Damos una vuelta más y mientras el sur se despide del calor, en el norte se abren las puertas del cielo para dar la bienvenida a la llegada del fuego: el verano. Es el primer solsticio del año, el momento en el que los rayos del astro rey caen perpendicularmente sobre el Trópico de Cáncer y pareciese que se detuviera por unos días para anunciar la nueva estación. De esa sensación el nombre de solsticio, del latín “Sol Detenido” o “Sol Quieto”. Una ilusoria pausa donde las jornadas diurnas se alargan al máximo hasta alcanzar casi veinte horas de luz.

La fecha de este evento se da entre el 20 y el 22 de junio, este año el intermedio 21. Sin embargo, en muchos puntos de la Península Ibérica se celebra en la Noche de San Juan, del 23 al 24. La pregunta sería: ¿qué festejamos exactamente esa noche, la llegada del verano o la onomástica de los juanes? , ¿Tenemos que entender que el solsticio de verano es una fiesta religiosa? ¿Qué tienen que ver las hogueras con el Santo? ¿Cuál es la relación entre una cosa y la otra?

Es evidente que la llegada del verano fue previa a la vida de San Juan. Por lo que podemos pensar que, cómo con otras tantas ocasiones, la iglesia transformó esta festividad pagana en una celebración religiosa para conseguir que el pueblo se convirtiera al cristianismo. Como indicio, en la literatura bíblica se puede encontrar una explicación a esta relación. En uno de sus pasajes se narra que Zacarías soñó que el Arcángel Gabriel le anunciaba que iba a ser padre. Pero Zacarías no creyó la noticia porque su mujer Isabel era estéril. Cómo castigo por su incredulidad Zacarías enmudeció y no recuperó su voz hasta que su hijo Juan nació. Para celebrarlo y agradecérselo a Dios, Zacarías encendió hogueras y comenzó a saltar sobre ellas mientras bendecía al todopoderoso y aclamaba el nacimiento de su hijo.

Para algunos este episodio puede aclarar por qué en la noche del 23 de junio cientos de hogueras se prenden, en especial en la playa con el nombre del apóstol en Alicante, y se salta sobre el fuego pidiendo deseos. Es la conmemoración del nacimiento de San Juan Bautista. Tal vez por aquello del bautismo, el ritual se completa sumergiendo la cabeza en el mar al tiempo que se ofrecen flores blancas para conseguir los propósitos. A lo que se añade, salir del baño mirando hacía al mar y lanzar una naranja al agua para agradecer el cumplimiento de los deseos.

Para otros, sin embargo, esta interpretación quizás no sea suficiente e indaguen para descubrir que la veneración al elemento fuego siempre ha estado presente en estos días del año. Mucho antes de las escrituras bíblicas, en los albores de la humanidad, nuestros primitivos ancestros observaron que a partir de cierta fecha la luz iba menguando hasta reducirse a unas horas en el invierno. Temerosos de que su fuente de calor un día llegará a desaparecer y los dejará sumidos en una eterna oscuridad, decidieron honrarlo a través de rituales para que se mantuviese a su lado. Así, el elemento fuego se convirtió en el tótem de sus ruegos, símbolo de la luz solar y de la energía ahuyentadora de las amenazas nocturnas.

Esta adoración al fuego como destructor de males y auspicio de prosperidad es parte de una tradición colectiva compartida por culturas milenarias de todo el planeta. En la antigua Grecia denominaban al solsticio de verano “la puerta de los hombres”, era la entrada de un nuevo ciclo donde los individuos tomaban control de la tierra mediante las cosechas a la luz del sol. Esa noche las celebraciones se realizaban alrededor de las hogueras dedicadas a Apolo, el dios de sol. De la misma forma, los romanos brindaban sus ofrendas a la diosa de la guerra Minerva saltando tres veces sobre las llamas.

Para los celtas era la festividad Alban Heruin. En esa noche, los druidas avivaban fuegos en forma de círculos situados en lugares sagrados cercanos a manantiales. Ceremonias similares continúan practicándose actualmente en diversas partes de Inglaterra, en particular en Stonehenge, al sur del país. Stonehenge es un monumento prehistórico de grandes bloques de piedra dispuestos en cuatro circunferencias. Cada solsticio de verano cientos de personas se congregan en esta explanada alrededor del monolito para dar la bienvenida a la nueva estación. Durante toda la noche los peregrinos cantan, bailan, beben, comen… en espera de que los rayos de nuestra estrella se asomen entre las piedras creando una línea diagonal. Es la herencia celta de la sabiduría druida.

En la cultura hindú también invocaban al dios del fuego, Indra. Se construían grandes piras con fines purificadores y se entonaban cánticos religiosos. Los sabios del lugar podían leer el futuro en las formas que dibujaban las llamas y en los restos de las cenizas que se conservaban hasta el año siguiente.

Los bereberes, originarios de norte de África, todavía continúan practicando los ritos preislámicos de la festividad de Ansara. Un denso humo se extiende por el pueblo, las casas, los huertos y caminos… Proviene de las numerosas fogatas donde se queman plantas y hierbas aromáticas. Algunos incluso pasean las ramas encendidas por el interior de las viviendas y las acercan a las personas enfermas con el ánimo de purificarlas y espantar los males. Si nos movemos hacía la frontera oriental africana, en Israel este momento del año es conocido por la “Fiesta de la Flor”, una festividad de origen alemana que homenajea con demostración de respeto y admiración a las mujeres.

En las legendarias civilizaciones americanas también se veneraba al astro rey. Los indígenas norteamericanos, aún hoy en día, continúan realizando sus rituales mágicos con danzas en torno a la lumbre. Más hacía el sur, en México, los guerreros aztecas honraban el cambio del ciclo solar con la ceremonia de la “renovación de fuego”. En la península del Yucatacán, los mayas daban las gracias por la luz que alimentaba sus siembras y cosechas con banquetes y bailes. Los incas peruanos se reunían en el inmenso llano de Sacsahuamán, próximo a Cuzco, y aguardaban a que la deidad dorada se asomara en el cielo para implorarle que le enviará su calor e hiciera desaparecer el frío. Era el Inti-Raymi o “Fiesta del Sol”.

De vuelta al Mediterráneo, era costumbre con la llegada del estío limpiar las casas y deshacerse de lo que no era necesario. Todo aquello viejo y desgastado ardía en un gran fuego colectivo en el foro del pueblo a modo de rito purificador. Se elevaban plegarias y se quemaban hierbas balsámicas para ahuyentar a los males y atraer a la suerte. La ceremonia se cerraba cantando y bailando alrededor de la pira en honor al dios de sol. En los lugares cercanos al mar o ríos la tradición era bañarse para purgarse de pecados y ofensas. El ritual se completaba dando tres vueltas alrededor del fuego en sentido contrario a las agujas del reloj para terminar de espantar todo lo maligno.

La devoción con la que desde tiempos inmemorables recibimos al verano nos hace recordar que bajo el poder de nuestra estrella, todos somos uno compartiendo los mismos anhelos: la luz, el calor. Este mágico momento del año representa un encuentro entre los elementos esenciales de nuestra existencia. El sol, máxima expresión de la energía masculina, cae poderoso sobre la tierra cuando el signo de cáncer, símbolo del agua, la luna, la mujer… toma presencia en el ciclo. Es la reunión de los opuestos que da comienzo a una nueva etapa prometedora de cosechas. Por ello nuestro homenaje a la fuente de la vida, a la fuerza regeneradora, a la potencia vitamínica, al fuego cómo representación de la luz que se nos concede y que proyectamos.