El sentido es lo dado de lo no dado. No llena un cuerpo o cosa brutos que esperan nombramiento. No hay fenómeno virgen de sentido, dato que aún no es dato. No hay mazacote en sala de espera, pero tampoco sentido alojado en la eternidad esperando un mundo al que bendecir. Eso que Sartre dice de la conciencia, que es puro estallido, gesto irreductible de exteriorización, Nancy lo dice del sentido. Y dice algo más: estallido y ser de la dirección, antes que dirección del ser. Ser de lo que ya estaba, pero de un modo muy singular, porque no está predefinido. No hay a priori de dónde agarrarse ni de donde calcar un ser. Y eso supone un modo de ver… o varios… o todos.

No hay un sentido sino todos. Por eso Nancy llama “nosotros” no a un conjunto o un grupito, tampoco a una comunidad loca, sino a todo lo existente. La sociología, dicho sea de paso, queda descartada de la contienda. ¿Qué es entonces un pensamiento del sentido? Todos los pensamientos. Pero no cada uno individualizado y clasificado, listo para administrarse y usarse. Pensamiento no es fijeza racional, sino intentona, movimiento que nombra como tocando con la palabra y al nombrar crea un teatro de la detención: hace como si algo alguna vez pudiera ser dicho y, para colmo, pudiera durar así como parece que es. La imagen del pensador imperturbable, torsión de su mano sosteniendo un mentón entre estirado y medio levantado es, a su vez, perturbadora. ¿Sabe la estatua que vive en la mezcla más allá de su voluntad (por cierto, otra estatua)? A veces es necesario concentrarse para alcanzar la distracción universal. Dice nuestra o nuestro Nancy en un paréntesis, como al pasar: “Como en el instante en que escribo, un gato blanco y colorado atraviesa el jardín, llevando mi pensamiento con el suyo, en un deslizamiento burlón”.

De golpe nada quiere decir, nada o todo dice sin querer, y en ese mar vivimos como pescadores de muelle con sus mediomundos de redes demasiado abiertas o ya vencidas. El filósofo pretende una caña de pescar, caña de un solo lanzamiento. Solo se tiene a sí mismo como carnada. Eso somos también, de a momentos carnada, espera de pescador… A ver si pescar hace algún sentido. Pero no nos confundamos –tanto–, el sentido no estaba en el mar, el pez pescado muere. Nancy insinúa un sentido que se hace como jugada que incluye el no saber de la jugada.

El filósofo aparece como una figura solitaria, pero no escapa a la ley del conjunto, es un Frankenstein irremediable, está hecho de cosas, instantes y un poco de los otros. Nuevamente, no se trata del sentido, sino de todos los sentidos, ya que los hay todos o ninguno. De hecho, Nancy propone como imagen del pensamiento la circulación; no el movimiento circular en un espacio-tiempo previo y homogéneo, sino la circulación que hace sentido circulando, sentido que se vuelve espaciamiento. No espacio estático, sino movimiento como lugar, lugar imposible pero existente: espaciamiento. Circulación en todos los sentidos. Entonces, ¿qué es esa circulación –cuando ocurre– que se da en una dirección y no en otras? Esa, que a veces tímidamente intentamos llamar sentido, supone ya la pluralidad de direcciones que no se contraponen y, más aun, proliferan. Es que la forma que un sentido tiene para inscribirse en la continuidad del movimiento es su discontinuidad, su llamativa discreción; esa es su forma de ser continuo, ser aparte es su modo de formar parte.

El filósofo es un incansable artesano de terminologías y conceptos, los que arma y desarma o directamente inventa. La filosofía es un gran desarmadero terminológico que produce piezas únicas cuando no exóticas. Por ejemplo, Nancy[1], parte en dos la palabra “nosotros” y la vuelve a ajustar con un guión en el medio que de golpe nos recuerda (o nos aviva) la paradoja del “nos” y del “otros”. Somos nos en tanto que otros. ¿Vivimos en el guion que separa y reúne al mismo tiempo? No es puente ni transición, sino salto que el cine bien podría detener o convertir en un ralentí infinito.

