Corren las cuatro de la tarde de un caluroso domingo de verano, allá por mil seiscientos y pico. La muchedumbre se agolpa desordenada, entre empujones y algarabía, a la espera de que se abran las puertas del corral. En cartel, con letras grandes, se anuncia el estreno de una nueva obra del que llaman el Fénix de las letras. El alguacil de comedias manda al orden con la vara para dejar paso primero a la nobleza.

No es de extrañar que el aforo esté al completo: el patio, las gradas, la cazuela, el desván y hasta los aposentos. Gente de bien, rufianes, mujeres de vida alegre, poetas, burgueses adinerados, curas e incluso el rey se encuentran entre los asistentes. Ya anunciaban del éxito de la obra las numerosas zancadas de la caballería en los aledaños.

Ante semejante bullicio, el gentío pone de manifiesto la picaresca que le caracteriza y hace de nuevo necesaria la intervención del municipal. Alguna dama, discretamente, se desclasa hacia los aposentos, esperando no ser descubierta. La multitud va tomando asiento mientras una musiquilla da pie a la loa. Poco a poco, se va haciendo el silencio.

Estamos ante la forma de entretenimiento más popular de la España del siglo XVII, en una sociedad estamental en la que las diferencias sociales se hacen patentes en todos los aspectos de la vida, incluido el teatro, donde cada uno tiene asignado su sitio en función de la clase a la que pertenece. Es tal la diferencia que, en más de una ocasión, una obra es interrumpida por el deseo expreso del rey de verla representada en palacio, dejando a los espectadores llenos de estupor.

Pese a esto, el público disfrutaba enormemente del espectáculo y todo lo que le rodeaba por poco más de veinte maravedís. Era un ambiente festivo, alejado del silencio reverencial de hoy; la gente hablaba, reía, había tumulto y altercados. Se comía turrón y piñones y se bebía hidromiel. Cuando gustaban de la obra gritaban "vítor" y cuando no, arrojaban lo que tenían a mano. Ello influía en la propia representación, haciendo que el actor se perdiera, que repitiera frases. Cada ciertos versos, se contaba de nuevo lo sucedido en la función para favorecer el recuerdo ante las múltiples distracciones.

El espectador acude a un teatro pobre, sin recursos: trampas que hacen desaparecer a los personajes, postes que giran para dar paso al cambio de actores, poleas que ascienden súbitamente al actor (que, en ocasiones, también súbitamente lo dejan caer) era lo más que podían encontrar en escena. La imposibilidad absoluta de representar la obra escenográficamente por la falta de recursos decorativos se veía suplida por el vestuario y por la descripción que el propio actor hacía. El público iba preparado para enfrentarse a la obra tal y como era, para aceptar el pacto de ficción y, de esta manera, ser capaz de imaginar lo que no estaba viendo.

Tal era la afición que las obras tan solo permanecían en cartel alrededor de unos cinco días. Lo que daba lugar a que hubiera mucha demanda y que solo unos pocos pudieran hacer frente a ella. Es el caso de Lope de Vega, querido y aclamado hasta la saciedad: conocía perfectamente los gustos e intereses del público y escribía a un ritmo vertiginoso para satisfacerle, de ahí que dijera, en materia de textos para la escena, "más de ciento, en horas veinticuatro, pasaron de las musas al teatro".

Hoy visitamos los teatros de un modo más ceremonial. No se come turrón ni se bebe hidromiel. Los decorados son sofisticados y el público atiende expectante. Cuando la función termina se aplaude con fuerza y a veces también se grita "bravo". De lo que entonces era, solo nos queda Almagro, para volver la vista a otros tiempos y desear vivir lo que entonces vivieron.

Esta ya no es la España pendenciera de capa y espada, su realidad ya no es la que nos muestran La celestina o El lazarillo, sin embargo, no hemos cambiado tanto desde entonces. Las grandes obras de Tirso, Lope, Calderón y otros muchos nos han acompañado hasta hoy, siguen siendo tan actuales como lo fueron en el momento de su estreno. Y el público sigue buscando refugiarse de los sinsabores de la vida en el gran espectáculo del teatro, dando forma a su imaginación, dando vida a sus sueños.

Porque sueño y realidad son parte de lo mismo, como nos enseñó Segismundo:

¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.