceano y cartesiano todo se asemejaba a una máquina y, a la luz de este entusiasmo, es que comenzó a cobrar forma no solo el paradigma tecnológico del siglo XIX, sino, también, la tendencia expansionista de Europa, con Inglaterra como nave insignia. Por supuesto, la conquista del mundo material se daría a todo ferrocarril y, tras él, la conquista de los humanos que en ese mundo se hallaran, así como sus animales y plantas y sin la traba de una regla moral que le impusiera límites; una nueva revolución industrial.

Hasta que, en 1885, el rey de Suecia y Noruega, Oscar II, festejaría su sexagésimo onomástico con un desafío matemático, premiando con 2,500 coronas al que ofreciera la mejor solución. La pregunta era: ¿se puede establecer matemáticamente si el Sistema Solar continuará girando para siempre o algún día dejaría de hacerlo? Allí aparece Henri Poncairé: con dos cuerpos orbitando la predictibilidad estaba asegurada, pero con tres la cosa se ponía demasiado compleja. Newton mismo quedó desorientado frente al sistema Tierra/Luna/Sol. Escribió: «Considerar simultáneamente todas estas causas de movimiento y definir estos movimientos mediante leyes exactas que admitan el cálculo fácil, excede [...] el poder de cualquier humano». Poncairé encaró igual el problema y, a pesar de no resolverlo totalmente, su planteo del «Problema de los tres cuerpos» le valió ganar el premio del rey. Pero, cuando estaba por publicarse su solución en la revista de la Real Academia Sueca de Ciencias, Acta Mathematica, Poncairé se dio cuenta de un error. Hasta mandó una carta tratando de impedir la impresión del trabajo, pero su esfuerzo fue inútil: no solo se imprimió, sino que —para evitar exhibir el descuido que incluía a los jueces— se le pidió guardar silencio y le dieron mil coronas extras. El yerro consistía en que Poncairé había presupuesto que un pequeño error inicial en un sistema llevaría a un pequeño error final... pero no era así; sus cálculos le ponían nombre al legendario «efecto mariposa» chino: el aleteo de una mariposa en las montañas del Oeste desencadenaba un tifón en los mares del Este. Poncairé, en 1903, sentaba así las bases del caos científico moderno: «Una causa muy pequeña que escapa a nuestra atención determina un efecto que no podemos dejar de observar [...] y ese efecto es debido al azar».

En 1963, el meteorólogo y matemático, Edward Lorenz, estaba en su despacho del MIT, estudiando un modelo atmosférico por computadora. Buscaba desentrañar patrones climatológicos aleatorios que se daban a pesar de pautas periódicas de aparición. El modelo era un cálculo de un sistema dinámico de tres ecuaciones no lineales que simulaban la convección atmosférica. En los 60, la velocidad de las computadoras era muy baja, por lo que, tras introducir nuevamente las condiciones iniciales previas, Lorenz se fue por un café. Al regresar, le sorprendió ver que el resultado era de tres dígitos cuando el anterior había sido de seis. ¿Fallo del ordenador? No: había sido solo un pequeño error en los números introducidos la segunda vez. Meses después, un artículo de Lorenz establecía los conceptos de «atractor caótico» y «efecto mariposa». Un atractor es el conjunto de puntos hacia los cuales tiende un sistema dinámico tras un número elevado de iteraciones. Lo de caótico le viene porque es extremadamente sensible a las condiciones iniciales y no tenemos idea de adónde irá a parar en su evolución. El universo se exhibía a sí mismo como ordenado caóticamente.

El caos —al decir de Henri Miller— es la partitura en la que se escribe la realidad. Pero... ¿es entonces el caos en sí, desorden? Volvamos a nuestros robots: su tablero estaba perfectamente ordenado. El decurso de la eventual partida hubiera generado un caos progresivo por las jugadas hasta otro nivel con un resultado final. En aquel momento del inicio, solo había orden y en ese orden reinaba el silencio de los trebejos inertes en sus sitios; silencio como el del agua estancada de un aljibe o de las márgenes inundadas del Nilo, silencio de las dictaduras y sus cementerios. Es más: si la presa no huyera con movimientos caóticos, el predador tendría más oportunidades de cazarla. Sin los fallos al azar de la replicación genética, no habríamos superado el nivel de biomoléculas en una charca. Sin el azaroso canto de un ave, no viera quizás la luz el decir de un sereno haiku.

El caos es esencial a los procesos naturales y no inherente a la capacidad humana de conocer. Es la sorpresa del cuadro y la esperanza de la rima. El caos es el destino impredecible de la mesa sobre la que escribo, impensable desde la madera viva de un antiguo bosque del norte argentino. Es el brazo de Viviana alzando el brillante prodigio de Excalibur en la taciturna monotonía del lago. Es el caos el que encubre la evolución del razonamiento hacia conclusiones imprevistas. Tras una pátina de secretos, el caos nos declama la sacralidad de lo anterior, de lo germinal, de lo liminal.

Sí, amigo Einstein: en todo hay un dios que juega a los dados... y no le quepan dudas de que esos dados están cargados...