Por otra parte, ¿qué tiene que ver el sentido con los sentidos? El tacto es la prueba del otro en tanto otro. El otro como territorio de otra cosa. Entonces, la aventura no es simplemente una fenomenología, sino el descubrimiento súbito de que con el otro somos igualmente otros. Es que el otro no es distinto en su individualidad o misterioso en su interioridad, sino, excesivo en su exterioridad y en el movimiento que dispara. Dice Nancy: “Tu eres absolutamente extraño porque el mundo comienza a su vez en ti”. El nos-otros no construye un teatro, sino que transita o, mejor, circula un ensayo permanente. El tacto es la exposición y el ensayo es el contacto efectivo con superficies siempre heterogéneas (mentales, corporales, nominales, temporales). Tocar, pasar a lo otro, tirarse a la pileta o atravesar la pared como un fantasma. ¿Aceptaremos algún día en esta eternidad sin días que somos translúcidos? O mejor, ¿seremos capaces de alegrarnos como pedacitos informes de carne viscosa apenas sumergida en las cercanías de un muelle? Carnada que solo puede pescar el hecho de no poder pescar, carnada de sí.

Repetimos actos y pensamientos. No sabemos si buscamos familiaridad, seguridad, o si repetimos para empezar cada vez. Pero tampoco decidimos entre esas supuestas opciones, o bien, decidimos cada vez y por lo tanto se trata de una experiencia sin espalda. El sentido no es un colchón, de hecho casi no es… o es un “casi”. El mundo es redondo como la tierra, sin espalada pero con muchas vueltas, y cada vuelta es una repetición de lo ya empezado que empieza cada vez. ¡Creer que acumulamos o que evolucionamos! Eso ya lo hicimos varias veces, lo repetimos incansablemente y lo repetiremos hasta el in-cansancio. A la fórmula cada vez, Nancy la llama “multiplicidad de orígenes”, pero Kierkegaard la había llamado ya “repetición” y Nietzsche “eterno retorno”... Y en cada uno es otra cosa.

¡Qué raro es el mundo!, parece decir nuestro raro Filósofo. Pero el problema del sentido nos exige estar a la altura de la rareza del mundo, del hecho de que todo es extraño y, por eso mismo, está al borde de ser puramente ordinario. ¿Nos toca entonces coquetear entre lo raro y lo ordinario? El sentido aparece como punto de indistinción, o bien vuelve zonza la diferencia entre ordinario y extraordinario. Estar con otros, ser otro entre los otros, “ser-entre-varios” es la alegría del cualquiera. Así llegamos a la amistad, esa prueba mayor de la inexistencia de Dios, testimonio pleno del mundo que nos sentimos. Los amigos no son “especiales”, nada de esa jocosa proyección de sí mismo que se regodea en sus amigos especiales, tan poco cualesquiera. Amigos, ustedes, por razones desconocidas o por desconocimiento de la razón, nos revelan nuestro ser cualquiera, nuestra irreductible vida plural. Amigos que no surgen del privilegio de sus rasgos extraordinarios, sino que en su sentir la vida en común permiten pensar el “ser-con” como praxis del sentido. Hay amigos, hay sentido. Así de simple. La amistad no es una relación lujosa (¿qué significaría tener el honor de ser amigo de tal o cual?), en última instancia (nos ponemos serios) se trata de la amistad del mundo consigo mismo.

Y ahí participamos. Ahora bien, a los amigos particulares, a esos casos entre otros posibles, a esos accidentes que nos quitan el peso de la causa, les debemos la experiencia del tacto. Son lo que nos toca justo ahí donde más intensamente construimos una elección. No hablamos del compartir como sentimentalismo, sino del compartir ontológico, la experiencia de nuestro ser distintos de nosotros mismos, la salud de la amistad como posibilidad de habitar el afuera que nos encuentra.

Notas

[1]Recomendamos Archivida. Del sintiente y del sentido, Jean-Luc Nancy, ed. Quadrata (Argentina) / ed. Iluminuras (Brasil), 2013.