Parece que hoy en día nadie se toma en serio su vida, y no por falta de sentido del humor, sino más bien por la total carencia de la tensión o tono vital que caracteriza, al menos en teoría, a la dimensión humana.

Asistimos con complacencia y orgullo a la degradación de la cultura occidental en pro de una "democratización" de esta, que tiende hacia la superficialidad acomodaticia y la estupidez generalizada.

Vivimos tiempos difíciles y si hay algo que caracteriza a las sociedades modernas es la total ausencia de guías o ideales que nos conmuevan por dentro y nos determinen a vivir y a pensar conforme a nuestros propios criterios y deseos. Pero no sabemos pensar, no sabemos qué queremos o hacia donde vamos; hemos roto todos los lazos que nos unían con el pensamiento filosófico, el único y auténtico posible, y ahora somos náufragos intelectuales sin referencias culturales sobre nosotros mismos y nuestro mundo.

El pensamiento postmoderno ha triunfado, ya podemos decir que somos hombres de nuestro tiempo: hombres unidimensionales, que pretenden fundamentar una supuesta tolerancia en la ausencia de crítica, cultivadores del relativismo barato, frívolos porque nos ha tocado enfrentarnos con un tiempo en el que la destreza en el vivir no deja espacio a la reflexión.

El deterioro cultural pasa por el derrumbamiento de los viejos idearios que alimentaban el ansia de conocimiento, de sabiduría, entendida como búsqueda consciente y meditada de los elementos que nos vinculan con nuestra auténtica existencia y nos ayudan a comprenderla y mejorarla. No somos menos sabios, porque la capacidad de adquirir algún grado de sabiduría pasa por el conocimiento y este nos es dado como elemento intrínseco del pensamiento humano; somos menos curiosos, nos han matado por dentro y ya no nos orientamos hacia un vivir activo sino a un mero dejarse vivir desde fuera.

No nos tomamos en serio nuestra vida y en parte no lo hacemos porque el mundo ha dejado de tomarse en serio a sí mismo.

La actitud en las relaciones que el hombre establece con su mundo se rigen por el consenso del beneficio social; solo se reconocen aquellos méritos o capacidades que pueden redundar en una utilidad práctica y tangible para la comunidad.

El concepto de comunidad ha sido sustituido por el de asociación y este responde a criterios que se vinculan con el mercado y la libre competencia. Se negocia con todo lo negociable, se busca ante todo la perpetuación de un beneficio económico, el fin es el negocio y este se asienta sobre las bases del liberalismo económico.

Corremos el peligro de creer que solo existe una realidad, dominada por las élites económicas que ejercen el poder sobre las masas a través del control de la conciencia y la propia voluntad.

En esta realidad el individuo es tratado como un objeto, una pieza en la cadena de producción, cuya única finalidad es la de consumir, no tiene posibilidad de exigir sus gustos y se convierte en un ser pasivo. Pero dado que su capacidad crítica ha sido anulada, esta realidad se le presenta como la más auténtica y plural posible; se crea un espejismo de falsas libertades, falsas oportunidades, dando paso a la homogeneización del gusto y la personalidad: todos somos más iguales porque pasivamente hemos aceptado vivir dentro de un "sistema" dominante que nos amordaza la conciencia y segrega a todo aquel que pretenda desmarcarse e intente tener una identidad propia.

Hace más de dos milenios, Platón exponía que nuestros conocimientos eran sombras de una caverna comparadas con las realidades iluminadas afuera por el sol, que proyectaba dentro sombras fantásticas y engañosas.

Hoy esta visión arquetípica se ha trasladado a nuestro mundo y la capacidad de conocimiento que poseemos está limitada a una pequeña parcela de la realidad; fotogramas seleccionados por otros para adoctrinarnos, destellos proyectados hábilmente sobre la pantalla de nuestra mente para conseguir un estado de opinión estándar.

El adoctrinamiento es la esencia de las sociedades contemporáneas. Escapar a la manipulación y el aleccionamiento masivo pasa por la consolidación de una cultura y una sociedad formada, capaz de ofrecer una respuesta alternativa y crítica a los mensajes que desde el poder son lanzados para configurar la opinión pública y el modo de vida de los individuos.

El talante intelectual en su estado más puro y riguroso solía ubicarse antaño en las espaciosas aulas de las diferentes facultades. La Universidad ha sido históricamente el entorno en donde por naturaleza la cultura y el saber han florecido al margen de las presiones u opresiones de cualquier tipo.

La orientación en la formación universitaria, sin embargo, parece haber caminado al unísono con los "progresos de la postmodernidad", es decir, ha comenzado una incesante carrera hacia la degradación, la vulgarización y la trivialización.

La formación de una conciencia crítica, de la investigación libre o de la lectura de los grandes clásicos, ha cedido a una supuesta modernización en la que lo único importante es la competencia tecnológica: hoy se forman universitarios que se acomoden a las peticiones y ofertas del mercado laboral; el profesionalismo es el objetivo final de la enseñanza universitaria, y la consecución de un título que lo acredite, la prueba más grosera de este pragmatismo.

El contraste cultural entre un universitario y un ciudadano medio se mide por criterios de especialización profesional y rentabilidad, no en función de la solidez en la formación. Es el ocaso del humanismo, el fin de la conciencia intelectual, la agonía del pensamiento.

Asistimos a una metamorfosis en los valores intelectuales y espirituales que forjaron en el pasado una cultura de profundas raíces filosóficas y humanísticas.

Nos falta una orientación, un punto de referencia que no sea puramente mercantil, externo y banal; el impulso vital que todo hombre lleva dentro y que tiene el derecho, la obligación y la capacidad de desarrollar; la pasión por una vida auténticamente humana vivida desde una pasión profunda y una razón desiderativa, porque la pasión y el pensamiento se entremezclan y se alimentan de una misma raíz: la pasión por el conocimiento que estimula el instinto y dinamiza la razón. En palabras de Miguel de Unamuno: "piensa el sentimiento, siente el pensamiento".

Todo lo que mueve al hombre a una acción verdaderamente humana y vital surge de la reflexión coherente y sentida, de un pensamiento racional, formado, que no se quede solo en los dogmas y estereotipos recibidos desde fuera, sino en conceptos vivos, contradictorios, cambiantes, reales porque se debe pensar con todo el cuerpo y toda el alma.