El calor era muy intenso en ese verano de 1921 y en Toronto aquellos dos jóvenes noveles investigadores exudaban sudor por todos los poros de sus cuerpos, pero nada hacía desfallecer su entusiasmo desbordante. Habían tenido fracasos ya repetidos con sus experimentos y el tiempo se les acababa, pero volvían a operar los pocos perros que quedaban con vida, con la esperanza de culminar con éxito, la hipótesis de trabajo que los había llevado a enfrentar el reto. De hecho, para ser más específico, al mayor de ellos, un médico de 31 años, ortopedista con formación de cirujano, que dos años atrás, había sido dado de baja con honores militares, por su conducta como oficial médico militar durante la primera guerra mundial. En la batalla de Cambrai, había resultado herido por un fragmento de metralla y, aun así, había continuado atendiendo a los heridos que llegaban sin cesar del vecino frente de batalla.

Después de volver a casa, había abierto un consultorio en London, Ontario y trató de abrirse paso como especialista en ortopedia, pero el éxito no lo acompañó en esos comienzos. Aceptó entonces para mejorar sus ingresos un puesto como docente auxiliar en la universidad de Toronto y fue allí, en donde en una ocasión que tenía que preparar una clase sobre el páncreas, leyó un artículo en una revista médica, sobre la relación de los «islotes de Langerhans», de ese mismo órgano, y la diabetes. Ya por esa época se conocía que ese órgano producía el jugo pancreático que ayudaba a la digestión de los alimentos y el célebre experimento de Minkowski, había demostrado que también producía una sustancia capaz de regular el azúcar. Como el tema despertó mucho su interés, siguió leyendo otros trabajos sobre esa materia, tanto que llegó a obsesionarse con el mismo. Se dice que una noche, cuando el sueño se le escapaba y no podía dormir, se levantó y escribió en una hoja de papel. «Ligar los conductos pancreáticos de los perros. Esperar seis u ocho semanas. Extirpar y extraer». La idea que se le vino a la cabeza era qué, se debía producir la atrofia del páncreas con la ligadura antes de su extirpación, para así inhibir la acción de los jugos pancreáticos, luego sacar el órgano y tratar de obtener de los islotes productores de esa secreción, la sustancia que podía tratar la diabetes. El artículo en cuestión que le había llamado poderosamente la atención, escrito por Moses Barron, describía un caso de autopsia en que se encontró atrofia del páncreas por cálculos, que impedían la formación de enzimas, pero que no se producía lo mismo en los islotes de Langerhans.

Decidido a llevar sus ideas a la práctica, logró una entrevista con el jefe del departamento de fisiología de la universidad de Toronto, el escocés John James Richard Macleod, a quién ya conocía por su trabajo como preparador asistente en ese departamento. La reunión se produjo y no fue nada fácil. Macleod desconfiaba de un joven sin experiencia en investigación, que deseaba realizar algo en que ya habían fracasado otros experimentados científicos. No fue sino hasta la tercera reunión en que el profesor, quizás fastidiado por la insistencia del joven asistente, acordó prestarle un espacio en su departamento por dos meses, así como diez perros y un asistente, de 21 años, con estudios previos de bachillerato en fisiología y en bioquímica (Jácome A).

Las cosas no resultaron fáciles en ese verano caluroso de 1921 para el joven médico y su aún más tierno ayudante. El tiempo se agotaba y ya habían muerto los pobres animales que originalmente les habían facilitado. Con la ligadura no obtenían lo que buscaban así que procedieron a la extirpación del páncreas. De esa manera les fue mejor. Utilizaron posteriormente páncreas obtenidos en mataderos y carnicerías para obtener la sustancia deseada, que Banting llamó «isletina», y después fue denominada insulina por Macleod, aunque históricamente no fue este el primero en emplear dicho nombre. Luego se produjo el éxito al lograr tratar perros con diabetes. Al regresar Macleod de sus vacaciones, fue enterado de los resultados, decidiendo repetir los experimentos, procediendo de inmediato a corroborar los mismos e involucrando a todo su departamento dada la importancia de la investigación.

Faltaba mucho por realizar aún pero el Dr. Frederick Grant Banting y su asistente, Charles Best, sin casi ninguna experiencia en el campo de la investigación, habían dados pasos firmes sobre la gloria, al lograr en 1921, hace cien años, descubrir la insulina, con la que millones de personas en el mundo, lograrían salvar sus vidas.

