Si hay un lugar del mundo capaz de revelar el misterio que rodea la figura del escritor beat William S. Burroughs, ese lugar es la Ciudad de México. Más precisamente, el sombrío departamento ubicado en el 122 de la calle Monterrey, en la colonia Roma, donde el 6 de septiembre de 1951 ocurrió el trágico acontecimiento que, según el propio protagonista, tuvo el inesperado efecto de convertirlo en el extraordinario narrador que hasta entonces no era. De esa noche solo se sabe que, en confusas circunstancias alimentadas por las drogas y el alcohol, una bala de la pistola del futuro autor de El almuerzo desnudo acabó con la vida de su esposa, Joan Vollmer. La leyenda dice que la pareja se propuso hacer un temerario “acto a lo Guillermo Tell” ante sus alucinados compañeros de juerga. Las declaraciones policiales afirman -no demuestran- que la pistola se disparó sola, tras un inoportuno golpe en la mesa donde todos bebían. Lo cierto es que, convencido de que la literatura es una forma del crimen, Burroughs salió de esa histórica jornada transformado en asesino y escritor a la vez. ¿Fue obra del azar o del destino que ese rumbo se haya abierto justo en el corazón del Distrito Federal?

En un autor que reivindicó lo aleatorio como un fundamento de su arte (a través de su técnica “cut up”), quizás no convenga desechar el orden de lo casual para entender la lógica de una vida que se reveló tan brutal como su obra. Tal vez por eso mismo, el escritor e historietista mexicano Bernardo Fernández, BEF, se atrevió a exhibir su propio vínculo azaroso con Burroughs en la notable novela gráfica Uncle Bill (Sexto Piso), un comic inclasificable (¿ficción? ¿ensayo visual? ¿reconstrucción biográfica y autobiográfica?) cuyo principal aporte consiste en explicar y narrar la épica beat desde un punto de vista mexicano. Y es que, de la Tristessa de Jack Kerouac a las ilusiones lisérgicas de Allen Ginsberg, la imaginación beat siempre creyó haber encontrado en México un infierno a su medida. Burroughs describió al Distrito Federal como el indomable escenario de “toda diversión concebible”, y Kerouac se dejó maravillar por ese ambiente de desenfreno y vértigo alcohólico en su poema coral México City Blues. Ahora, a través de Uncle Bill, la historia encuentra su reverso y somete la fascinación de Ginsberg y sus amigos por México a la ambivalente contundencia de una relación de amor-odio. En su libro, BEF reconstruye los pasos del Burroughs prófugo que llega al DF herido por las adicciones, se pregunta si este se cruzó en la cárcel de Lecumberri con los grandes criminales del momento (el asesino de Trotsky, Ramón Mercader, entre ellos), evita la mitificación de aquel a quien dice admirar y no pasa por alto que la visión mexicana de los beats combinaba ingenuidad y petulancia. “De Burroughs detesto su gringuez, la incapacidad para vincularse profundamente con una cultura diferente a la suya y la arrogancia que le hizo pasar por México sin el menor interés por la cultura local -me dijo BEF, para explicar el lado oscuro de su atracción por un autor que lo obsesionó durante décadas-. Me molesta la indiferencia con la que, 40 años después de haber estado en México, cuando se le preguntó por Octavio Paz y Rufino Tamayo, él contestó no tener la menor idea ni interés en saber quiénes eran. Eso es lo que no soporto de William Burroughs. Por eso agradezco no haberlo conocido en persona jamás”.

Quizás porque no llegó a conocerlo en persona, BEF se permite un retrato tan complejo y diverso de su ¿héroe?, orientado por la admiración y enriquecido por la crítica. A su manera, Uncle Bill cuenta varias historias a la vez: la de un momento clave en la trayectoria vital de un escritor fundamental del siglo XX, pero también la del propio BEF en su intento por comprender a Burroughs y, last but not least, la del abuelo del historietista, de quien se sospecha que podría haberse encontrado con el prócer beat durante sus años de fuga creativa en Tánger. “Cuando mi abuelo murió, me quedé con su viejo pasaporte, donde tiene una entrada y salida de Tánger en las mismas fechas en que Burroughs sale huyendo hacia Londres por razones no del todo claras -me explicó BEF-. Mi abuelo, que era cronista taurino, cubría la temporada en la madrileña Las Ventas cuando hizo ese viaje intempestivo de apenas unos cuatro días al norte de Africa. Las fechas coinciden con una larga estancia en España de Bernabé Jurado, el célebre “abogángster” amigo de mi abuelo que representó a Burroughs en México. En sus cartas, Burroughs le cuenta a Ginsberg y Kerouac sus idas a las plazas de toros. Todo embona...”. Para BEF, es muy probable que Burroughs haya estado en su vida aún mucho antes de que él naciera. Si su especulación es cierta, se habría incrustado en la memoria de su abuelo, el hombre enamorado de los toros que un día, quizás, se encontró con el intelectual que, según la esposa de Tom Waits, era una especie de araña gigante. “Burroughs produce en mí, que soy un biólogo frustrado, la misma fascinación / repulsión que producen los arácnidos -me dijo BEF-. Y me aterra e inquieta en la misma medida que me fascina y obsesiona”. Tal como sugiere Uncle Bill, lo mismo podría decir la Ciudad de México de la Generación Beat.