Sus primeros pasos

F. G. Banting nació en Alliston, Ontario, Canadá el 14 de noviembre de 1891. De familia campesina muy modesta y bastante religiosa (metodista), sus padres deseaban que estudiara para religioso, pero él quería ser médico. No fue un estudiante brillante durante el bachillerato, pero cursó estudios médicos en el colegio Victoria y logró graduarse sin dificultad. Ya graduado, trabajó algunos años al lado del Dr. Clarence Starr, cirujano jefe del Hospital Infantil de Toronto. Al iniciarse la Primera Guerra Mundial, se alistó voluntario en el cuerpo médico del ejército canadiense, y como ya se mencionó, tuvo una actuación destacada en la misma, estando a punto de perder su brazo por una grave herida.

Años de gloria

Luego de su exitoso trabajo de experimentación, el 30 de diciembre de 1921, Macleod, Banting y Best presentaron sus hallazgos en la conferencia de la Sociedad Norteamericana de Fisiología, en la universidad de Yale. Banting la inició, pero lleno de nerviosismo y de inexperiencia, produjo una mala impresión en el auditorio. Vino en su auxilio Macleod, tratando de enderezar la discusión, pero luego, ya finalizado el evento, Banting salió convencido que el director del departamento de fisiología le había tratado de robar el crédito que le correspondía, junto a Best (Science History Institute). Sus relaciones con Macleod nunca habían sido cordiales y ahora se agriaron más aún. Fue la intervención de Best quién convenció a Banting de no abandonar su trabajo con Macleod. Sin embargo, a comienzos de 1922, el fruto de la labor de los tres salió publicado en la revista Canadian Medical Association Journal. Luego en la reunión de la Asociación de Médicos de los Estados Unidos, los tres anunciaron el descubrimiento de la insulina. En mayo de ese mismo año se firmó un acuerdo entre la universidad de Toronto y el laboratorio de Ely Lilly, para la elaboración y distribución del producto.

El premio Nobel de medicina, con rapidez inusitada, dada la importancia del descubrimiento, fue otorgado en 1923 a Macleod y a Banting. De inmediato, hubo desacuerdos y tensiones entre los ganadores del premio. Banting se molestó cuando supo que el premio tenía que compartirlo con el profesor escocés, con quién nunca había hecho buenas migas. Decidió entonces compartir la mitad económica del premio con su ayudante y amigo, Charles Best. Por su parte, Macleod decidió hacer lo mismo con Collip.

Poco antes, al grupo se había agregado por invitación de Macleod, James Bertram Collip, un bioquímico de 29 años, que era profesor de la universidad de Alberta y que se encontraba por ese entonces en la universidad de Toronto, en el departamento de fisiología en disfrute de su año sabático, becado por la fundación Rockefeller. Llegó al grupo con la intención de que ayudara en la purificación del extracto de insulina. La contribución de Collip fue brillante y vital ya que logró eliminar la mayor parte de los contaminantes proteicos, obteniendo así una potencia muy elevada en comparación a las preparaciones anteriores, facilitando las pruebas de ensayos en seres humanos (De Leiva, Brugués y de Leiva Pérez).

La noticia del descubrimiento de la insulina recorrió el mundo y centenares de miles de pacientes salvaron sus vidas con este medicamento. Entre los pacientes famosos de esa época que recibieron tratamiento figuraron el célebre escritor H.G. Welles, que logró vivir hasta cerca de los noventa años, el rey Jorge V de Inglaterra y el Dr. Minot quien descubriría el tratamiento de la anemia perniciosa (Jay E. Greene).

La polémica sin fin

No solamente la concesión del premio Nobel causó polémica entre los cuatro canadienses que estuvieron involucrados directamente en el descubrimiento de la insulina, sino que también tuvieron participación en la discusión otros investigadores de diferentes países, que entre 1890 y 1919 realizaron experimentos administrando extractos pancreáticos a perros con diabetes, con éxitos dispares. Entre ellos estuvo Georg Zuelzer, quién incluso los aplicó a seres humanos, logrando hacer bajar la glucosuria y cetonuria, pero falleciendo poco después los pacientes o teniendo efectos secundaros severos. Este investigador alemán reclamó para sí la prioridad en el descubrimiento, cuando supo de la entrega del Nobel a Banting y Macleod.

En Estados Unidos, Israel Kleiner y S. J. Meltzer demostraron que la aplicación intravenosa de extractos pancreáticos hacía disminuir el exceso de glucosa circulante. El primero de ellos continuó experimentando, demostrando que la secreción interna del páncreas tenía efectos positivos en los perros con diabetes y lo más importante, sin ocasionar efectos colaterales negativos. En una publicación al respecto escribió que estos resultados podían replicarse en personas que tuvieran diabetes. Lamentablemente este autor en 1919 abandonó la Fundación Rockefeller en donde hacía estos experimentos y dejó de trabajar esta línea de investigación (de Leiva, Brugués, de Leiva Pérez).

Pero sin duda alguna, fue un investigador rumano, Nicolae C. Paulescu quien más se acercó a discutir la paternidad del descubrimiento. Durante sus primeros años profesionales trabajó en París estudiando la secreción endocrina del páncreas. Posteriormente en Bucarest, escribió sobre la acción en perros pancreatomizados, de la administración de extractos pancreáticos. Realizó estudios muy detallados sobre los efectos fisiológicos de estas operaciones y de la aplicación de dichos extractos, publicando sus resultados en revistas médicas entre los años 1920 y 1921.Pese a que varios científicos de su época reconocieron sus grandes aportes a la demostración de que el páncreas contenía la sustancias que Banting y Best llamaron insulina, antecediendo sus estudios a los de los canadienses, no se le reconoció oficialmente su paternidad en el descubrimiento de esta hormona. Paulescu falleció en 1931, decepcionado y amargado por no habérsele reconocido sus grandes aportes que, a lo largo de casi toda su existencia como científico, había logrado.

Curiosamente, después de la segunda guerra mundial se ha intentado recuperar la estatura científica de Paulescu y varios autores han hecho resaltar que sus descubrimientos fueron anteriores y más completos que los de Banting y Best. Pero incluso en su propio país, durante el largo periodo de dominio comunista, no se hizo nada por rescatar su imagen del olvido. Más bien se le sometió al ostracismo, al considerársele ultracatólico y reaccionario. No fue sino hasta después de la caída del dictador Ceacescu, cuando la Academia de Ciencias de Rumania, lo declaró miembro a título póstumo y se le rindió en su país varios homenajes a su memoria. Posteriormente, diversas asociaciones internacionales de lucha contra la diabetes quisieron rendirle honores, instaurando un premio con su nombre, pero el Centro Simón Wiesenthal, publicó un escrito en donde demostraba que Paulescu había escrito viarias publicaciones antisemitas, por lo que moralmente era inaceptable su enaltecimiento. No obstante, a pesar de sus graves errores como persona, sus méritos científicos resultan innegables.

Los últimos años

Banting fue nombrado profesor de la universidad de Toronto y jefe del departamento de investigación médica de dicha institución. Entre otras cosas, se dedicó a estudiar la fisiología pulmonar y la silicosis. En 1934, el rey Jorge de Inglaterra el concedió un título de nobleza. Cuando dio comienzo la Segunda Guerra Mundial, nuevamente se alistó en las fuerzas armadas canadienses. En febrero de 1941, dirigiéndose a la Gran Bretaña en un bombardeo, a la edad de cincuenta años, despegando en Terranova, el ala de su avión chocó con un árbol, precipitándose a tierra, ocasionando la muerte a todos sus ocupantes, incluyendo a Banting.

Notas

Banting, F., Best, C., Collip, C. y Macleod, J. Science History Institute.
de Leiva, A., Brugués, E. y de Leiva-Pérez, A. (2011). El descubrimiento de la insulina: continúa las controversias noventa años después. Endocrinol Nutr.58(9):449-456. Green, J. E. (1978). Cien grandes científicos. México: Editorial Diana. Segunda reimpresión.
Jácome, A. (2020). El descubrimiento de la insulina. En: Pinzón Barco J. B., editor. Insulinoterapia: una travesía de principio a fin. Bogotá: Distribuidora Editorial Médica. pp. 1-10.
Urquidi Urquidi, M. (2008). Banting y la insulina. Gac Med Bol. Vol. 31, 1.